Sin apenas poder respirar por la tensión, se volvió en la cima y miró hacia atrás.
Las diez figuras, los perros que ladraban y el trineo estaban exactamente donde los había dejado.
Irving saludó, hizo gestos que demostraban que volvería, y corrió por encima de la cresta, dispuesto a gritar al marinero que se estuviese alejando.
Sin embargo, a seis metros por debajo del costado nordeste de la cresta Irving vio algo que le hizo parar en seco.
Un hombrecillo diminuto bailaba desnudo y sólo con las botas puestas en torno a un montón de ropa colocado en una piedra.
«Un duende», pensó Irving, recordando los cuentos del capitán Crozier.
La imagen no tenía sentido para el tercer teniente. Aquel día estaba lleno de imágenes extrañas.
Se acercó y vio que no era ningún duende el que bailaba, sino el ayudante del calafatero. El hombre tarareaba una cancioncilla de marineros y bailaba, haciendo piruetas. Irving no pudo evitar notar la palidez blancuzca de la piel del hombre, las costillas que sobresalían visiblemente, la piel de gallina que cubría su carne, el hecho de que estaba circuncidado, y lo absurdas que eran aquellas nalgas blancas cuando hacía piruetas.
Caminando hacia él y meneando la cabeza, incrédulo, sin sentirse de humor para reír, pero con el corazón todavía latiendo fuerte por la emoción de haber conocido a Tikerqat y los demás, Irving dijo:
—Señor Hickey, ¿se puede saber qué demonios está usted haciendo?
El ayudante del calafatero dejó de hacer piruetas. Se llevó un huesudo dedo a los labios como para hacer callar al teniente. Entonces hizo una reverencia y le enseñó el culo a Irving mientras se inclinaba hacia su pila de ropas, encima de la piedra.
«Este hombre se ha vuelto loco —pensó Irving—. No puedo dejar que Tikerqat y los demás le vean así.» Se preguntaba si podría hacer reaccionar al hombrecillo para que recuperase el sentido común y usarlo como mensajero para traer a Farr y a los demás allí con toda rapidez. Irving tenía unas hojas de papel y un trocito de lápiz con el cual podía escribir una nota, pero estaban en su bolsa, abajo, en el valle.
—Mire, señor Hickey... —empezó, muy serio.
El ayudante del calafatero se volvió de repente, con tanta rapidez y con el brazo completamente extendido que durante un segundo o dos Irving pensó que estaba bailando otra vez.
Pero llevaba un cuchillo muy afilado en aquella mano extendida.
Irving notó un súbito y agudo dolor en la garganta. Quiso hablar de nuevo, notó que no podía, se llevó ambas manos a la garganta y miró hacia abajo.
La sangre caía en cascada por encima de las manos y el pecho de Irving, chorreando sobre sus botas.
Hickey volvió a empuñar la hoja y formó un arco amplio, maligno.
Su golpe seccionó la tráquea del teniente. Este cayó de rodillas y levantó el brazo derecho, señalando a Hickey desde una visión que súbitamente se había reducido a un estrecho túnel. John Irving estaba demasiado sorprendido incluso para sentir ira.
Hickey dio un paso más, todavía desnudo, con las rodillas huesudas, los muslos raquíticos y los tendones salientes, agachado como un gnomo pálido y en los huesos. Pero Irving había caído de lado en la fría grava, vomitó una cantidad de sangre imposible y estaba ya muerto antes de que Cornelius Hickey le quitara la ropa y empezara a usar el cuchillo en serio.
Crozier
Latitud 69° 37' 42" N — Longitud 98° 41' O
24 de abril de 1848
Los hombres se derrumbaron en las tiendas y durmieron como muertos en cuanto llegaron al campamento
Terror
, pero Crozier no durmió en toda la noche del 24 de abril.
Primero fue a una tienda médica especial que se había preparado para que el doctor Goodsir pudiese hacer el examen post mórtem y preparar el cadáver para el entierro. El cuerpo del teniente Irving, blanco y congelado después de su largo viaje de vuelta al campamento en el trineo requisado a los salvajes, no parecía ya humano. Además de la herida abierta en la garganta, tan profunda que dejaba a la vista las vértebras blancas de su columna desde delante y dejaba colgar la cabeza como una bisagra suelta, el joven había sido emasculado y destripado.
