El Terror (81 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
7.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Porque Tú conoces, Señor, los secretos de nuestros corazones; no cierres tus oídos misericordiosos a nuestras plegarias, y líbranos, oh, Dios Santísimo, oh Dios Todopoderoso, oh Santo y misericordioso Salvador, Juez Eterno y Sabio, y no nos dejes sufrir, en nuestra última hora, los dolores de la muerte apartándonos de ti.

La voz de Fitzjames se apagó. Retrocedió desde la tumba.

Crozier, sumido en sus ensoñaciones, se quedó de pie un momento hasta que un roce de pies le hizo darse cuenta de que había llegado el momento de su intervención en el servicio.

Se adelantó hasta la cabecera de la tumba.

»Aquí entregamos pues el cuerpo de nuestro amigo y oficial John Irving a las profundidades —gruñó, recitando también de memoria, una memoria demasiado clara por las innumerables repeticiones a pesar del velo de fatiga que nublaba su mente—, para que se convierta en corrupción, esperando la resurrección de los cuerpos y el momento en que el mar y la tierra nos devuelvan a sus muertos. —El cuerpo bajó el metro escaso. Crozier arrojó un puñado de helada tierra encima. La grava hizo un ruido extraño, áspero, al aterrizar en la lona encima del rostro de Irving y deslizarse a los lados—. Y la vida del mundo venidero, a través de nuestro Señor Jesucristo, que a su llegada transformará nuestro vil cuerpo mortal, y lo transformará para que sea como su glorioso cuerpo, según su voluntad omnipotente, ya que El somete todas las voluntades a la suya.

El servicio había concluido. Los cabos se habían retirado.

Los hombres patalearon para descongelar los pies, se encasquetaron las gorras y los sombreros y se envolvieron con más fuerza las pañoletas, y desfilaron de vuelta entre la niebla hacia el campamento
Terror
para tomar su cena caliente.

Hodgson, Little, Thomas, Des Voeux, Le Vesconte, Blanky, Peglar y unos pocos oficiales más se quedaron, despidiendo al séquito de marineros que esperaba para enterrar el cuerpo. Los propios oficiales echaron tierra con las palas y empezaron a colocar la primera capa de piedras. Querían que Irving fuese enterrado lo mejor posible, dadas las circunstancias.

Cuando acabaron, Crozier y Fitzjames se alejaron de los demás. Tomarían su cena mucho más tarde, porque por ahora habían pensado caminar los cerca de tres kilómetros que había hasta el cabo Victoria, donde Graham Gore había dejado su cilindro de latón con un optimista mensaje en el antiguo mojón de James Ross, casi un año antes.

Crozier planeaba dejar escrito allí aquel mismo día cuál había sido el destino de su expedición en los últimos diez meses y medio, desde que se escribió la nota de Gore, y qué pensaban hacer a continuación.

Abriéndose camino cansadamente entre la niebla y oyendo una de las campanas del buque que llamaba para cenar en alguna parte detrás de ellos, porque, por supuesto, se habían llevado las campanas del
Erebus
y del
Terror
en las balleneras arrastradas por el mar helado cuando abandonaron los buques, Francis Crozier esperaba por lo más sagrado ser capaz de decidir qué curso de acción iban a seguir cuando Fitzjames y él llegasen al mojón. Y si no era capaz, pensó, temía que podía echarse a llorar.

42

Peglar

Latitud 69° 37' 42" N — Longitud 98° 41' O

25 de abril de 1848

No había el suficiente pescado o foca en el trineo para servir como plato principal para noventa y cinco o cien hombres, ya que algunos estaban demasiado enfermos para comer nada sólido, y aunque el señor Diggle y el señor Wall tenían el récord de milagros de los panes y los peces con los limitados recursos del buque, en aquella ocasión no tuvieron éxito del todo, especialmente dado que parte de la comida del trineo esquimal estaba particularmente putrefacta, pero todos los hombres probaron un poco de la sabrosa grasa o de pescado junto con las sopas preparadas Goldner o los estofados o las verduras.

