Lady Silenciosa
no estaba en la zona de la popa, ni en el cuarto de almacenamiento del carpintero, ni en el del contramaestre, ni en la casi vacía sala del pan, a popa de estos compartimentos cerrados. La sección media de la cubierta del sollado estaba llena hasta el techo de cajas, barriles y otros paquetes con suministros cuando zarpó el
Terror,
pero ahora gran parte de ese espacio se hallaba vacío.
Lady Silenciosa
tampoco estaba allí.
El teniente Irving entró en la sala de Licores con la llave que el capitán Crozier le había prestado. Quedaban botellas de vino y de brandy, lo veía a la luz de la lámpara, cada vez más menguada, pero sabía que el nivel de ron en el enorme barril principal estaba disminuyendo. Cuando se acabase el ron, cuando el suministro diario de mediodía de grog desapareciese, entonces, como sabía el teniente Irving y todos los oficiales de la Marina Real, el motín se convertiría en una preocupación muy grave. El señor Helpman, amanuense del capitán, y el señor Goddard, capitán de la bodega, habían informado recientemente de que estimaban que quedaban unas seis semanas más o así de ron, y eso sólo si la medida normal de un cuarto de pinta de ron diluido con tres cuartos de pinta de agua se reducía a la mitad. Los hombres empezarían ya a protestar.
Irving no pensaba que
Lady Silenciosa
hubiese podido introducirse en la sala de Licores cerrada, a pesar de lo que murmuraban los hombres de sus poderes de brujería, pero de todos modos registró aquel espacio cuidadosamente, mirando debajo de las mesas y de los mostradores. Hilera tras hilera de machetes, bayonetas, espadas y mosquetes en los estantes que había encima brillaban fríamente a la luz de la lámpara.
Fue a popa hacia la santabárbara, con sus adecuados suministros de pólvora y municiones, miró en la despensa privada del capitán, en la que sólo quedaban las pocas botellas de whisky de Crozier en los estantes, ya que la comida había sido repartida entre los demás oficiales en las semanas recientes. Luego buscó en la sala de Velas, en el ropero, en los pañoles de cables de popa y en la despensa del contramaestre. Si el teniente John Irving hubiese sido una mujer esquimal intentando esconderse en el barco, pensaba que habría elegido la sala de Velas, con sus montones casi intactos y rollos de lona sin usar, sábanas y utensilios para velas, no usados desde hacía tiempo.
Pero no estaba allí. Irving dio un respingo en el ropero cuando su lámpara reveló una figura alta y silenciosa de pie al fondo de la habitación, con los hombros sobresaliendo debajo de una abultada cabeza, pero resultó que sólo eran unos cuantos sobretodos gruesos de lana y un gorro colgando de una percha.
Cerrando las puertas tras él, el teniente bajó por la escalera hasta la bodega.
El tercer teniente John Irving, aunque parecía más joven de lo que era por su aspecto rubio y juvenil y sus mejillas que enrojecían con rapidez, no estaba enamorado de la mujer esquimal porque fuese un jovencito virgen y enamoradizo. En realidad, Irving tenía mucha más experiencia con el bello sexo que cualquiera de todos esos fanfarrones del barco que alardeaban en el castillo de proa de sus conquistas sexuales. El tío de Irving le había llevado a los muelles de Bristol cuando el chico cumplió los catorce años, le presentó a una puta muy limpia y agradable de los muelles que se llamaba Mol, y le pagó por la experiencia, que no fue un rápido intercambio de pie en un callejón, sino una tarde entera, una noche y una mañana en una habitación limpia bajo los aleros de una antigua posada que daba al puerto. Así el joven Irving había adquirido un gusto por el placer físico en el que había incurrido muchas veces desde entonces.
Tampoco se trataba de que el joven Irving tuviese mala suerte con las damas en la sociedad educada. Había cortejado a la hija más joven de la tercera familia más importante de Bristol, los Dunwitt-Harrison, y esa joven, Emily, le permitió e incluso inició unas intimidades personales por la que la mayoría de los muchachos jóvenes hubieran dado su huevo izquierdo, por haberlas experimentado a tal edad. Al llegar a Londres para completar su educación naval en artillería en el buque escuela de la artillería
HMS Excellent,
Irving pasó los fines de semana cortejando y disfrutando de la compañía de diversas jovencitas atractivas de la alta sociedad, incluyendo a la servicial Sarah, la tímida pero sorprendente Linda, y la asombrosa (en privado) Abigail Elisabeth Lindstrom Hyde-Berrie, con la cual el teniente de rostro juvenil pronto se encontró comprometido para contraer matrimonio.
Sin embargo, John Irving no tenía ninguna intención de contraer matrimonio. Al menos no mientras todavía tuviera veintitantos, porque su padre y su tío le habían enseñado que ésos eran los años en los cuales podía ver mundo y correrla..., y probablemente tampoco cuando tuviera los treinta. No veía ninguna razón por la que tuviera que casarse tampoco a los cuarenta. Así que, aunque Irving no había pensado enrolarse en el Servicio de Descubrimientos, ya que nunca le había gustado el frío, y la idea de quedarse helado en uno de los polos le resultaba tan absurda como espantosa, la semana después de despertarse y encontrarse comprometido, el tercer teniente siguió la iniciativa de sus antiguos amigos George Hodgson y Fred Hornby y se presentó junto con ellos a una entrevista para pedir el traslado al
HMS Terror.
