En realidad, los cuerpos apretados habían elevado la temperatura de la cubierta inferior al máximo desde que el
Erebus
empezó a quemar grandes cantidades de carbón y enviar al agua caliente por sus tuberías de calefacción, seis meses antes. Fitzjames también había intentado iluminar aquel lugar, habitualmente oscuro y ahumado, quemando aceite del barco a un ritmo frenético en no menos de diez lámparas colgadas que iluminaban el espacio más brillantemente que cualquier luz del sol que hubiese podido colarse a través de las claraboyas patentadas Preston que tenían sobre sus cabezas, más de dos años antes.
Los tripulantes hacían vibrar las oscuras vigas de roble con sus cánticos. A los marineros, Crozier lo sabía por sus más de cuarenta años de experiencia, les gustaba cantar en casi cualquier circunstancia. Incluso durante el oficio religioso, si todo lo demás fallaba. Crozier podía ver la parte superior de la cabeza del ayudante de calafatero Cornelius Hickey entre la multitud, mientras junto a él, agachado de tal modo que su cabeza y sus hombros no tocasen las vigas que tenía por encima, estaba el idiota gigantesco Magnus Manson, que aullaba el himno con un vozarrón tan desafinado que convertía los crujidos del hielo en el exterior en sonidos casi armónicos. Los dos compartían uno de los baqueteados libros de himnos que el sobrecargo Osmer les había tendido.
Finalmente acabaron los cánticos y se oyó un rumor de roce de pies, unas toses y unas gargantas que se aclaraban. El aire olía a pan recién hecho, porque el señor Diggle había acudido unas horas antes para ayudar al cocinero del
Erebus,
Richard Wall, a preparar unas galletas. Crozier y Fitzjames habían decidido que valía la pena gastar aquel extra de carbón, harina y aceite de lámparas en aquel día especial, si aquello ayudaba a levantar la moral de los hombres. Los dos meses más oscuros del invierno ártico estaban todavía por llegar.
Era ya el momento de los dos sermones. Fitzjames se había afeitado y empolvado cuidadosamente y había permitido a su mozo personal, el señor Hoar, que le entallase un poco el chaleco, que le venía grande, así como los pantalones y la chaqueta, de modo que ahora parecía tranquilo y apuesto con su uniforme y sus brillantes charreteras. Sólo Crozier, que estaba junto a él, veía que las manos pálidas de Fitzjames se cerraban y se abrían mientras colocaba su Biblia personal en el pulpito y la abría en los Salmos.
—La lectura de hoy
zerá
del
Taimo
cuarenta y
zeiz
—dijo el capitán Fitzjames.
Crozier hizo un gesto imperceptible de dolor ante el ceceo de clase alta que se había hecho más ostensible debido a la tensión.
Dioz ez nueztro refugio y nueztra fortaleza
y omniprezente ayuda en el peligro.
Por tanto, no temeremoz, aunque la tierra ze hunda,
y la montaña caiga en el corazón
del mar,
aunque zuz aguaz rujan y ezpumeen
y laz montañaz ze eztremezcan con zu
zurgimiento.
Hay un río cuyaz corrientez alegran
la ciudad de Dioz,
el lugar zagrado donde mora lo Máz Elevado.
Dioz eztá en ella, ella no caerá;
Dioz la ayudará al nacer el día.
Laz nacionez eztán revueltaz, los reinoz caen;
él alza zu voz, la tierra ze funde.
El Zeñor Todopoderozo eztá con nozotroz; el Dioz de Jacob ez nueztra fortaleza.
Venid y ved laz obraz del Z
EÑOR,
laz dezolazionez que ha traído a la Tierra.
Él hace que cezen laz guerraz hazta el fin de la lanza,
él hace arder loz ezcudoz con zu fuego.
«Queda en paz, y zabe que yo zoy Dioz; yo zeré
exaltado entre laz nazionez,
zeré exaltado en la Tierra.»
El Z
EÑOR
Todopoderozo eztá con nozotroz; el Dioz de Jacob ez nueztra fortaleza.
Los hombres rugieron «amén» y movieron los pies, que tenían bien calientes, apreciativamente.
Era el turno de Francis Crozier.
Los hombres estaban callados, tanto por curiosidad como por respeto. Los marineros del
Terror
reunidos en aquella asamblea sabían que la idea de su capitán de lectura para el oficio religioso era una solemne recitación del Reglamento Naval («si un hombre se niega a obedecer las órdenes de un oficial, aquel hombre será azotado o ejecutado, el castigo será decidido por el capitán. Si un hombre comete sodomía con otro miembro de la tripulación o un miembro del ganado del buque, ese hombre será ejecutado...» y así sucesivamente). Los artículos del Reglamento Naval tenían el adecuado peso y resonancia bíblicos y servían bien para el propósito de Crozier.
Pero aquel día no. Crozier buscó en el estante bajo el pulpito y sacó un libro grueso, encuadernado en piel. Lo colocó con un firme golpe de autoridad.
