Una cosa que sí hizo Crozier casi inmediatamente fue enviar más de cinco toneladas de suministros por el hielo hasta un punto no lejano del mojón de Ross, en la Tierra del Rey Guillermo. Ahora estaban prácticamente seguros de que se trataba de una isla, porque Crozier había enviado a unas partidas en trineos (y al cuerno con el oso monstruoso) para que examinaran la zona. El propio Crozier fue también en media docena de esas primeras partidas con trineos, ayudando a abrir unos caminos más fáciles, o menos imposibles, por encima de las crestas de presión y la barrera de icebergs a lo largo de la costa. Llevaron ropa de abrigo extra, tiendas, madera para futuras cabañas, así como pararrayos, unas varillas de latón iguales de la cama de sir John, requisados de su camarote y luego transformados, y todo lo esencial que pudieran necesitar ambas tripulaciones si los buques debían ser abandonados repentinamente en la mitad del invierno siguiente.
Cuatro hombres se habían perdido por culpa de la criatura del hielo antes de que volviera el invierno, dos de ellos en una tienda, durante unos de los viajes de Crozier, pero lo que detuvo los viajes de transporte de los trineos a mediados de agosto fue el regreso de las tormentas eléctricas y una espesa niebla. Durante más de tres semanas, ambos buques permanecieron en medio de la niebla, sufrieron los rayos que los atacaban y sólo salieron al hielo brevemente: se permitieron partidas de caza, sobre todo, y algunos equipos de agujeros para el fuego. Cuando pasó aquella extraña niebla y los rayos, ya estaban a principios de septiembre y el frío y la nieve habían empezado de nuevo.
Entonces Crozier siguió enviando partidas con trineos para guardar suministros a la Tierra del Rey Guillermo, a pesar del clima terrible, pero cuando el segundo oficial Giles MacBean y un marinero murieron a unos pocos metros por delante de los tres trineos, aunque no vieron su muerte porque el viento llevaba mucha nieve y sólo oyeron claramente sus últimos gritos todos los demás hombres y su oficial, el segundo teniente Hodgson, Crozier suspendió «temporalmente» los viajes con suministros. La suspensión había durado ya dos meses, y a principios de noviembre ningún tripulante sano quería ofrecerse voluntario para un viaje en trineo de diez días en la oscuridad.
El capitán sabía que tenía que haber escondido al menos diez toneladas de suministros en la costa, en lugar de las cinco toneladas que había llevado allí. El problema era, como averiguó con su partida de trineo la noche en que la criatura irrumpió en una tienda junto a la del capitán y en la que se hubiera llevado al marinero George Kinnaird y a John Bates si éstos no hubiesen echado a correr para salvar su vida, que cualquier campamento que estableciesen en aquella lengua de grava y hielo llana y barrida por los vientos no era defendible. A bordo de los barcos, mientras éstos durasen, los cascos y la cubierta elevada actuaban como una especie de muralla, convirtiendo cada buque en una fortaleza. En la grava y en tiendas, por muy apiñados que estuviesen, necesitarían al menos veinte hombres armados vigilando día y noche para proteger el perímetro, y aun así, la cosa podía meterse entre ellos antes de que los guardias fuesen capaces de reaccionar. Todo el mundo que había ido en trineo a la Tierra del Rey Guillermo y había acampado allá fuera en el hielo sabía eso. Y a medida que las noches se hacían más largas, el temor de aquellas horas sin protección en las tiendas, como el propio frío polar, iba penetrando más y más en el interior de los hombres.
Crozier bebió un poco más de whisky.
Fue en abril de 1843, a principios del verano del hemisferio sur, aunque los días eran todavía largos y cálidos, cuando el
Erebus
y el
Terror
volvieron a la Tierra de Van Diemen.
Ross y Crozier eran de nuevo huéspedes en la casa del gobernador, llamada oficialmente Casa del Gobierno por los habitantes más antiguos de Hobart Town, pero en aquella ocasión resultaba obvio que aquella vez una sombra se cernía sobre los Franklin. Crozier estaba deseoso de olvidar aquello, ya que su alegría al volver a ver a Sophia Cracroft era muy grande, pero hasta la indomable Sophia estaba entristecida por el humor, los acontecimientos, las conspiraciones, traiciones, revelaciones y crisis que se habían ido incubando en Hobart durante los dos años que el
Erebus
y el
Terror
habían pasado en los hielos del sur, de modo que, en el curso de los dos primeros días en la Casa del Gobierno, él se enteró de los datos suficientes para ir recomponiendo los motivos de la depresión de los Franklin.
Al parecer, los intereses locales y vacuos de los terratenientes, personificados en un rastrero Judas que actuaba entre bastidores, un secretario colonial llamado capitán John Montagu, habían decidido ya desde los primeros tiempos de los seis años que llevaba sir John de gobernador que sencillamente no eran adecuados, ni él ni su esposa, la franca y poco ortodoxa lady Jane. Lo único que oyó decir al propio sir John, y en realidad lo oyó por casualidad, cuando el abatido sir John hablaba con el capitán Ross, mientras los tres hombres bebían brandy y fumaban cigarros en la biblioteca forrada de libros de la mansión, es que los del lugar tenían «cierta carencia de sentido de vecindad y una deplorable deficiencia de espíritu público».
