Por supuesto, estaba el otro problema, que le habían comunicado los cuatro médicos la semana anterior: el hecho de que cada vez se encontraban más latas de comida podrida, posiblemente como resultado de una soldadura mal hecha de las latas. Pero sir John había dejado aquel asunto por el momento.
El viento arrojaba nieve por encima de la gran extensión de hielo, oscureciendo y luego revelando de nuevo el diminuto cadáver y su X de sangre que se iba congelando en el hielo azul. Nada se movía en las crestas de presión y en los pináculos de hielo que los rodeaban. Los hombres de la derecha de sir John estaban cómodamente sentados, uno masticando tabaco, los otros apoyando sus manos con guantes en las bocas levantadas de sus mosquetes. Sir John sabía que aquellos guantes caerían al momento si su Némesis aparecía sobre el hielo.
Sonrió para sí y se dio cuenta de que estaba memorizando aquella escena, aquel momento, como anécdota futura para Jane y para su hija, Eleanor, y su encantadora sobrina Sophia. Aquello lo hacía muy a menudo aquellos días, observar sus apuros sobre el hielo como una serie de anécdotas, y ponerlas incluso en palabras, no demasiadas palabras, sólo las justas para atraer una atención embelesada, para su uso futuro con sus encantadoras damas y durante las noches en que salían a cenar fuera. Aquel día, el absurdo aguardo para cazar, los hombres amontonados dentro, la sensación de tranquilidad, el olor del aceite de las armas y la lana y el tabaco, hasta las nubes grises que iban bajando y arrastrando la nieve y la leve tensión, mientras esperaban la presa..., todo aquello le resultaría muy útil en los años venideros.
De pronto, la mirada de sir John se clavó lejos, a la izquierda, más allá del hombro del teniente Le Vesconte, en el pozo de enterramiento, ahora a seis metros del extremo sur del aguardo. La abertura hacia el mar oscuro se había helado hacía mucho, y gran parte del propio cráter había quedado lleno de nieve traída por el viento, desde el día del entierro, pero hasta la visión de aquella depresión en el hielo hacía que el corazón de sir John, ahora sentimental, se sintiese dolido al recordar al joven Gore. Pero había sido un entierro precioso. Y él lo había dirigido con gran dignidad y orgulloso porte militar.
Sir John vio dos objetos negros que yacían juntos en la parte más baja de la depresión helada..., ¿quizá piedras oscuras? ¿Botones o monedas abandonadas allí como recuerdo del teniente Gore por algún marinero que pasó por el lugar del entierro precisamente una semana antes? Y entre la oscura y cambiante luz de la tormenta de hielo, los diminutos círculos negros, apenas visibles, a menos que uno supiera exactamente dónde mirar, parecían devolver la mirada a sir John, con algo que podía ser un triste reproche. Se preguntó si por algún capricho del clima habrían quedado dos diminutas aberturas en el mar, aun con todo el hielo y la nieve, revelando así esos dos pequeños círculos de agua negra contra el hielo gris.
Los círculos negros parpadearon.
—Ah..., sargento... —empezó sir John.
Todo el suelo del cráter funerario pareció hacer erupción y ponerse en movimiento. Algo grande, blanco, gris y poderoso explotó hacia ellos, se alzó y corrió hacia el aguardo, y luego desapareció por el extremo sur de la lona, fuera de la vista de la rendija de disparo.
Los marines, sin estar muy seguros de lo que habían visto, no tuvieron tiempo de reaccionar.
Una fuerza poderosa golpeó el extremo sur del aguardo a menos de un metro de Le Vesconte y de sir John, y destruyó el hierro e hizo caer la lona.
Los marines y sir John se pusieron de pie de un salto, mientras la lona quedaba destrozada por encima y detrás de ellos y a su lado, porque unas garras negras de la longitud de cuchillos Bowie desgarraban la gruesa vela. Todo el mundo gritaba al mismo tiempo. Y notaron un espantoso hedor a carroña.
El sargento Bryant alzó el mosquete. Aquella cosa estaba dentro, «dentro», con ellos, entre ellos, rodeándolos con la circunferencia de sus brazos no humanos, pero antes de que pudieran disparar entró una ráfaga de aire entre el hedor del aliento predador. La cabeza del sargento voló de sus hombros y salió por la ranura de disparo, y resbaló por encima del hielo.
Le Vesconte chilló, alguien disparó un mosquete y la bala acabó dando al marine que tenía al lado. La parte superior de la tienda de lona había desaparecido, algo enorme bloqueaba la abertura donde tenía que estar el cielo, y justo mientras sir John se volvía para arrojarse hacia delante, fuera de la lona desgarrada, notó un dolor terrible por debajo de ambas rodillas.