—Hoy —empezó—, leeré una parte del
Libro del Leviatán.
Parte primera, capítulo doce.
Hubo un murmullo entre la multitud de marineros. Crozier oyó murmurar a un marinero desdentado del
Erebus
en la tercera fila: «Conozco la puta Biblia y no hay ningún puto
Libro del
Leviatán».
Crozier esperó a que se hiciera el silencio y empezó.
—«Y en cuanto a esa parte de la religión que consiste en opiniones concernientes a la naturaleza de los Poderes Invisibles...»
La voz de Crozier y la cadencia del Antiguo Testamento no dejaban duda alguna en cuanto a qué palabras debían ponerse con mayúsculas.
—«... no existe nada con tal nombre que no haya sido estimado entre los gentiles, en un lugar o en otro, como Dios o diablo; ni lugar donde sus poetas no hayan fingido verse animados o habitados, o poseídos por algún espíritu u otro. La materia informe del mundo era un dios, cuyo nombre era Caos. El Cielo, el Océano, los Planetas, el Fuego, la Tierra y los Vientos eran otros tantos dioses. Hombres, mujeres, un ave, un cocodrilo, un ternero, un can, una serpiente, una cebolla, un puerro, deificados. Además, llenaban casi todos los lugares con espíritus llamados
daemons:
las llanuras con Pan y Panises o sátiros; los bosques con faunos y ninfas; los mares con tritones y otras ninfas; cada río y fuente, con un fantasma que llevaba su nombre, y con ninfas; cada casa con sus lares, o familiares; cada hombre, con su
genius;
el Infierno, con fantasmas y oficiales espirituales, como Caronte y Cerbero, y las furias; y por la noche, todos los lugares con larvas y lémures, fantasmas de hombres difuntos y un reino entero de hadas y cocos. También han adscrito divinidad y construido templos a simples accidentes o cualidades, como el Tiempo, Noche, Día, Paz, Concordia, Amor, Contención, Virtud, Honor, Salud, Óxido, Fiebre y cosas semejantes, a los cuales cuando había que rezar por algo, o contra algo, rezaban, como si hubiera fantasmas de aquellos nombres colgando sobre sus cabezas y dejando caer o reteniendo ese bien o mal a favor o en contra de aquellos que rezaban. Invocaban también a su propio ingenio, mediante el nombre de musas; a su propia ignorancia, con el nombre de Fortuna; a su propia lujuria, con el nombre de Cupido; a su propia rabia, con el nombre de Furias; a sus propias partes privadas, con el nombre de Príapo; y atribuían sus poluciones a íncubos y súcubos, ya que no había nada que un poeta no pudiera introducir como persona en su poema, nada que no pudieran convertir, o bien en Dios, o bien en diablo.»
Crozier hizo una pausa y miró a las caras blancas que le contemplaban.
—Y así concluye la parte primera, capítulo doce, del
Libro del Leviatán
—dijo, y cerró el grueso volumen.
—Amén —corearon los felices marineros.
Los hombres comieron galletas calientes y raciones enteras de su amado cerdo en salazón para cenar aquella tarde, y los cuarenta marineros extra procedentes del
Terror
se amontonaron en torno a las tablas bajas o usaron los barriles como superficie y unos baúles como sillas. El ruido era tranquilizador. Todos los oficiales de ambos buques comieron a popa, sentados en torno a la larga mesa en el antiguo camarote de sir John. Además del requerido zumo de limón antiescorbútico de aquel día (el doctor McDonald ya empezaba a temer que los barriles de cinco galones estuviesen perdiendo su potencia) los marineros recibieron una ración extra de ron cada uno, antes de cenar. El capitán Fitzjames había recurrido a las reservas extraordinarias del barco y proporcionó a los oficiales y suboficiales tres buenas botellas de Madeira y dos de brandy.
Sobre las tres de la tarde, hora civil, los del
Terror
se abrigaron bien, dijeron adiós a sus compañeros del
Erebus
y subieron por la escala principal, a la lona congelada de arriba, y luego bajaron al hielo y la nieve hacia la oscuridad, para el largo camino de vuelta a casa, bajo la aurora boreal, que todavía resplandecía. Hubo susurros y comentarios entre las filas acerca del sermón del
Leviatán.
La mayoría de los hombres estaban seguros de que aquello estaba en alguna parte de la Biblia, pero viniera de donde viniese, nadie estaba demasiado seguro de lo que había querido decir su capitán, aunque las opiniones eran diversas, después de la doble ración de ron. Muchos de los hombres todavía toqueteaban sus fetiches de la buena suerte de dientes y garras de oso.
Crozier, que dirigía la columna, estaba casi seguro de que al volver encontrarían a Edward Little y a los guardias asesinados, al doctor McDonald hecho pedazos y al señor Thompson, el ingeniero, desmembrado y repartido por las tuberías y válvulas de su inútil máquina de vapor.