Por Sophia, Crozier supo que sir John había pasado, al menos ante el público, de ser «el hombre que se comió sus botas» a la sedicente descripción de «un hombre que no mataría ni a una mosca», y luego rápidamente a una definición que se extendería por toda la península de Tasmania, «un calzonazos». Esta última calumnia, se lo aseguró Sophia, procedía del odio que sentía la colonia tanto por lady Jane como por sir John, y de los intentos de su esposa por mejorar las cosas para los nativos y prisioneros que trabajaban allí en condiciones inhumanas.
—Comprenderá que los gobernadores anteriores simplemente prestaban a los prisioneros para los absurdos proyectos de los propietarios locales de plantaciones y los magnates de los negocios de la ciudad, se embolsaban su parte de los beneficios y mantenían la boca cerrada —explicó Sophia Cracroft mientras paseaban por las sombras de los jardines de la Casa del Gobierno—. El tío John no ha entrado en ese juego.
—¿Absurdos proyectos? —dijo Crozier. Era muy consciente de la mano que Sophia había colocado en su brazo mientras paseaban, y ambos hablaban en susurros contenidos, solos, en la cálida semioscuridad.
—Si el dueño de una plantación quiere una nueva carretera en su finca —dijo Sophia—, el gobernador debe prestarle seiscientos prisioneros muertos de hambre, o mil incluso, que trabajan desde el amanecer hasta después de la puesta de sol, con grilletes en los tobillos y esposas en las muñecas, con este calor tropical, sin agua ni comida, y los azotan si se caen o desfallecen.
—Dios mío —exclamó Crozier.
Sophia asintió. Sus ojos permanecían fijos en las piedras blancas del camino del jardín.
—El secretario colonial, Montagu, decidió que los prisioneros debían excavar el pozo de una mina, aunque no se había encontrado oro alguno en la isla, y los enviaron a cavarlo. Llevaban ya más de ciento veinte metros de profundidad cuando abandonaron el proyecto, porque se inundaba constantemente, ya que aquí las capas freáticas son muy superficiales, claro está..., y se decía que murieron dos de cada tres prisioneros por cada pie excavado en esa detestable mina.
Crozier se contuvo para no volver a decir de nuevo «Dios mío», pero, en realidad, fue eso lo que le vino a la mente.
—Un año después de que ustedes se fueran —continuó Sophia—, Montagu, esa comadreja, esa víbora, persuadió al tío John para que despidiera a un cirujano local, un hombre muy popular entre las personas decentes de aquí, con falsas acusaciones de negligencia. La colonia se dividió. El tío John y la tía Jane se convirtieron en objetivo de todas las críticas, aunque la tía Jane desaprobaba el despido del cirujano. El tío John..., ya sabe, Francis, lo mucho que odia la controversia, y mucho más producir dolor de cualquier tipo, y por eso se dice a menudo que no haría daño ni a una mosca...
—Sí —afirmó Crozier—. Yo le he visto capturar una mosca cuidadosamente en un comedor y soltarla.
—El tío John, tras escuchar a la tía Jane, al final volvió a contratar al cirujano, pero así se convirtió en enemigo de ese Montagu para toda la vida. Las discusiones y acusaciones se hicieron públicas, y Montagu, en esencia, llamó al tío John mentiroso y pelele.
—Dios mío —dijo Crozier. Lo que pensaba en realidad era: «Si yo hubiera estado en el lugar de John Franklin, habría llevado a ese maldito Montagu al campo del honor y le habría metido una bala en cada uno de los testículos y la última en los sesos»—. Espero que despidiera a ese hombre.
—Sí, claro —dijo Sophia, con una triste risa—, pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Montagu volvió a Inglaterra el año pasado en el mismo barco que llevaba la carta del tío John anunciando su despido, y desgraciadamente resultó que el capitán Montagu es amigo íntimo de lord Stanley, secretario de Estado para las colonias.
«Vaya, el gobernador está bien, pero que bien jodido», pensó Crozier, mientras llegaban al banco de piedra que había en el extremo más alejado del jardín. Dijo:
—Qué mala suerte.
—Más de lo que se podían haber imaginado el tío John o la tía Jane —dijo Sophia—. El
Chronicle
de Cornualles publicó un largo artículo titulado: «El estúpido reinado del Héroe Polar». El
Colonial Times
le echaba la culpa a la tía Jane.
—¿Por qué atacar a lady Jane?
Sophia sonrió sin humor.
—La tía Jane es, como yo, bastante... heterodoxa. Supongo que vería su habitación aquí, en la Casa del Gobierno, cuando el tío John les dio una vuelta por la propiedad, la última vez que estuvieron aquí, ¿no?