Goodsir todavía estaba despierto y trabajando en el cuerpo cuando Crozier entró en la tienda. El cirujano estaba inspeccionando diversos órganos que había extraído del cuerpo y hurgándolos con un instrumento agudo. Levantó la vista y dirigió a Crozier una mirada extraña, reflexiva, casi culpable. Ninguno de los dos hombres dijo nada durante un largo rato, mientras el capitán permanecía de pie junto al cuerpo. Finalmente, Crozier apartó un mechón de pelo rubio que había caído encima de la frente de John Irving. El mechón casi tocaba los ojos azules abiertos, nublados, pero todavía fijos.
—Prepare el cuerpo para enterrarlo mañana al mediodía —dijo Crozier.
—Sí, señor.
Crozier se fue a su tienda, donde le esperaba Fitzjames.
Cuando el mozo de Crozier, Thomas Jopson, de treinta años, supervisó la carga y el transporte de la «tienda del capitán» al campamento
Terror
hacía unas semanas, Crozier se enfureció al saber que Jopson no sólo había hecho que le cosieran una tienda doble ex profeso, cuando el capitán había previsto una tienda marrón Holland normal y corriente, sino que también había hecho que los hombres transportaran un enorme coy y varias fuertes sillas de roble y de caoba de la sala Grande, así como un ornamentado escritorio que había pertenecido a sir John.
Ahora, Crozier se alegraba de tener aquellos muebles. Colocó el pesado escritorio entre la entrada de la tienda y la zona privada de la litera con las dos sillas detrás del escritorio y ninguna delante. La linterna que colgaba de la alta cúspide de la tienda apenas iluminaba el espacio vacío frente al escritorio, mientras que dejaba la zona de Fitzjames y Crozier en la semioscuridad. Parecía una sala de tribunal de una corte marcial.
Y eso es exactamente lo que quería Francis Crozier.
—Debería irse a la cama, capitán Crozier —dijo Fitzjames.
Crozier miró al capitán más joven. Ya no parecía joven. Fitzjames parecía un cadáver ambulante, pálido hasta el punto de que su piel parecía transparente, barbudo y con la sangre seca que exudaba de los folículos, las mejillas hundidas y los ojos con enormes ojeras. Crozier no se había mirado en un espejo desde hacía varios días, y había evitado el que colgaba en la parte trasera de aquella tienda suya, pero esperaba por todos los santos no tener un aspecto tan malo como el antiguo niño prodigio de la Marina Real, el comandante James Fitzjames.
—Usted mismo también necesita dormir, James —dijo Crozier—. Yo mismo puedo interrogar a esos hombres.
Fitzjames sacudió la cabeza, cansado.
—Ya les he hecho preguntas, por supuesto —dijo, con una monotonía mortal en la voz—, pero no he visitado el lugar de los hechos ni les he interrogado en profundidad. Sabía que querría hacerlo usted.
Crozier asintió.
—Quiero estar en el lugar de los hechos con la primera luz.
—Está a unas dos horas de camino rápido hacia el sudoeste —dijo Fitzjames.
Crozier volvió a asentir.
Fitzjames se quitó el gorro y se peinó el largo y grasiento cabello con los sucios dedos. Habían usado las estufas de los botes que habían transportado hasta allí para fundir algo de agua para beber y la suficiente para afeitarse, si un oficial quería afeitarse, pero no quedaba para bañarse. Fitzjames sonrió.
—El ayudante de calafatero Hickey preguntó si podía irse a dormir hasta que llegase el momento de informar.
—El ayudante del calafatero Hickey se joderá y se quedará despierto como todos los demás —dijo Crozier.
Fitzjames dijo, bajito:
—Es lo que le he dicho yo. Lo he puesto de guardia. El frío lo mantendrá bien despierto.
—O lo matará —dijo Crozier. Su tono sugería que ése no sería el peor giro que podían tomar los acontecimientos. En voz alta, gritando al soldado Daly, que hacía guardia junto a la puerta de la tienda, Crozier dijo—: Haga venir al sargento Tozer.
Sin saber cómo, el enorme y estúpido marine conseguía seguir gordo cuando todos los demás hombres se morían de hambre con sus raciones a un tercio. Se puso firmes, aun sin mosquete, mientras Crozier llevaba a cabo el interrogatorio.
—¿Cuál ha sido su impresión de los acontecimientos de hoy, sargento?
—Muy buena, señor.
—¿Buena? —Crozier recordó el estado de la garganta y el cuerpo del tercer teniente Irving echado en la tienda post mórtem, inmediatamente detrás de la tienda del propio Crozier.
