Peglar quería escribir todo aquello en la libreta donde anotaba todo desde hacía mucho tiempo. Y esperaba encontrar la oportunidad de hablar con John Bridgens después del servicio funeral, antes de que los grupos de hombres de ambos buques se fueran a sus propias tiendas, comedores y equipos de tiro. Quería saber lo que podía decir acerca de todo aquello su sabio y querido Bridgens.
Crozier
Latitud 69° 37'42" N — Longitud 98° 41' O
25 de abril de 1848
¡Oh, muerte!, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh, tumba!, ¿dónde se halla tu victoria?
El teniente Irving era oficial de Crozier, pero el capitán Fitzjames tenía una voz mejor, una vez había desaparecido por completo su ceceo, y se le daba mucho mejor el tema de las Escrituras, así que Crozier se sintió agradecido de que él hiciera la mayor parte de las lecturas del funeral.
Todos los hombres del campamento
Terror
estaban allí, excepto los de guardia, los que estaban en la enfermería o los que realizaban servicios esenciales, como Lloyd en la enfermería y el señor Diggle y el señor Wall y sus ayudantes trabajando en las cuatro estufas de las balleneras, y cocinando algo de la carne y pescado de los esquimales para la cena. Al menos había ochenta hombres ante aquella tumba a unos cien metros del campamento, de pie como oscuros espectros entre la niebla, todavía presente.
«El aguijón de la muerte es el pecado; y la fortaleza del pecado es la ley. Pero gracias sean dadas al Señor, que nos dio la victoria a través de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, mis amados hermanos, permaneced firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, sabiendo, como sabéis, que vuestras obras no son vanas ante el Señor».
Los otros oficiales supervivientes y dos segundos oficiales llevarían el cuerpo de Irving a la tumba. No había la suficiente madera en el campamento
Terror
para hacer un ataúd, pero el señor Honey, el carpintero, había encontrado la suficiente para formar una plataforma del tamaño de una puerta en la cual el cuerpo del señor Irving, ahora bien cosido dentro de una lona, pudiese ser transportado hasta bajarlo a la tumba. Aunque se colocaron cabos cruzados sobre la tumba, siguiendo la tradición naval, como se haría en cualquier entierro en tierra firme, tampoco tendrían que bajar mucho el cuerpo. Hickey y sus hombres sólo habían sido capaces de cavar apenas un metro, ya que la tierra por debajo de ese nivel estaba congelada y era dura como la piedra, de modo que los hombres habían reunido muchas piedras grandes para colocarlas encima del cuerpo antes de apilar encima la tierra y la grava heladas, y luego más piedras encima del conjunto. Nadie tenía esperanza alguna de que eso mantuviese alejados a los osos polares a cualquier otro depredador del verano, pero al menos todos aquellos esfuerzos eran una señal del afecto que sentían por Irving la mayoría de los hombres.
La mayoría de los hombres.
Crozier echó un vistazo a Hickey, de pie junto a Magnus Manson, y al mozo de la santabárbara del
Erebus
que había sido azotado después de carnaval, Richard Aylmore. Había un grupito de descontentos en torno a esos hombres, algunos de los marineros del
Terror
que estaban más ansiosos de matar a
Lady Silenciosa
aunque costase un motín, allá por enero, pero, como todos los demás situados de pie en torno al patético agujero en el suelo, llevaban sus gorros bien metidos y las pañoletas subidas por encima de la nariz y los oídos.
El interrogatorio nocturno realizado por Crozier a Cornelius Hickey en la tienda de mando fue tenso y lacónico.
»Buenos días, capitán. ¿Quiere que le cuente lo que le conté al capitán Fitzjames y...?
»Quítese la ropa, señor Hickey.
»¿Perdón, señor?
»Ya me ha oído.
»Sí, señor, pero si quiere que le cuente cómo vi a esos salvajes asesinando al pobre señor Irving...
»Era «teniente» Irving, ayudante de calafatero. Ya he oído la historia que le contó al capitán Fitzjames. ¿Tiene algo que añadir, se retracta de algo? ¿Algo que cambiar?
»Eh..., no, señor.
»Quítese la ropa de abrigo. Los guantes también.
»Sí, señor. Pero, señor, ¿por qué esto? ¿Tengo que dejarlas en...?
»Déjelas en el suelo. Las chaquetas también.
»¿Las chaquetas, señor? Pero hace un frío del demonio aquí... Sí, señor.
»Señor Hickey, ¿por qué se ofreció usted voluntario para ir a buscar al teniente Irving cuando él no había faltado más de una hora? Nadie más estaba preocupado por él.
»Ah, no creo que yo me ofreciera, capitán. Recuerdo que el capitán Farr me pidió que fuera a buscarle...
»El señor Farr me ha informado de que usted le preguntó varias veces si el teniente Irving estaba perdido y se ofreció para ir a buscarlo usted mismo, mientras los demás se quedaban comiendo. ¿Por qué lo hizo, señor Hickey?