Pero todo estaba bien. Los tenientes Hodgson e Irving les entregaron los paquetes de galleta y carne que estaban calientes aún cuando abandonaron el
Erebus,
hacía casi una hora. Los hombres que habían quedado de guardia pasando frío tomaron en primer lugar sus raciones extra de grog.
Aunque hacía mucho frío, ya que el calor relativo de la atestada cubierta inferior del
Erebus
hacía que el frío exterior pareciera mucho peor, Crozier se quedó en cubierta hasta que cambió la guardia. El oficial al que le tocaba entonces era Thomas Blanky el patrón del hielo. Crozier sabía que los hombres de abajo estarían pasando su tiempo libre del domingo, muchos ya esperando el té de la tarde y luego la cena con su triste ración de «Pobre John» (bacalao salado y hervido con galleta) con la esperanza de que hubiera una onza de queso con su media pinta de cerveza Burton.
El viento arreciaba, echando la nieve por encima de los campos de hielo con seracs desparramados en aquel lado del enorme iceberg que bloqueaba la vista del
Erebus
hacia el nordeste. Las nubes ocultaban la aurora y las estrellas. La tarde se hacía mucho más oscura. Al final, pensando en el whisky que tenía en su camarote, Crozier se fue abajo.
Blanky
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
5 de diciembre de 1847
Media hora después de que el capitán y los otros hombres que habían regresado del oficio religioso en el
Erebus
volviesen abajo, Tom Blanky no veía las linternas de la guardia ni el palo mayor debido a la nieve que llevaba el viento. El patrón del hielo se alegraba de que hubiese empezado a soplar cuando lo hizo; una hora antes, y el camino de vuelta del
Erebus
habría sido muy jodido.
En la guardia de babor, bajo el mando del señor Blanky, aquella noche oscura estaba Alexander Berry, de treinta y cinco años de edad, un hombre que no era especialmente inteligente pero sí formal y fiable en las jarcias, así como John Handford y David Leys. Este último hombre, Leys, ahora de guardia a proa, acababa de cumplir cuarenta en noviembre y los hombres habían celebrado una fiesta en el castillo de proa para él. Pero Leys no era el mismo que se había enrolado en el Servicio de Descubrimientos dos años y medio antes. A principios de noviembre, justo unos pocos días antes de que el soldado Heather hubiera acabado con los sesos desparramados mientras hacía guardia a estribor y el joven Bill Strong y Tom Evans hubiesen desaparecido, Davey Leys simplemente se había ido a su hamaca y había dejado de hablar. Durante casi tres semanas, Leys se quedó «ido», con los ojos abiertos, mirando a la nada, sin responder a las voces, llamas, sacudidas, gritos o pellizcos. Durante la mayor parte de ese tiempo estuvo en la enfermería, echado junto al pobre soldado Heather, que de alguna manera conseguía seguir respirando aunque tenía el cráneo abierto y había perdido parte de los sesos. Mientras Heather yacía allí jadeando, Davey continuaba echado en silencio, mirando sin parpadear hacia el techo, como si ya estuviera muerto.
Luego, igual que había empezado, el ataque terminó, y Davey volvió otra vez a ser como antes. O casi. Había recuperado el apetito, ya que casi había perdido nueve kilos durante el tiempo que pasó fuera de su cuerpo, pero el antiguo sentido del humor de Davey Ley había desaparecido, y también su sonrisa fácil, juvenil, y su disposición a participar en las conversaciones del castillo de proa durante las tardes libres o la cena. Del mismo modo, el pelo de Davey, que era de un marrón rojizo intenso la primera semana de noviembre, se había vuelto completamente blanco cuando salió de su espanto. Algunos de los hombres decían que
Lady Silenciosa
le había echado un maleficio a Leys.
Thomas Blanky, patrón del hielo desde hacía más de treinta años, no creía en maleficios. Se avergonzaba de los hombres que llevaban garras, dientes y rabos de osos polares como amuletos contra el mal de ojo. Sabía que algunos de los hombres menos educados, centrados en torno al ayudante del calafatero, Cornelius Hickey, que a Blanky nunca le había gustado ni respetaba, hacían correr la voz de que la Criatura dej Hielo era una especie de demonio o diablo
(«Daemon»
o «diablo», como su capitán había dicho que se pronunciaban en aquel extraño
Libro de Leviatán),
y algunos en torno a Hickey estaban haciendo ya sacrificios al monstruo, colocándolos en el exterior del pañol de cables, en la bodega, donde, según sabía todo el mundo, estaba
Lady Silenciosa
, que obviamente era una bruja esquimal, y que parecía ser gran sacerdotisa de aquel culto, o más bien Hickey era el sacerdote y Manson el acólito, que hacía todo lo que decía Hickey, y ambos parecían ser los únicos a los que se permitía llevar las diversas ofrendas abajo, a la bodega. Blanky había bajado a aquella oscuridad, helada y con un hedor sulfuroso recientemente; le dio mucho asco ver pequeños platos de peltre con comida, velas a medio quemar y diminutas copitas de ron.