Harry Peglar disfrutó de la comida aunque temblaba de frío al comer y sabía que aquello sólo le provocaría una diarrea que le estaba destruyendo día a día.

Después de la comida y antes de iniciar sus deberes previstos, Peglar y el mozo John Bridgens salieron a caminar juntos con sus pequeños vasitos de té tibio. La niebla ahogaba sus propias voces, aunque parecía amplificar los sonidos más lejanos. Podían oír a los hombres discutiendo mientras jugaban a las cartas, en una de las tiendas del extremo más alejado del campamento
Terror
. Desde el noroeste, la dirección en la que se habían encaminado los dos capitanes antes de cenar, llegaba el retumbar como de artillería de los truenos allá fuera, en la banquisa. Ese ruido llevaba todo el día resonando, pero no había llegado ninguna tormenta.

Los dos hicieron una pausa ante la larga fila de botes y de trineos colocados encima del hielo caído que formaría la línea de costa de la ensenada si algún día se fundía el hielo.

—Dime, Harry —dijo Bridgens—, ¿cuál de estos botes nos llevaremos, cuando tengamos que ir de nuevo por el hielo?

Peglar bebió un poco de té y señaló.

—No estoy seguro del todo, pero creo que el capitán Crozier ha decidido llevarse diez de los dieciocho que hay. No tenemos hombres suficientes para más botes.

—Entonces, ¿por qué hizo que arrastraran los dieciocho botes hasta el campamento
Terror
?

—El capitán Crozier pensó en la posibilidad de que tuviéramos que quedarnos en el campamento
Terror
otros dos o tres meses, quizá dejando que se fundiera el hielo alrededor de esta zona. Cuantos más botes hubiera, mejor provistos estaríamos, manteniendo algunos en reserva incluso por si otros resultaban dañados. Y además podíamos cargar mucha más comida, tiendas y suministros en dieciocho botes. Con más de diez hombres en cada bote ahora ya estará condenadamente estrecho, y tendremos que dejar gran parte de las provisiones aquí.

—Pero ¿crees que nos iremos hacia el sur con sólo diez botes, Harry? ¿Y pronto?

—Espero que sí, por lo más sagrado —dijo Peglar.

Le dijo a Bridgens lo que había visto aquella mañana, lo que Goodsir había dicho de que los estómagos de los esquimales estaban llenos de carne de foca, igual que el de Irving, y que el capitán había tratado a los presentes, exceptuando quizás a los marines, como posible tribunal de investigación. Añadió que el capitán les había hecho jurar que guardarían el secreto.

—Creo —dijo John Bridgens— que el capitán Crozier no está convencido de que los esquimales matasen al teniente Irving.

—¿Cómo? ¿Quién pudo si no...?

Peglar se detuvo. El frío y la náusea que ahora le acompañaban siempre parecieron aumentar de pronto e invadirle. Tuvo que apoyarse contra una ballenera para evitar que se le doblaran las rodillas. No había pensado ni por un instante que otra persona que no fueran los salvajes pudiese haber hecho lo que había visto que le habían hecho a John Irving. Pensó en el montón de intestinos congelados en la cresta.

—Richard Aylmore va diciendo por ahí que los oficiales nos han traído a este desastre —dijo Bridgens, con una voz tan baja que apenas era un susurro—. Le dice a todo el mundo que sabe que no le denunciará que hay que matar a los oficiales y repartir las raciones extra de comida entre los hombres. Aylmore en nuestro grupo y el ayudante del calafatero en el tuyo dicen que debemos volver al
Terror
de inmediato.

—Volver al
Terror...
—repitió Peglar.

El hombre sabía que tenía la mente embotada por la enfermedad y el cansancio de aquellos días, pero la idea no tenía ningún sentido. El barco estaba atrapado en el hielo muy lejos, y seguiría allí durante muchos meses más, aunque aquel año el verano se dignara hacer su aparición.