»Bueno, si el señor Farr lo dice..., pues supongo que estaba preocupado por él, capitán. Por el teniente, quiero decir.
»¿Por qué?
»¿Puedo volver a ponerme la chaqueta y los abrigos, capitán? Hace un frío que te congelas y...
»No. Quítese el chaleco y los jerséis. ¿Por qué estaba usted preocupado por el teniente Irving?
»Si le preocupa a usted..., o sea, si piensa que he resultado herido, capitán, pues no. Los salvajes no me vieron. No tengo heridas, señor. Se lo aseguro.
»Quítese también el jersey. ¿Por qué estaba usted preocupado por el teniente Irving?
»Bueno, los chicos y yo..., ya sabe, capitán.
»No.
»Estábamos preocupados, ya sabe, de que se perdiera uno de nuestra partida. Hacía mucho frío, señor. Estábamos sentados allí comiendo la comida fría que teníamos. Yo pensaba que caminando y siguiendo al teniente para asegurarme de que todo iba bien, al menos me calentaría un poco, señor.
»Enséñeme las manos.
»¿Perdón, capitán?
»Las manos.
»Sí, señor. Perdone que tiemble, señor. No he cogido calor en todo el día, y al quitarme toda la ropa menos la camisa y...
»Vuélvalas. Las palmas hacia arriba.
»Sí, señor.
»¿Es sangre eso que lleva debajo de las uñas, señor Hickey?
»Puede ser, capitán. Ya sabe lo que pasa.
»No. Cuéntemelo.
»Bueno, pues no tenemos agua para bañarnos desde hace meses, señor. Y con eso del escorbuto y la disentería, hay cierta cantidad de sangre cuando uno procura sus necesidades...
»¿Me está diciendo que un suboficial de la Marina Real de mi barco se limpia el culo con los dedos, señor Hickey?
»No, señor... Quiero decir..., ¿puedo ponerme la ropa, capitán? Ya puede ver que no tengo ninguna herida ni nada. Este frío le encoge a uno hasta...
»Quítese la camisa y la ropa interior.
»¿Lo dice en serio, señor?
»No me haga perder más tiempo, señor Hickey. No tenemos calabozo. Así que si mando a un hombre al calabozo, pasará el tiempo encadenado en una de las balleneras.
»Muy bien, señor. Ya está. En pelota, helándome entero. Si mi pobre mujer me pudiera ver ahora...
»No decía en sus documentos cuando se enroló que estuviera casado, señor Hickey.
»Ah, mi pobre Louisa murió hace siete años, capitán. De viruela. Que Dios acoja su alma.
»¿Por qué les dijo usted a algunos de los otros hombres de servicio que cuando llegase el momento de matar a los oficiales, el teniente Irving debía ser el primero?
»Nunca he dicho nada semejante, señor.
»Me han informado de que usted dijo eso e hizo otras afirmaciones tendentes al motín antes del carnaval en el hielo, señor Hickey. ¿Por qué destacó usted al teniente Irving? ¿Qué le había hecho ese oficial?
»Nada, señor. Y nunca dije una cosa semejante. Traiga al hombre que le ha dicho eso y se lo discutiré en su cara y le escupiré a los ojos.
»¿Qué le había hecho el teniente Irving, señor Hickey? ¿Por qué les dijo usted a otros hombres tanto del
Erebus
como del
Terror
que Irving era un rufián y un embustero?
»Le juro, capitán..., perdone que me castañeteen los dientes, capitán, pero Dios mío, la noche está muy fría para ir con la piel desnuda. Le juro que yo no dije nada semejante. Muchos de nosotros veíamos al pobre teniente Irving como a un hijo, capitán. Un hijo. Sólo fue mi preocupación por él lo que me hizo seguirle. Y menos mal que se me ocurrió, porque si no nunca habríamos cogido a los asesinos hijos de puta que...
»Póngase la ropa, señor Hickey.
»Sí, señor.
»No. Fuera. Salga de mi vista.
»El hombre que nace de mujer no tiene sino un breve tiempo de vida, y está colmado de sufrimientos —recitaba Fitzjames—. Llega su momento y es arrebatado, como una flor; huye como si fuese una sombra, y nunca permanece—.
Hodgson y los demás portadores del féretro pusieron mucho cuidado en bajar la litera con el cuerpo de Irving envuelto en lona hasta los cabos sujetos en su lugar por encima del hueco. Lo hicieron algunos de los marineros más saludables. Crozier sabía que Hodgson y los demás amigos de Irving habían entrado un momento en la tienda post mórtem para presentar sus respetos antes de que el teniente fuese introducido en su sudario de lona y cosido por el Viejo Murray. Los visitantes llevaron diversas prendas de su afecto al cuerpo del teniente: el catalejo de latón recuperado, con la lente destrozada por el tiroteo, que el chico tanto estimaba, una medalla de oro con su nombre grabado y que había ganado en concursos en el buque de artillería
HMS Excellent,
y un billete de cinco libras, como si alguien hubiese pagado al fin alguna antigua apuesta. Por algún motivo (¿optimismo?, ¿ingenuidad juvenil?), Irving se había llevado su uniforme en la pequeña bolsa de pertenencias personales, y fue enterrado con él. Crozier se preguntó ociosamente si los botones dorados del uniforme, cada uno con la imagen de un ancla rodeada por una corona, seguirían allí cuando no quedase nada más que los huesos blanqueados del joven y la medalla de oro de la artillería sobreviviendo al largo proceso de descomposición.
