La ropa larga y los abrigos también eran una bendición, porque ocultaban las pruebas más evidentes de la sangría de Blanky ante el capitán y los demás, pero a mediados de junio hacía demasiado calor para llevar los abrigos mientras tiraban de los arneses, de modo que toneladas de ropas empapadas de sudor y de capas de lana se apilaban en los botes de los que tiraban. Los hombres a menudo tiraban en mangas de camisa en los momentos más cálidos del día, y se iban poniendo más capas a medida que la temperatura de la tarde bajaba. Blanky había bromeado con ellos cuando le preguntaron por qué seguía llegando sus largos abrigos. «Yo soy de sangre fría, muchachos —decía, riendo—. Mi pata de palo me transmite el frío del suelo. No quiero que me veáis tiritar.»
Sin embargo, al final se tuvo que quitar el abrigo. Como Blanky se esforzaba tanto sólo por mantener la marcha y el dolor de su torturado muñón le hacía sudar aunque estuviese completamente quieto, no podía soportar ya el hielo y el deshielo sucesivos de todas esas capas de ropa.
Cuando los hombres vieron que le salía sangre no dijeron nada. Tenían sus propios problemas. La mayoría sangraban por el escorbuto.
Crozier y Little a menudo llamaban a Blanky y a James Reid a un lado, pidiéndoles a los patrones del hielo su opinión profesional sobre el hielo más allá de la barrera del iceberg o de la costa. Una vez que habían vuelto a dirigirse hacia el este, a lo largo de la costa sur de aquel cabo que sobresalía kilómetros hacia el oeste y al sur de la cala del Consuelo, probablemente añadiendo más de treinta kilómetros a su camino hacia el sur, Reid era de la opinión de que el hielo entre esa parte de la Tierra del Rey Guillermo y la tierra firme, ya estuviese la Tierra del Rey Guillermo conectada a la tierra firme o no, sería mucho más lenta de atravesar que la banquisa al noroeste, donde las condiciones eran más dinámicas llegado el deshielo veraniego.
Blanky era más optimista. Señaló que los icebergs amontonados a lo largo de aquella costa meridional se estaban volviendo más pequeños cada vez. Mientras antes eran una barrera importante que separaba la costa del mar de hielo, ese muro de icebergs ya no suponía un obstáculo mayor que un puñado de seracs bajos. El motivo, le dijo Blanky a Crozier, y Reid estuvo de acuerdo en ello, era que aquel cabo de la Tierra del Rey Guillermo estaba protegiendo aquel trecho de mar y de costa, o quizá de golfo y de costa, del río de hielo como un glaciar que había ido vertiéndose hacia el sur incesantemente desde el noroeste sobre el
Erebus
y el
Terror
e incluso por encima de la costa junto al campamento
Terror
. Aquella presión incesante del hielo, señaló Blanky, había ido fluyendo hacia abajo desde el mismísimo Polo Norte. Todo estaba mucho más abrigado allá, al sur del cabo más suroccidental de la Tierra del Rey Guillermo. Quizás el hielo se abriera pronto allí.
Reid le miró de una forma extraña cuando Blanky opinó de ese modo. Blanky sabía que el otro patrón del hielo estaba pensando: «Ya sea un golfo o un estrecho lo que conduzca a la ensenada de Chantrey y a la boca del río Back, el hielo normalmente se rompe en último lugar en un espacio confinado».
Reid habría tenido razón si hubiese expresado esa opinión en voz alta ante el capitán Crozier..., pero no lo había hecho, obviamente porque no quería contradecir a su amigo y compañero patrón del hielo, pero Blanky seguía mostrándose optimista. En realidad, Thomas Blanky había sido optimista de corazón y de espíritu todos los días desde aquella oscura noche del 5 de diciembre del invierno pasado en que se consideró un hombre muerto mientras la criatura del hielo le perseguía desde el
Terror
hacia el bosque de seracs.
Dos veces la criatura había intentando matarle. Y dos veces lo único que había perdido Thomas Blanky eran partes de una pierna.
Siguió cojeando, llevando bromas, animación y ocasionalmente alguna brizna de tabaco o una astilla de buey congelado a los hombres más cansados y deshechos. Sus compañeros de tienda valoraban su presencia, y él lo sabía. Hacía su turno de guardia en las noches, cada vez más breves, y llevaba una escopeta mientras iba cojeando dolorosamente junto a la procesión de botes de la mañana, como guardia, aunque Thomas Blanky sabía, mejor que cualquier otro ser viviente, que una simple escopeta no detendría jamás a la Bestia del
Terror
cuando finalmente se acercase a reclamar a su siguiente víctima.