El capitán Crozier, obviamente de mal humor y con resaca aquella bella mañana primaveral de sábado, los miró ceñudo, carraspeó con cara de pocos amigos y les sometió a un exhaustivo interrogatorio. Se rio de su aprendizaje como artilleros en un buque sin mástiles y les preguntó cómo podrían resultar útiles en un buque de exploración que sólo llevaba armas pequeñas. Luego les preguntó si pensaban «cumplir con su deber como ingleses», e Irving recordaba que pensó que no sabía qué podía significar aquello, cuando dichos ingleses se encontraban atrapados en un mar helado a miles de kilómetros de su hogar, y rápidamente les asignó sus literas.
La señorita Abigail Elisabeth Lindstrom Hyde-Berrie se sintió muy disgustada, por supuesto, y conmocionada al ver que su compromiso se prolongaría a lo largo de meses o incluso años, pero el teniente Irving la consoló primero asegurándole que el dinero extra del Servicio de Descubrimientos les sería de absoluta necesidad, y luego explicándole su ansia de aventuras y de fama y gloria que podían acabar en la escritura de un libro, a su regreso. La familia de ella sí que entendía esas prioridades, aunque no lo hiciera la señorita Abigail. Entonces, cuando se quedaron solos, él la consoló y enjugó sus lágrimas y aplacó su ira mediante abrazos, besos y expertas caricias. El consuelo llegó hasta unos extremos muy interesantes, de modo que el teniente Irving sabía que quizá fuese padre por aquel entonces, dos años y medio después. Pero no se sentía desdichado al decir adiós a la señorita Abigail algunas semanas después, cuando el
Terror
soltó las amarras y se vio impulsado por el tirón del vapor. La desconsolada damisela quedó de pie en el muelle de Greenhithe con su vestido de seda verde y rosa, bajo una sombrilla rosa y agitando un pañuelo a juego de seda rosa, aunque usó otro pañuelo más barato de algodón para secarse las copiosas lágrimas.
Sabía que sir John esperaba detenerse tanto en Rusia como en China después de sortear el paso del Noroeste, de modo que el teniente Irving ya había hecho planes para trasladarse a un buque de la Marina Real asignado a una de esas aguas, o incluso a pedir la dimisión de la Marina, escribir su libro de aventuras y ocuparse de los intereses de su tío en Shanghai en el comercio de la seda y de los sombreros de señora.
La bodega estaba oscura y más fría que la cubierta del sollado.
Irving odiaba la bodega. Le recordaba mucho más que su helada cucheta o la mal iluminada cubierta inferior a una tumba. Sólo bajaba cuando tenía que hacerlo, sobre todo para supervisar el almacenamiento y amortajamiento de los cadáveres, o de los trozos de cadáver, en la sala de Muertos. Cada vez se preguntaba si alguien supervisaría pronto el almacenamiento de su propio cadáver allí. Levantó la lámpara y se dirigió a popa atravesando el aire espeso y fangoso.
La sala de la caldera parecía vacía, pero el teniente Irving vio el cuerpo en el catre junto al mamparo de estribor. No ardía ninguna lámpara, sólo el débil resplandor rojo a través de la rejilla de una de las cuatro puertas cerradas de la caldera, y con aquella luz tan escasa, el largo cuerpo tendido en el catre parecía muerto. Los ojos abiertos del hombre miraban hacia arriba, al bajo techo, y no parpadeaba. Ni tampoco volvió la cabeza cuando Irving entró en la habitación y colgó la lámpara de un gancho junto al cubo del carbón.
—¿Qué le trae por aquí abajo, teniente? —preguntó James Thompson.
El ingeniero siguió sin mover la cabeza o parpadear. En algún momento del mes anterior había dejado de afeitarse, y ahora la barba brotaba por todas partes en su rostro delgado y blanco. Los ojos del hombre estaban hundidos en unas profundas ojeras. Llevaba el pelo revuelto y erizado por el hollín y el sudor. Casi se congelaba uno allí en la sala de la caldera, con los fuegos tan bajos, pero Thompson estaba echado sólo con los pantalones, la camiseta y los tirantes.
—Busco a
Silenciosa
—dijo Irving.
El hombre del catre siguió mirando al techo por encima de él.
—
Lady Silenciosa
—especificó el joven teniente.
—La bruja esquimal —dijo el ingeniero.
Irving se aclaró la garganta. El polvo de carbón era tan espeso allí que costaba respirar.
—¿La ha visto, señor Thompson? ¿Ha oído algo fuera de lo normal?
Thompson, que seguía sin parpadear ni volver la cabeza, se rio bajito. Aquel sonido resultaba perturbador, como si se agitaran unas piedrecillas en un tarro, y acabó en una tos.