—Ah, sí —dijo Crozier—. Tenía una colección maravillosa.
El tocador de lady Jane, al menos en la parte que les permitieron ver, estaba atestado desde las alfombras hasta el techo con esqueletos de animales, meteoritos, piedras fósiles, mazas de guerra aborígenes, tambores nativos, máscaras de guerra de madera tallada, remos de tres metros de largo que parecían capaces de impulsar al
HMS Terror
a quince nudos de velocidad, una plétora de aves disecadas y al menos un mono perfectamente conservado por un taxidermista. Crozier nunca había visto nada parecido ni en un museo ni en un zoo, y no digamos ya en el dormitorio de una dama. Por supuesto, Francis Crozier había visto muy pocos dormitorios de damas.
—Un visitante escribió a un periódico de Hobart que, y cito textualmente, Francis, «las habitaciones privadas de la esposa de nuestro gobernador en la Casa del Gobierno más parecen un museo o un zoo que el tocador de una dama».
Crozier emitió un ruido como un chasquido, sintiéndose culpable por haber pensado algo similar. Dijo:
—¿Así que ese Montagu sigue causando problemas?
—Más que nunca. Lord Stanley, esa víbora, respaldó a Montagu y volvió a colocar a ese gusano en un cargo similar a aquel del cual le destituyó el tío John, y mandó al tío John una reprimenda tan terrible que la tía Jane me dijo en privado que era como si le hubiesen azotado con un látigo.
«Yo le habría pegado un tiro en las pelotas a ese Montagu y luego se las habría cortado a lord Stanley y se las habría hecho comer después de calentarlas un poquito», pensó Crozier. Dijo:
—Es terrible.
—Es peor aún —dijo Sophia.
Crozier buscó lágrimas a la débil luz, pero no vio ninguna. Sophia no era una mujer dada al llanto.
—¿Stanley hizo pública su regañina? —aventuró Crozier.
—Ese... bastardo dio una copia de la reprimenda oficial a Montagu, ¡antes de enviársela al tío John!, y esa auténtica comadreja la envió aquí rápidamente, con el barco-correo más rápido que encontró. Se hicieron copias y se pasaron de mano en mano por Hobart Town, a todos los enemigos del tío John, meses antes de que el tío John en persona recibiese la carta a través de los canales oficiales. Toda la colonia se reía de ellos cuando el tío John o la tía Jane asistían a un concierto o representaban al gobierno en alguna función oficial. Me disculpo por mi lenguaje tan poco digno de una dama, Francis.
«Yo le habría hecho comer a lord Stanley sus pelotas frías, envueltas en su propia mierda frita», pensó Crozier. No dijo nada, sino que inclinó la cabeza perdonando a Sophia la elección de sus palabras.
—Justo cuando el tío John y la tía Jane pensaban que las cosas no podían empeorar —continuó Sophia, con la voz ligeramente temblorosa, pero por la rabia, de eso estaba seguro Crozier, y no por la debilidad—, Montagu envió a sus amigos de las plantaciones de aquí un paquete con trescientas páginas que contenía todas las cartas privadas, documentos de la Casa del Gobierno y despachos oficiales que había usado para presentar su queja contra el gobernador y ante lord Stanley. Ese paquete está ahora en el Banco Central Colonial, aquí, en la capital, y el tío John sabe que dos tercios de las viejas familias y líderes de los negocios de la ciudad han hecho su peregrinaje al banco para leer y oír lo que contienen. El capitán Montagu llama al gobernador «un perfecto imbécil» en esos documentos..., y, por lo que hemos sabido, eso es lo más educado que contiene ese detestable legajo.
—La posición de sir John aquí parece insostenible —dijo Crozier.
—A veces temo por su cordura, incluso por su vida —añadió Sophia—. El gobernador sir John Franklin es un hombre sensible.
«No mataría ni a una mosca», pensó Crozier.
—¿Piensa dimitir?
—Le llamarán en breve —dijo Sophia—. La colonia entera lo sabe. Por eso la tía Jane está casi fuera de sí... Nunca la he visto en un estado semejante. El tío John espera la noticia oficial de su destitución para antes de finales de agosto, si no más pronto.
Crozier suspiró y empujó su bastón de paseo a lo largo de un surco en la grava del camino. Había esperado aquella reunión con Sophia Cracroft durante dos años en los hielos del sur, pero ahora que estaba allí, veía que su visita se perdería entre las sombras de la política y las personalidades. Se contuvo antes de volver a suspirar.
Tenía cuarenta y seis años y estaba actuando como un verdadero idiota.
—¿Le gustaría ver el estanque del Ornitorrinco mañana? —preguntó Sophia.
Crozier apuró otro vaso de whisky a solas. Desde arriba llegaba el aullido de los espíritus, que en realidad era sólo el viento ártico en lo que quedaba de las jarcias. El capitán compadecía a los hombres de guardia.