Las torturas de la Larga Marcha iban en aumento. No sólo los hombres se iban muriendo lentamente de inanición, de escorbuto y de exposición a los elementos, sino que también hubo otras dos bajas por la terrible muerte por envenenamiento que se había llevado al capitán Fitzjames: John Cowie, el fogonero que había sobrevivido a la invasión de la cosa en el
Erebus
el 9 de marzo, murió chillando entre calambres y dolores y la silenciosa parálisis; fue el 10 de junio. Dos días más tarde, Daniel Arthur, el timonel del
Erebus,
de treinta y ocho años de edad, cayó con dolores abdominales y murió con los pulmones paralizados sólo ocho horas después. Sus cuerpos no se llegaron a enterrar propiamente, y la procesión sólo hizo una pausa suficiente para introducir ambos cadáveres en la poca lona que quedaba y para apilar unas piedras encima.
Richard Aylmore, objeto de gran especulación desde la muerte del capitán Fitzjames, casi no mostraba señal alguna de enfermedad. Los rumores decían que mientras a todos los demás se les había prohibido tomar comidas calientes de los artículos enlatados y sufrían el escorbuto mucho más por ese motivo, a Aylmore se le había ordenado que compartiese las raciones de su comida en lata con Cowie y Arthur. Aparte de la obvia respuesta del envenenamiento activo y deliberado, nadie podía imaginarse por qué las latas Goldner iban a matar de forma horrible a tres hombres y dejar a Aylmore intacto. Pero mientras todo el mundo sabía que Aylmore odiaba al capitán Fitzjames y al capitán Crozier, nadie veía el motivo para que el mozo de la santabárbara envenenase a unos compañeros suyos.
A menos que quisiera quedarse su parte de la comida al morir ellos.
Henry Lloyd, el ayudante del doctor Goodsir en la enfermería, era uno de los hombres que llevaban en los botes, aquellos días, ya que estaba muy enfermo de escorbuto, había vomitado sangre y sus propios dientes; de modo que, como Blanky era uno de los pocos hombres, aparte de Diggle y Wall, que seguían con los botes después del viaje de la mañana, intentaba ayudar al buen doctor.
Cosa rara, ahora que la temperatura era casi tropical de tan cálida, había más casos de congelación. Los hombres sudorosos que se habían quitado las chaquetas y guantes continuaban tirando de los arneses con el frío de la tarde interminable, con el sol colgado en el cielo casi hasta medianoche, ahora, y se sorprendían al ver que la temperatura había bajado a veintiséis bajo cero durante sus esfuerzos. Goodsir estaba tratando constantemente dedos y trozos de piel blancos por la congelación, o muertos y negros por la podredumbre.
La ceguera del sol o unos dolores de cabeza espantosos causados por el resplandor del sol afectaban a la mitad de los hombres. Crozier y Goodsir iban desplazándose arriba y abajo por las filas de los hombres con sus arneses durante la mañana, convenciéndolos para que se pusieran las gafas, pero los hombres odiaban aquellas monstruosidades de tela metálica. Joe Andrews, capitán de la bodega del
Ere
bus
y antiguo amigo de Tom Blanky, decía que llevar aquellas malditas gafas era tan difícil y cansado como intentar ver a través de unas bragas de mujer de seda negra, pero mucho menos divertido.
La ceguera del sol y los dolores de cabeza se estaban convirtiendo en un grave problema en la marcha. Algunos de los hombres pedían láudano al doctor Goodsir cuando les atacaba el dolor de cabeza, pero el cirujano les decía que no quedaba. Blanky, a quien enviaban a menudo a buscar medicinas al baúl cerrado del doctor, sabía que Goodsir mentía. Quedaba un pequeño frasco de láudano, sin marcar. El patrón del hielo sabía que el cirujano lo guardaba para alguna ocasión terrible..., ¿para aliviar las últimas horas del capitán Crozier? ¿O del propio cirujano?
Otros hombres sufrían los tormentos del infierno por las quemaduras solares. Todo el mundo llevaba las manos llenas de ampollas rojas. También tenían las caras y los cuellos rojos, pero algunos hombres que se habían quitado la camisa durante un período de tiempo, aunque fuese muy breve —en el intolerable calor del mediodía, cuando las temperaturas estaban por encima de la congelación—, aquella misma tarde veían que su piel, blanca como la leche después de tres años de oscuridad y encierro, ardía, se enrojecía y rápidamente se cubría de ampollas supurantes.
El doctor Goodsir reventaba las ampollas con su bisturí y trataba las llagas abiertas con un ungüento que a Blanky le olía a grasa de ejes.
Para el momento en que los noventa y cinco supervivientes se encaminaban hacia el este a lo largo de la costa sur del cabo, a mediados de junio, casi todos los hombres estaban a punto de desfallecer. Mientras algunos hombres tiraban de los trineos terriblemente pesados, con los botes encima de ellos y las balleneras completamente cargadas sin trineo, otros podían subirse a ellos brevemente, recuperarse un poco y unirse de nuevo a los que iban tirando al cabo de unas horas o unos días. Pero cuando hubiese demasiados enfermos y heridos para tirar, Blanky lo sabía muy bien, su huida tendría que concluir.