»En medio de nuestra vida estamos en la muerte —recitaba Fitzjames de memoria, con voz cansada, pero adecuadamente resonante—, ¿a quién podemos recurrir para nuestro socorro sino a ti, Señor, que tan justamente disgustado estás por nuestros pecados?—.
El capitán Crozier sabía que había otro objeto introducido en la mortaja con Irving, uno que nadie más conocía. Estaba colocado debajo de su cabeza como una almohada.
Era un pañuelo de seda oriental dorado, verde, rojo y azul, y Crozier había sorprendido al donante entrando en la tienda post mórtem después de que Goodsir, Lloyd, Hodgson y los demás se hubiesen ido ya, justo antes de que el Viejo Murray, el velero, entrase para coser la mortaja que había preparado y sobre la cual ya se encontraba yaciendo Irving ceremoniosamente.
Lady Silenciosa
estaba allí, inclinada sobre el cadáver, colocando algo bajo la cabeza de Irving.
El primer impulso de Crozier fue buscar su pistola en el bolsillo del abrigo, pero se quedó paralizado al ver los ojos y el rostro de la muchacha esquimal. Si no había lágrimas en aquellos ojos oscuros y apenas humanos, había al menos algo luminoso, con cierta emoción que él no podía identificar. ¿Dolor? El capitán no lo creía. Era más como una especie de reconocimiento implícito, al ver a Crozier. El capitán notó la misma sensación extraña en la cabeza que tan a menudo había notado con Memo Moira.
Pero la chica, obviamente, había colocado con mucho cuidado el pañuelo oriental en su lugar debajo de la cabeza del muchacho muerto como un gesto especial. Crozier sabía que el pañuelo pertenecía a Irving, lo había visto en ocasiones especiales ya desde el día en que zarparon, en mayo de 1845.
¿Lo había robado acaso la chica esquimal? ¿Lo acababa de quitar de su cuerpo muerto el día anterior?
Silenciosa
había seguido a la partida de trineo de Irving desde el
Terror
al campamento
Terror
hacía más de una semana, y luego desapareció y no se unió a los hombres en el campamento. Casi todos, excepto Crozier, que todavía albergaba esperanzas de que ella los condujese hasta la comida, habían pensado que se alegraban. Pero durante aquella mañana terrible, Crozier se preguntaba si de alguna manera
Lady Silenciosa
habría sido responsable del crimen de su oficial allá en la cresta de grava barrida por el viento.
¿Había conducido ella a sus amigos cazadores esquimales hasta allí para que atacaran el campamento y se echaran sobre Irving de paso, dándose primero un festín con el hombre hambriento con carne y luego asesinándole a sangre fría para evitar que contase a los demás su encuentro? ¿Era
Silenciosa
la «mujer joven» que Farr y Hodgson y los demás habían entrevisto, huyendo con un hombre esquimal con una cinta en la cabeza? Ella podía haberse cambiado de parka, si había vuelto a su pueblo en la semana pasada, ¿y quién distingue a una joven esquimal de otra, de un simple vistazo?
Crozier pensó en todas aquellas cosas, pero mientras el tiempo se detenía y tanto él como la joven se quedaban inmovilizados durante largos segundos, el capitán la miró al rostro y supo, en su corazón o mediante lo que Memo Moira insistía en que era «clarividencia», que ella lloraba por dentro por John Irving, y que le estaba devolviendo el regalo del pañuelo de seda al hombre muerto.
Crozier supuso que el pañuelo se lo había regalado a ella durante la visita de febrero a la casa de nieve de los esquimales que Irving le había descrito diligentemente al capitán..., pero le había dado pocos detalles. Ahora Crozier se preguntaba si ambos habrían sido amantes.
Y entonces
Lady Silenciosa
desapareció. Se deslizó por debajo del faldón de la tienda y se fue sin emitir un solo sonido. Cuando Crozier más tarde interrogó a los hombres del campamento y a los de guardia preguntándoles si habían visto algo, nadie lo había hecho.
En aquel momento, en la tienda, el capitán se inclinó sobre el cuerpo de Irving, miró el rostro pálido y sin vida, más blanco aún debido a la almohada que formaba el pañuelo de vivos colores, y luego subió la lona sobre el cuerpo y el rostro del teniente, y llamó al Viejo Murray para que viniera a coser la lona.
»Sin embargo, oh, Señor Dios nuestro santificado, oh, Señor todopoderoso, oh, santo y misericordioso Salvador nuestro —decía Fitzjames—, no nos dejes caer en el amargo sufrimiento de la muerte eterna.