El Terror (75 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Si no hubiera estado seguro de que el frío le desgarraría la piel de los labios, Crozier habría caído de rodillas en la oscuridad y habría besado el suelo firme cuando oyeron el sonido tan diferente de la grava y la piedra protestando bajo los patines del trineo, en la parte final.

Había antorchas ardiendo en el campamento
Terror
. Crozier estaba en el arnés delantero del trineo que iba en cabeza, cuando se iban aproximando. Todo el mundo intentaba permanecer erguido, o al menos tambalearse en una posición erguida, mientras iban tirando del peso muerto de los trineos y de los hombres inconscientes que iban en ellos, los últimos metros hacia el campamento.

Había hombres completamente vestidos con ropa de abrigo fuera de las tiendas, esperándolos. Al principio Crozier se sintió conmovido por su preocupación, seguro de que las dos docenas de hombres a los que vio a la luz de las antorchas estaban a punto de enviar un destacamento de rescate para su capitán y camaradas, que se habían retrasado.

Al inclinarse Crozier en el arnés, tirando los últimos seis metros aproximadamente a la luz de las antorchas, con las manos y los hematomas inflamados de dolor, preparó una pequeña broma para su llegada, algo así como declarar que era Navidad de nuevo y anunciar que todo el mundo podía dormir sin parar la semana siguiente, pero entonces el capitán Fitzjames y algunos oficiales se adelantaron a saludarlos.

Crozier les vio los ojos: vio los ojos de Fitzjames, de Le Vesconte, de Des Voeux, de Couch, de Hodgson, de Goodsir y de los demás. Y supo, ya fuera por la famosa clarividencia de Memo Moira, por su demostrado instinto de capitán o simplemente por la percepción clara y sin filtrar por pensamiento alguno de un hombre exhausto, «supo» que había pasado algo y que nada sería como él había planeado o esperado, y que quizá nunca volviera a serlo.

37

Irving

Latitud 69° 37' 42" N — Longitud 98° 40' 58" O

24 de abril de 1848

Allí se encontraban de pie ante él diez esquimales: seis hombres de edad incierta, uno muy viejo y sin dientes, un chico y dos mujeres. Una de las mujeres era vieja, con la boca hundida y un rostro que era una masa de arrugas, y la otra era muy joven. Irving pensó: «Quizá sean madre e hija».

Los hombres eran todos muy bajitos; la cabeza del más alto de ellos apenas llegaba a la barbilla del tercer teniente, que era un hombre alto. Dos llevaban las capuchas echadas hacia atrás, mostrando una salvaje mata de pelo negro y rostros sin arrugas, pero los otros hombres le miraban desde la profundidad de sus capuchas, algunos con las caras envueltas y rodeadas por una lujosa piel de pelo blanco que Irving supuso que sería de zorro ártico. El collar de otras capuchas era más oscuro e hirsuto, e Irving supuso que la piel sería de glotón.

Todos los varones, excepto el chico, llevaban un arma, ya fuera un arpón o un corto venablo con punta de piedra o de hueso, pero cuando Irving se acercó y les enseñó las manos vacías, ninguna de las lanzas estaba levantada ni apuntada hacia él. Los hombres esquimales (cazadores, supuso Irving) estaban de pie, con las piernas separadas, las manos en sus armas y el trineo sujeto por el hombre más anciano, que mantenía al chico a su lado. Llevaban seis perros enganchados con arneses al trineo, un vehículo mucho más corto y ligero que los trineos más ligeros del
Terror.
Los perros ladraron y gruñeron, mostrando unos caninos feroces, hasta que el hombre viejo les dio unos golpes para que se callaran con un bastón labrado que llevaba.

Mientras pensaba en una forma de comunicarse con aquella gente tan extraña, Irving se maravillaba de su indumentaria. Las parkas de los hombres eran más cortas y oscuras que las de
Lady Silenciosa
y su difunto compañero varón, pero igual de peludas. Irving pensaba que la oscura piel podía ser de caribú o de zorro, pero los pantalones blancos que les llegaban hasta las rodillas, definitivamente, eran de oso polar. Algunas de las botas largas y peludas parecían de piel de caribú, pero otras eran mucho más flexibles y suaves. ¿Piel de foca? ¿O algún tipo de pellejo de caribú con el pelo vuelto hacia dentro?

Los guantes eran de piel de foca y parecían cálidos y mucho más flexibles que los del propio Irving.

El teniente miraba a los seis hombres más jóvenes para ver quién era el líder, pero no estaba claro. Aparte del anciano y del niño, sólo uno de los varones parecía destacar, y era uno de los de más edad, que iba con la cabeza descubierta y llevaba en el pelo una cinta muy elaborada de piel de caribú, un delgado cinturón del que colgaban muchas cosas raras y una especie de bolsa colgada en torno al cuello. Sin embargo, no era un simple talismán como el amuleto de piedra de
Lady Silenciosa
con el oso blanco.

«
Silenciosa
, cómo te echo de menos aquí», pensó John Irving.