Y los hombres además estaban siempre tan sedientos que cualquier corriente o diminuto hilillo de agua era un motivo para detenerse y arrojarse a cuatro patas a lamer el agua como perros. Si no hubiera sido por el súbito deshielo, pensaba Blanky, todos ellos habrían muerto de sed hacía ya semanas. Las estufas de alcohol se habían quedado prácticamente sin combustible. Al principio, fundir nieve en la boca parecía aliviar un poco la sed, pero en realidad lo que hacía era consumir energía del cuerpo y dejarlo a uno más sediento aún. Cada vez que arrastraban los botes y se arrastraban ellos mismos a través de un arroyo (y había más arroyos y riachuelos líquidos, ahora), todo el mundo se detenía a llenar las botellas de agua que ya no tenían que llevar junto a la piel para evitar que se congelasen.
No obstante, aunque la sed no los mataría pronto, con toda seguridad, Blanky veía que los hombres estaban cayendo de otras cien maneras distintas. La inanición se cobraba su peaje. El hambre no dejaba dormir a los hombres exhaustos durante las cuatro horas de penumbra; si no tenían deberes de guardia, que Crozier les adjudicaba como tiempo para el sueño.
Montar y desmontar las tiendas Holland, unos actos sencillos que se habían realizado en veinte minutos hacía dos meses, en el campamento
Terror
, ahora costaban dos horas por la mañana y dos horas por la tarde. Cada día les costaba un poco más, a medida que los dedos se hinchaban más y se congelaban y se entorpecían.
Pocos de los hombres tenían la mente clara, ni siquiera Blanky en ocasiones. Crozier parecía el más alerta de todos ellos la mayor parte del tiempo, pero, a veces, cuando pensaba que nadie le veía, el rostro del capitán se convertía en una máscara mortal de fatiga y estupor.
Marineros que antes eran capaces de hacer complicados nudos entre la oscuridad rugiente a quince metros en un palo oscilante, unos sesenta metros por encima de la cubierta, en una noche tormentosa en el estrecho de Magallanes durante un huracán, no eran capaces de atarse los zapatos a plena luz del día. Como no había madera alguna quinientos kilómetros a la redonda, aparte de la pierna de Blanky y los botes y palos y trineos que habían llevado consigo y los restos del
Erebus
y del
Terror,
prácticamente a ciento cincuenta kilómetros al norte, y como el suelo estaba todavía completamente congelado a escasos centímetros por debajo de la superficie, los hombres tenían que reunir pilas de piedras en cada parada para sujetar los bordes de las tiendas y anclar los tensores contra los inevitables vientos nocturnos.
Esta tarea se hacía interminable. Los hombres, con frecuencia, se quedaban dormidos de pie a la amortiguada luz del sol de medianoche con una piedra en cada mano. A veces sus compañeros ni siquiera los sacudían para despertarlos.
Así que cuando a última hora de la tarde del decimoctavo día de junio de 1848, mientras los hombres hacían el segundo turno de arrastre de botes aquel día, la tercera pierna de Blanky se rompió justo por debajo del muñón sangrante de su rodilla, se lo tomó como una señal.
El doctor Goodsir tenía poco trabajo para él aquella tarde, de modo que Blanky había vuelto cojeando junto a los botes en el segundo turno de arrastre de aquel día interminable, cuando el pie y la pierna quedaron atrapados entre dos rocas inamovibles y la pierna se rompió por arriba. Él se tomó aquella rotura y su inusual advenimiento casi al final de la marcha como una señal de los dioses, también.
Encontró una roca cercana, se puso lo más cómodo que pudo, sacó la pipa y metió en ella la última pizca de tabaco que llevaba semanas guardando.
Cuando algunos de los marineros se detuvieron en su camino para preguntarle qué estaba haciendo, Blanky dijo:
—Sólo me siento un poquito. Le doy un poco de descanso al muñón.
El sargento Tozer, que estaba a cargo de los marines de retaguardia aquel día soleado, preguntó cansadamente a Blanky por qué dejaba pasar a la procesión junto a él, y éste respondió:
—No se preocupe, Soloman. —Siempre le había gustado irritar al estúpido sargento usando su nombre de pila—. Siga adelante con los casacas rojas que le quedan y déjeme en paz.
Media hora después, cuando los últimos botes estaban a cientos de metros hacia el sur de donde él se encontraba, el capitán Crozier volvió hacia él con el carpintero, el señor Honey.
—¿Qué demonios cree que está haciendo, señor Blanky? —le espetó Crozier.
—Descansando un poquito, capitán. He pensado que podía pasar la noche aquí.
—No sea tonto —dijo Crozier. Miró la pierna de madera rota y se volvió hacia el carpintero—. ¿Podría arreglar esto, señor Honey? ¿Hacerle una nueva mañana por la tarde, si el señor Blanky se sube a uno de los botes hasta entonces?
—Sí, claro, señor —dijo Honey, guiñando los ojos al ver la pierna rota, como un artesano que se lamenta de un fallo de una creación suya (o del maltrato que ha sufrido)—. No nos queda mucha madera, pero hay un timón extra de un esquife que trajimos como repuesto para las pinazas, y puedo convertirlo en una pierna nueva con toda facilidad.