—¿Por qué no me entero yo de esas cosas, John? No he oído esos comentarios sediciosos.

Bridgens sonrió.

—Porque no confían en ti para contártelo, mi querido Harry.

—¿Y en ti sí que confían?

—Claro que no. Pero yo lo oigo «todo», tarde o temprano. Los mozos son invisibles, como sabrás, ya que no son ni carne ni pescado, ni una cosa ni otra. Por cierto, hemos tomado una comida deliciosa, ¿verdad? Quizá la última comida relativamente fresca que comeremos ya.

Peglar no respondió. Su mente iba a toda velocidad.

—¿Qué podemos hacer para advertir a Fitzjames y a Crozier?

—Ah, ellos ya tienen esa información sobre Aylmore y Hickey y los demás —dijo el viejo mozo, despreocupadamente—. Nuestros capitanes tienen sus propias fuentes entre la marinería y conocen los rumores.

—Los rumores llevan tiempo bien congelados —dijo Peglar.

Bridgens soltó una risita.

—Parece una buena metáfora, Harry, y mucho más irónica debido a su literalidad. O al menos un eufemismo divertido.

Peglar meneó la cabeza. Todavía sentía náuseas ante la idea de que entre toda aquella enfermedad y terror, un hombre entre ellos pudiera volverse hacia otro.

—Dime, Harry —dijo Bridgens, dando unos golpecitos al casco invertido de la primera ballenera con su gastado guante—, ¿cuál de estos botes nos llevaremos y cuál dejaremos?

—Las cuatro balleneras vendrán, seguro —dijo Peglar, ausente, rumiando todavía las historias de motines y lo que había visto aquella mañana—. Los esquifes son igual de largos que las balleneras, pero son condenadamente pesados. Si yo fuera el capitán, quizá los dejaría y me llevaría los cuatro cúteres. Sólo tienen siete metros y medio de largo, pero son mucho más ligeros que las balleneras. Pero su calado igual es excesivo para el río del Gran Pez, si es que podemos llegar hasta allí. Los botes y chalupas más pequeños de los dos barcos son demasiado ligeros para mar abierto, y demasiado frágiles para sacarlos y meterlos y navegar por el río.

—De modo que las cuatro balleneras, cuatro cúteres y dos pinazas, ¿tú crees? —preguntó Bridgens.

—Sí —dijo Peglar, y tuvo que sonreír. A pesar de todos los años pasados en alta mar y los miles de volúmenes que llevaba leídos, el mozo de suboficiales John Bridgens seguía sabiendo muy poco de algunos temas náuticos—. Creo que serían esos diez, sí, John.

—En el mejor de los casos —dijo Bridgens—, si se recuperan la mayoría de los enfermos, eso nos deja sólo a diez de nosotros para tripular cada bote. ¿Podemos hacerlo, Harry?

Peglar meneó la cabeza.

—No será como la travesía del hielo desde el
Terror,
John.

—Bueno, gracias al Señor por esa pequeña bendición.

—No, quiero decir que casi con toda seguridad habrá que cargar esos botes por tierra en lugar de por hielo marino. Será mucho más pesado que la travesía desde el
Terror,
porque ahí arrastrábamos sólo dos botes cada vez, y podíamos poner tantos hombres en cada equipo como necesitábamos en las partes más duras. Y los botes ahora estarán mucho más cargados que antes con las provisiones y los enfermos. Sospecho que necesitaremos veinte o más en cada arnés por cada bote transportado. Aun así, tendremos que llevar los diez botes por etapas.

—¿Etapas? —dijo Bridgens—. Dios mío, nos costará una eternidad mover diez botes si hemos de retroceder y avanzar constantemente. Y cuanto más débiles y enfermos estemos, más despacio avanzaremos.

—Sí —dijo Peglar.

—¿Existe alguna oportunidad de que llevemos esos botes todo el camino hasta el río del Gran Pez y luego río arriba hasta el lago Gran Esclavo y el puesto que hay allí?