—Saludos —dijo. Se tocó el pecho con la mano cubierta de guantes—. Tercer teniente John Irving, del buque de Su Majestad, el
Terror.

Los hombres murmuraron entre ellos. Oyó palabras que le sonaron como:
kabloona
y
qavac
y
miagortok;
pero no tenía ni idea de lo que podían significar.

El hombre mayor con la cabeza desnuda que llevaba la bolsita y el cinturón señaló a Irving y dijo:

—Püfixaaq!

Algunos de los hombres más jóvenes menearon la cabeza al oír aquello. Si era un término peyorativo, Irving esperaba que los demás lo rechazasen.

—John Irving —dijo, tocándose de nuevo el pecho.


Sixam ieua?
—preguntó el hombre que tenía enfrente—.
Suingne!

Irving no pudo hacer otra cosa que asentir al oír aquello. Se tocó de nuevo el pecho.

—Irving. —Señaló hacia el pecho del otro hombre, como preguntando.

El hombre miró a Irving entre el fleco peludo de su capucha.

Desesperado, el teniente señaló hacia el perro que iba delante, que seguía ladrando y gruñendo mientras el hombre anciano junto al trineo lo sujetaba y le pegaba salvajemente.

—Perro —dijo Irving—. Perro.

El hombre esquimal que Irving tenía más cerca rio.


Qimmiq
—dijo claramente, señalando también al perro—.
Tunok.
—El hombre meneó la cabeza y soltó una risita.

Aunque se estaba helando, Irving notó un cálido resplandor. Había conseguido algo. La palabra que usaban los esquimales para el perro peludo era, o bien
qimmiq,
o bien
tunok,
o ambas. Señaló hacia el trineo.

—Trineo —dijo, con firmeza.

Los diez esquimales le miraron fijamente. La mujer joven se tapaba la cara con los guantes. La vieja abrió mucho la boca e Irving pudo observar que sólo le quedaba un diente.

—Trineo —volvió a decir.

Los seis hombres ante él se miraron entre sí. Finalmente, el interlocutor de Irving hasta aquel momento dijo:

—Kamatjk?

Irving afirmó con alegría, aunque no tenía ni idea de si realmente habían empezado a comunicarse. Aquel hombre igual podía haberle preguntado si deseaba que le clavasen un arpón. Sin embargo, el joven teniente no podía dejar de sonreír. La mayoría de los hombres esquimales, con la excepción del chico, del viejo, que seguía pegando al perro, y del hombre con la cabeza descubierta y con la bolsa y el cinturón, le devolvieron la sonrisa.

—¿Hablan ustedes inglés, por casualidad? —preguntó Irving, dándose cuenta de que aquella pregunta llegaba un poco tarde.

Los hombres esquimales le miraron, sonrieron, fruncieron el ceño y se quedaron callados.

Irving repitió la pregunta en un francés escolar y en un atroz alemán.

Los esquimales siguieron sonriendo, mirándolo y frunciendo el ceño.

Irving se agachó y se quedó en cuclillas, los seis hombres que estaban más cerca de él se agacharon también. No pensaban sentarse en la helada grava, aunque cerca hubiese una roca o losa mayor. Después de tantos meses allí pasando frío, Irving comprendió. Seguía queriendo saber el nombre de alguien.

—Irving —dijo, tocándose de nuevo el pecho. Señaló al hombre que tenía más cerca.


Inuk
—dijo el hombre, tocándose el pecho. Se quitó el guante entre un relámpago de dientes blancos y levantó la mano derecha. Le faltaban los dos dedos más pequeños—. Tikerqat. —Volvió a sonreír.

—Encantado de conocerle, señor Inuk —dijo Irving—. O señor Tikerqat. Muy encantado de conocerle.

Decidió que cualquier comunicación posterior tendría que hacerse mediante el lenguaje de los signos, y señaló el lugar del que venía, hacia el noroeste.

—Tengo muchos amigos —dijo, confiado, como si diciendo aquello se pudiera sentir más seguro entre aquella gente salvaje—. Dos barcos grandes. Dos... barcos.

La mayoría de los esquimales miraron hacia el lugar donde señalaba Irving. El señor Inuk fruncía el ceño ligeramente.


Nanuk
—dijo el hombre, dulcemente, y pareció corregirse luego, meneando la cabeza—.
Tórndrssuk.

Los otros miraron a lo lejos o bajaron la cabeza al oír esta última palabra, casi como con reverencia o con miedo. Pero el teniente estaba seguro de que no era al pensar en los dos barcos o en un grupo de hombres blancos.

Irving se humedeció los labios ensangrentados. Sería mejor intentar negociar con aquella gente que enzarzarse en una larga conversación. Moviéndose con lentitud, para no sobresaltarlos, se quitó la mochila que llevaba al hombro para ver si le quedaba algo de comida o alguna chuchería que pudiera darles como regalo.

Nada. Se había comido el único cerdo salado y la galleta vieja que había llevado consigo para su ración diaria. Algo brillante e interesante, pues...