Entonces todo se volvió confuso y extraño. Al parecer estaba cabeza abajo, contemplando a los hombres que quedaban esparcidos como bolos en el hielo, hombres arrojados fuera del aguardo destrozado. Otro mosquete abrió fuego, pero era porque el marine había arrojado el arma y estaba intentando gatear a cuatro patas por el hielo para escapar. Sir John vio todo aquello, algo imposible, absurdo, desde una posición invertida y colgante. El dolor de sus piernas se volvió intolerable, oyó un chasquido como el de un árbol joven que se desgaja, y luego se vio arrojado hacia delante y hacia abajo en el cráter del entierro, hacia el nuevo círculo negro que esperaba. Su cabeza golpeó én la delgada lámina de hielo como una bola de criquet que rompiese el vidrio de una ventana.
El frío del agua detuvo temporalmente los salvajes latidos del corazón de sir John. Este intentó chillar, pero sólo consiguió tragar agua salada.
«Estoy en el mar. Por primera vez en mi vida, estoy en el mismo mar. Qué extraordinario.»
Luego se agitaba sin cesar, notando los fragmentos desgarrados y jirones de su sobretodo que desaparecían, y sin notar las piernas ni lograr agarrarse con los pies para evitar el agua helada. Sir John usó las manos y los brazos para nadar y remar, sin saber en aquella terrible oscuridad si estaba dirigiéndose hacia la superficie o sumergiéndose más hondo aún en el agua negra.
«Me estoy ahogando, Jane, me estoy ahogando. De todos los destinos que había considerado en estos largos años en el servicio nunca, ni una sola vez, querida, pensé que me ahogaría.»
La cabeza de sir John chocó con algo sólido que casi le dejó inconsciente, obligando al rostro a meterse de nuevo bajo el agua, y llenándole boca y pulmones de nuevo de agua salada.
«Pero, queridas mías, la Providencia me ha guiado hacia la superficie... o al menos hasta un mínimo resquicio de aire respirable entre el mar y cuatro metros de hielo que hay por encima.»
Los brazos de sir John se agitaron salvajemente mientras giraba de espaldas, y las piernas seguían sin funcionarle, y los dedos iban escarbando en el hielo que había encima. Se esforzó por calmar su corazón y sus miembros, por encontrar la disciplina para que su nariz pudiese hallar aquella diminuta fracción de aire entre el hielo y el agua helada de abajo. Respiró. Levantando la barbilla, tosió agua de mar y respiró por la boca.
«Gracias, Jesús mío, Señor...»
Luchando con la tentación de chillar, sir John arañó la parte inferior del hielo como si estuviese trepando por una pared. La parte inferior de la banquisa era irregular, a veces sobresalía hacia abajo en el agua y le daba menos de una fracción de un resquicio de aire para respirar, a veces se alzaba a trece o catorce centímetros, o más, y casi le permitía sacar toda la cara fuera del agua.
A pesar de los cuatro metros y medio de hielo que tenía encima, se veía un débil resplandor de luz, luz azul, la luz del Señor, reflejada en las ásperas facetas del hielo que tenía a sólo unos centímetros de sus ojos. Entraba algo de luz diurna por el agujero, el del entierro de Gore, a través del cual acababan de tirarle.
«Lo único que tengo que hacer, mis queridas damas, mi queridísima Jane, es encontrar el camino de vuelta al estrecho agujero en el hielo, orientarme, pero sé que sólo tengo unos minutos...»
No minutos sino segundos. Sir John notaba que el agua helada le estaba arrebatando la vida. Y había algo terriblemente mal en sus piernas. No sólo no las notaba, sino que percibía una «ausencia» absoluta en ellas. Y el agua de mar sabía a sangre.
«Pero, señoras, mi Señor Dios todopoderoso me ha mostrado la luz...»
A su izquierda. La abertura estaba a unos diez metros o menos a su izquierda. El hielo estaba, allí, bastante alto por encima del agua negra, de modo que sir John pudo levantar la cabeza, sacar la parte superior de su calva helada por el hielo áspero, coger aire, parpadear para quitarse el agua y la sangre de los ojos, y «ver» realmente el brillo de la luz del Salvador a menos de diez metros de distancia...
Algo enorme y húmedo se alzó entre él y la luz. La oscuridad era absoluta. Su espacio de aire respirable le fue arrebatado de súbito, lleno con el hedor a carroña más apestoso respirado ante su propia cara.
—Por favor... —dijo sir John, escupiendo y tosiendo.
Entonces aquel hedor húmedo le envolvió y unos dientes enormes se cerraron a cada lado de su cara, masticando el hueso y la calavera, justo por delante de las orejas, a ambos lados de su cabeza.
Crozier
Latitud 70° 5' N —
Longitud 98° 23' O
10 de noviembre de 1847
Dieron las cinco campanadas, las 2.30 de la madrugada, y el capitán Crozier había vuelto del
Erebus
, había inspeccionado los cadáveres (o trozos de cadáveres) de William Strong y Thomas Evans donde los había dejado la criatura, metidos junto al pasamanos de popa en el alcázar, había dispuesto que se estibasen en la sala de Muertos, y ahora estaba sentado en su camarote contemplando los dos objetos que tenía en su escritorio: una botella nueva de whisky y una pistola.