—Escuche —dijo el ingeniero.
Irving volvió la cabeza. Sólo se oían los ruidos habituales, aunque más bajos allí que en la oscura bodega: el lento quejido del hielo presionando, el gruñido más intenso de los tanques de hierro y refuerzos estructurales a proa y a popa de la sala de la caldera, el quejido más distante de la ventisca muy por encima, el estruendo del hielo que caía y que transmitía una vibración por las cuadernas del barco, el repiqueteo de los mástiles que se sacudían en sus encajes, ruidos de rasguños esporádicos desde el casco, un siseo constante, chillidos y ruido de garras que arañan desde la caldera y las tuberías de su alrededor.
—Hay alguien o algo respirando en esta cubierta —continuó Thompson—. ¿Lo oye?
Irving se esforzó, pero no oyó respiración alguna, aunque la caldera emitía un ruido como el de alguien jadeando con fuerza.
—¿Dónde están Smith y Johnson? —preguntó el teniente. Eran los dos fogoneros que trabajaban las veinticuatro horas allí con Thompson.
El ingeniero yacente se encogió de hombros.
—Con tan poco carbón que palear estos días, sólo los necesito unas pocas horas. Paso la mayor parte del tiempo solo, gateando entre las tuberías y las válvulas, teniente. Reparando. Reemplazando. Intentando mantener en funcionamiento esta... «cosa». Que trabaje, que mueva agua caliente por la cubierta inferior unas pocas horas al día. Dentro de dos meses, de tres como máximo, ya no tendrá ninguna importancia. Realmente, ya no tenemos carbón para producir vapor. Pronto nos quedaremos sin carbón también para calentarnos.
Irving había oído decir eso mismo en el comedor de oficiales, pero le interesaba muy poco el tema. Tres meses parecían dentro de toda una vida. Ahora mismo, lo que tenía que hacer era asegurarse de que
Silenciosa
no estaba a bordo e informar al capitán. Luego, tenía que intentar encontrarla, si no estaba a bordo del
Terror
. Entonces tendría que sobrevivir otros tres meses. Se preocuparía por la escasez de carbón mas tarde.
—¿Ha oido los rumores, teniente? —preguntó el ingeniero. La forma alargada tendida en el catre aún no había parpadeado ni girado su cabeza para mirar a Irving.
—No señor Thompson, ¿que rumores?
—Que la…
cosa
del hielo, la aparición, el Demonio… viene al barco siempre que quiere y recorre la bodega por la noche, —dijo Thompson.
—No, —dijo el teniente Irving—, no he oido nada.
—Quédese aquí solo en la bodega unas cuantas guardias, —dijo el hombre del catre—, y oira y lo verá todo.
—Buenas noches señor Thompson. —Irving tomó su chisporroteante linterna y regresó hacia la escalerilla.
Quedaban pocos sitios donde buscar en la bodega e Irving tenía la intención de hacerun trabajo rápido. La sala de los Muertos estaba cerrada; el teniente no había pedido la llave al capitán y, tras asegurarse de que el pesado candado estaba intacto y bajo llave, siguió buscando. No quería ver qué era lo que causaba el rumor continuo tras la gruesa puerta de roble.
Los veintiún enormes tanques de agua alineados contra el casco no ofrecían espacio donde una esquimal pudiera esconderse, de forma que Irving continuó hacia el almacén de carbón, con su linterna amortiguada por el aire ennegrecido por el polvo de carbón en suspensión. Los sacos de carbón, que una vez llenaron cada depósito, apilados desde la sentina hasta los baos, ahora solo se alineaban en los bordes de los ennegrecidos depósitos, como pequeños diques de sacos de arena. No se podía imaginar a
Lady Silenciosa
haciendose un nuevo refugio en uno de aquellos hediondos, oscuros y pestilentes agujeros del infierno —el piso estaba inundado de agua infecta y las ratas corrían por todas partes—, pero tenía que mirar.
Cuando estaba acabando de buscar en las carboneras, el teniente Irving siguió hacia las cajas y barriles almacenados a proa, directamente bajo la zona de las coys de la tripulación y la enorme estufa del señor Diggle, dos cubiertas mas arriba. Una escalera aún mas estrecha bajaba desde la cubierta inferior a esta zona de almacén y toneladas de madera de reserva colgaban de las pesadas vigas, convirtiendo ese espacio en un laberinto y obligando al teniente a avanzar semi agachado, pero había muchas menos cajas, barriles y fardos que dos años y medio antes.
Pero más ratas. Muchas más.
Buscando entre las grandes cajas y dentro de algunas, mirando para asegurarse de que los barriles metidos en el agua residual estaban vacíos o sellados, Irving acababa de pasar en torno a la escalerilla vertical delantera cuando vio un relámpago blanco y oyó una áspera respiración, jadeos, y un roce y un movimiento frenético justo más allá del oscuro círculo de luz de la lámpara. Era algo grande, que se movía, y no era una mujer.