Sólo llevaba sus andrajosos jerséis, dos apestosos calcetines de recambio y un trapo para tirar después y que había llevado para sus funciones privadas al aire libre. En aquel momento, Irving lamentó amargamente haber regalado su muy estimado pañuelo oriental de seda a
Lady Silenciosa
..., que no sabía dónde podía estar. Se había desvanecido del campamento
Terror
al segundo día de llegar allí y no la habían vuelto a ver desde entonces. Sabía que a aquellos nativos les habría encantado el pañuelo de seda rojo y verde.

Entonces sus fríos dedos tocaron el latón curvado de su catalejo.

El corazón de Irving saltó, y luego se encogió, lleno de dolor. El catalejo era quizá su más preciada posesión, la última cosa que le había legado su tío antes de que aquel buen hombre muriese súbitamente debido a un problema de corazón.

Sonriendo lánguidamente a los esquimales que esperaban, lentamente sacó el instrumento de su bolsa. Vio que los hombres de rostro moreno apretaban más su presa en las lanzas y arpones.

Diez minutos después, Irving tenía a toda la familia o clan o tribu de esquimales agolpada a su alrededor como colegiales agrupados en torno a un maestro especialmente querido. Todo el mundo, hasta el hombre desconfiado y bizco con la tira en la cabeza, la bolsa y el cinturón, habían pasado por turno a mirar por el catalejo. Hasta las dos mujeres tuvieron su oportunidad también: Irving permitió al señor Inuk Tikerqat, su nuevo colega embajador, que tendiera el instrumento de latón a la joven que no paraba de lanzar risitas y a la anciana. El anciano que sujetaba el trineo vino también a echar un vistazo y lanzó una exclamación, mientras las mujeres cantaban:

ai yei yai ya na

ye he ye ye yi yan e ya qana

ai ye yi yat yana

El grupo disfrutó mirándose unos a otros por el catalejo, retrocediendo llenos de conmoción y risas cuando aparecían las caras enormes. Luego los hombres, que aprendieron enseguida cómo enfocar el catalejo, enfocaron a rocas distantes, nubes y riscos. Cuando Irving les enseñó que podían invertir el catalejo y hacer que las cosas parecieran diminutas, las risas y exclamaciones de los hombres hicieron eco en el pequeño valle.

El usó las manos y el lenguaje corporal, negándose finalmente a coger de nuevo el catalejo y poniéndoselo en las manos al señor Inuk Tikerqat, para hacerles saber que era un regalo.

Las risas se detuvieron y ellos le miraron con el rostro serio. Durante un minuto Irving se preguntó si no habría violado algún tabú o les habría ofendido de alguna manera, pero luego tuvo el fuerte presentimiento de que les había puesto en un dilema de protocolo: les había regalado algo maravilloso, y ellos no tenían nada que darle a cambio.

Inuk Tikerqat consultó con los otros cazadores y luego se volvieron a Irving y representaron una pantomima inconfundible, levantando la mano hacia la boca y luego frotándose el vientre.

Durante un terrible segundo, Irving pensó que su interlocutor le pedía comida, que él no tenía, pero cuando intentó transmitir esa idea, el esquimal sacudió la cabeza y repitió los gestos. Irving de repente se dio cuenta de que le estaban preguntando si «él» tenía hambre.

Con los ojos llenos de lágrimas por una ráfaga de aire o por puro y simple alivio, Irving repitió los gestos y asintió entusiásticamente. Inuk Tikerqat le agarró por el hombro congelado de su ropa y le llevó hacia el trineo. «¿Qué palabra era la que usaban para esto?», pensó Irving.


Kamatik?
—dijo en voz alta, recordándola al fin.


Ee!
—gritó el señor Tikerqat, aprobadoramente.

Dando unas patadas a los perros que aullaban a un lado, el hombre abrió un bulto cubierto de gruesas pieles que llevaba encima del trineo. Pila tras pila de carne fresca y congelada se amontonaban encima del
kamatik.

Su anfitrión señalaba hacia distintos manjares. Señalando el pescado, Inuk Tikerqat dijo:


Eqaluk.
—Con los tonos lentos y pacientes que usa un adulto con un niño. Luego hacia los trozos de carne de foca y de grasa—:
Natsuk.
—Por fin hacia unos pedazos más sólidamente congelados de una carne oscura—:
Oo mingmite.

Irving asintió. Se sentía abochornado al notar que la boca se le había llenado súbitamente de saliva. Como no estaba seguro de si tenía que admirar simplemente aquellas reservas de comida o elegir entre ellas, señaló tímidamente a la carne de foca.


Ee!
—dijo de nuevo el señor Tikerqat.

Cogió una tira de carne blanda y de grasa, buscó debajo de su corta parka, sacó un cuchillo de hueso muy afilado que llevaba al cinto y cortó una tira para Irving y otra para sí mismo. Le tendió a Irving su trozo antes de cortarse el suyo propio.

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