Casi la mitad del diminuto camarote de Crozier estaba ocupado por la cucheta empotrada, colocada contra la parte de estribor del casco. La cucheta parecía una cunita infantil con los lados tallados y elevados, unos armarios empotrados debajo y un colchón de pelo de caballo lleno de bultos colocado casi a la altura del pecho. Crozier nunca había dormido bien en las camas de verdad, y a menudo deseaba dormir en las hamacas colgantes en las que había pasado tantos años como guardiamarina, oficial joven y cuando sirvió de grumete, de chico. Colocada contra el casco exterior como estaba aquella cucheta era uno de los lugares más fríos para dormir de todo el buque, más frío que las cuchetas de los contramaestres en sus cuchitriles en el centro de la cubierta inferior de popa, y mucho más frío que las hamacas de los afortunados marineros de proa, cerca del fogón y la estufa patentada Frazer siempre encendida en la que cocinaba el señor Diggle veinte horas al día.
Los libros metidos en unos estantes empotrados a lo largo del casco elevado y curvado hacia dentro ayudaban a Crozier a aislar un poco su zona de descanso, pero no mucho. Más libros se amontonaban hasta el techo en el camarote de metro y medio de ancho, llenando un estante que colgaba bajo unas cuadernas curvadas del buque, algo menos de un metro por encima de la cubierta desplegable que conectaba la litera de Crozier con la separación del vestíbulo. Directamente por encima tenía el círculo negro de la claraboya patentada Preston, con su cristal opaco y convexo perforando una cubierta ahora oscura bajo casi un metro de nieve y lona protectora. El aire frío fluía constantemente hacia abajo desde la claraboya como las exhalaciones congeladas de algo muerto hace mucho tiempo, pero que lucha por seguir respirando.
Frente al escritorio de Crozier se encontraba un estante estrecho que contenía su lavabo. No había agua en la palangana porque se habría helado; el mozo de Crozier, Jopson, traía a su capitán agua caliente de la cocina cada mañana. El hueco entre el escritorio y la palangana dejaba en el diminuto camarote de Crozier el espacio justo para permanecer de pie o, como ahora, sentado ante su escritorio con un taburete sin respaldo que se metía debajo del lavabo cuando no se usaba.
Seguía mirando la pistola y la botella de whisky.
El capitán del
HMS Terror
a menudo pensaba que no sabía nada del futuro, aparte de que su barco y el
Erebus
jamás volverían a navegar, a vapor o a vela, pero entonces recordaba que sí sabía algo con toda seguridad: cuando se acabasen sus reservas de whisky, Francis Rawdon Moira Crozier iba a volarse los sesos.
El difunto sir John Franklin había llenado su despensa con porcelana cara, toda con las iniciales y el escudo de la familia, por supuesto, así como cristal tallado, cuarenta y ocho lenguas de buey, lujosa plata también con su escudo grabado, barriles de jamones de Westfalia ahumados, torres de quesos de Gloucestershire, sacos y más sacos de té especialmente importado de la plantación de un pariente suyo en Darjeeling, y tarros enormes de su mermelada favorita de frambuesa.
Y aunque Crozier se había llevado algunas provisiones especiales para las ocasionales cenas con los oficiales a los que tenía que invitar, la mayor parte de su dinero y el espacio que tenía destinado en la bodega estaba dedicado a trescientas veinticuatro botellas de whisky. No era un whisky escocés bueno, pero le bastaba. Crozier sabía que hacía mucho tiempo que había alcanzado ese punto de alcoholismo en el que la cantidad siempre triunfa sobre la calidad. A veces allí, en verano sobre todo, cuando estaba especialmente ocupado, una botella podía durarle dos semanas o más. Otras veces, como durante la última semana, podía beberse una botella entera en una sola noche. La verdad es que había dejado de contar las botellas vacías cuando pasó de las doscientas, el invierno anterior, pero sabía que debía de estar llegando al final de su suministro. La noche que se bebiese el último trago de la última botella, y su mozo le dijese que ya no quedaban más (porque Crozier sabía que sería por la noche), había planeado firmemente amartillar la pistola, llevarse el cañón a la sien y apretar el gatillo.
Un capitán más práctico podía recordarse a sí mismo que quedaban todavía los restos líquidos, nada insignificantes, de cuatro mil quinientos galones («galones» nada menos) de ron concentrado de las Indias Occidentales en la sala de Licores, abajo, y que todas las jarras contenían alcohol de 70 grados, según las estimaciones. Cada día los hombres repartían el ron en unidades de cuarto de pinta, cortado con un cuarto de agua, y quedaban los suficientes galones en total como para nadar en ellos. Un capitán borracho menos quisquilloso y más rapaz podría considerar que el ron de los hombres era su reserva. Pero a Francis Crozier no le gustaba el ron. No le había gustado nunca. Su bebida era el whisky, y cuando se le hubiese acabado, también se acabaría él.