—Lo dudo —dijo Peglar—. Quizá si unos pocos sobrevivimos el tiempo suficiente para llevar los botes hasta la boca del río y son los botes adecuados y están aparejados perfectamente para la navegación fluvial y..., pero no, dudo de que exista ninguna posibilidad real.

—Entonces, ¿por qué demonios el capitán Crozier y Fitzjames nos han hecho soportar todo este trabajo y este sufrimiento si no hay posibilidades? —preguntó Bridgens. La voz del hombre no sonaba agraviada, ni ansiosa ni desesperada, sino simplemente curiosa.

Peglar había oído a John hacer mil preguntas sobre astronomía, historia natural, geología, botánica, filosofía y un montón de temas más con aquel mismo tono suave, ligeramente curioso. En la mayor parte de las demás preguntas, era el profesor quien sabía la respuesta e interrogaba a su alumno de una forma educada. Aquí, Peglar estaba seguro de que John Bridgens no sabía la respuesta a aquella pregunta.

—¿Qué alternativa había? —preguntó el capitán de la cofa de trinquete.

—Podíamos quedarnos aquí, en el campamento
Terror
—dijo Bridgens—. O incluso volver al
Terror,
una vez nuestro número hubiera... descendido.

—¿Y qué íbamos a hacer? —preguntó Peglar—. ¿Esperar la muerte?

—Esperar cómodamente, Harry.

—¿A morir? —dijo Peglar, dándose cuenta de que casi gritaba—. ¿Quién cojones quiere esperar cómodamente la muerte? Al menos podemos llevar los botes hasta la costa, cualquier bote, y alguno de nosotros puede tener una oportunidad. Podría haber agua abierta al este de Boothia. Y los que lo lograran al menos serían capaces de contar al resto de nuestros seres queridos lo que nos había ocurrido, dónde estábamos enterrados y que pensamos en ellos hasta el final.

—Pero tú eres mi ser querido, Harry —dijo Bridgens—. El único hombre, mujer o niño que queda en el mundo a quien le importa si yo estoy vivo o muerto, y lo que he pensado antes de caer o dónde están mis huesos.

Peglar, todavía furioso, notaba que el corazón le golpeaba en el pecho.

—Tú me vas a sobrevivir, John.

—Ah, a mi edad y con mis padecimientos y mi propensión a la enfermedad, no creo que...

—Me vas a sobrevivir, John —graznó Peglar. Se sorprendió a sí mismo por la intensidad de su voz. Bridgens parpadeó y se quedó callado. Peglar cogió la muñeca del hombre mayor—. Prométeme que harás una cosa por mí, John.

—Por supuesto.

No había ni rastro de las habituales bromas o ironías en la voz de Bridgens.

—Mi diario... no es gran cosa, incluso me cuesta pensar, y mucho más escribir, estos días... Estoy muy enfermo con ese maldito escorbuto, John, y al parecer me confunde el cerebro..., pero he seguido llevando el diario durante los últimos tres años. Mis pensamientos están todos en él. Todos los acontecimientos que hemos experimentado están ahí reflejados. Si puedes cogerlo cuando yo... te deje..., para llevártelo contigo a Inglaterra, te lo agradecería.

Bridgens se limitó a asentir.

—John —dijo Harry Peglar—, creo que el capitán Crozier pronto decidirá que nos pongamos en marcha. Muy pronto. Él sabe que cada día que esperamos aquí nos debilitamos más. Pronto no seremos capaces de mover los botes en absoluto. Empezaremos a morirnos a docenas aquí, en el campamento
Terror
, antes de que pase mucho tiempo, y no hará falta que venga la criatura del hielo para llevarnos o matarnos en nuestras camas.

Other books

Bookplate Special by Lorna Barrett
Moonfall by Jack McDevitt
Rarity by D. A. Roach
Waterfall by Lisa Tawn Bergren
Hide From Evil by Jami Alden
Painting Sky by Rita Branches
GRINGA by Eve Rabi