—Sí, señor. El ataque, señor. Fue como un reloj. Como un reloj. Llegamos andando por encima de la colina grande, señor, con mosquetes y rifles y escopetas bajas, como si no tuviéramos ninguna mala intención en el mundo, señor, y ellos, los salvajes, nos veían venir. Abrimos fuego a menos de veinte metros y armamos la de Dios es Cristo entre sus filas de salvajes extraños, señor, eso se lo aseguro. La de Dios es Cristo.
—¿Estaban formados en filas, sargento?
—Bueno, no, capitán, no si tuviera que jurarlo sobre la Biblia, señor. Más bien estaban por ahí de pie como salvajes que eran, señor.
—¿Y sus disparos iniciales acertaron todos?
—Ah, sí, señor. Hasta las escopetas, a esa distancia. Fue algo para verlo, señor.
—¿Como disparar a los peces en un barril?
—Sí, señor —dijo el sargento Tozer, con una enorme sonrisa en su rostro bermellón.
—¿Opusieron alguna resistencia, sargento?
—¿Resistencia, señor? Pues, en realidad, no. Se podría decir que no, señor.
—Pero iban armados con cuchillos, lanzas y arpones.
—Ah, sí, señor. Un par de esos salvajes paganos arrojaron los arpones y uno tiró una lanza, pero el que la tiró estaba ya herido y no pudo hacer nada más que un arañazo en la pierna del joven Sammy Crispe, que cogió la escopeta y voló al salvaje que le había herido y lo mandó derechito al Infierno, señor. Derechito al Infierno.
—Pero dos de los esquimales consiguieron huir —dijo Crozier.
Tozer frunció el ceño.
—Sí, señor. Me disculpo por ello. Había mucha confusión, señor. Y dos de ellos que habían caído se levantaron cuando yo estaba disparando a esos perros comidos de pulgas, señor.
—¿Y por qué mató a los perros, sargento? —Fue Fitzjames quien hizo la pregunta.
Tozer pareció sorprendido.
—Pues porque nos ladraban y gruñían y nos atacaban, capitán. Eran más lobos que perros.
—¿No pensó, sargento, que nos podían ser útiles? —preguntó Fitzjames.
—Sí, señor. Como carne.
Crozier dijo:
—Describa a los dos esquimales que huyeron.
—Uno pequeño, capitán. El señor Farr dice que pensó que podía ser una mujer. O una niña. Llevaba sangre en la capucha, pero obviamente, no estaba muerta.
—Obviamente —dijo Crozier, muy seco—. ¿Y el otro que escapó?
Tozer se encogió de hombros.
—Un hombre bajito con una cinta en la cabeza, es lo único que sé, capitán. Había caído detrás del trineo, y todos pensábamos que estaba muerto. Pero se levantó y echó a correr con la chica cuando yo estaba ocupado disparando a los perros, señor.
—¿Y los persiguió?
—¿Perseguirlos? Ah, claro, sí... Corrimos perdiendo el cu..., corrimos tras ellos muy deprisa, capitán. Íbamos recargando y disparando mientras corríamos, señor. Creo que di otra vez a la perra esquimal, pero no bajó el ritmo ni un momento, señor. Iba demasiado rápido para nosotros. Pero no volverán por aquí, señor. Ya procuramos que no lo hicieran.
—¿Y sus amigos? —dijo Crozier, secamente.
—¿Perdón, señor? —Tozer sonreía de nuevo.
—Su tribu. Pueblo. Clan. Otros cazadores y guerreros. Esa gente vendría de algún sitio. No se habrán pasado todo el invierno fuera, en el hielo. Es posible que vuelvan a ese pueblo, si no están allí ya. ¿Ha pensado que los demás cazadores esquimales, hombres que matan todos los días, podrían tomarse a mal que matáramos a ocho de los suyos, sargento?
Tozer parecía confuso.
Crozier dijo:
—Puede retirarse, sargento. Envíe al segundo teniente Hodgson.
Hogdson parecía tan deprimido como complaciente se había mostrado Tozer. El joven teniente estaba, era obvio, deshecho por la muerte de su amigo más íntimo en la expedición, y enfermo por el ataque que había ordenado después de dar con el grupo de reconocimiento de Irving y que le condujesen ante el cadáver de éste.
—Descanse, teniente Hodgson —dijo Crozier—. Necesita una silla.
—No, señor.
—Díganos cómo se unió usted al grupo del teniente Irving. Las órdenes que había recibido del capitán Fitzjames eran de dirigirse en una expedición de caza al sur del campamento
Terror
.
—Sí, capitán. Y eso fue lo que hicimos por la mañana. No había ni una huella de conejo en la nieve a lo largo de la costa, y no podíamos salir hacia el mar por la altura de los icebergs apilados a lo largo del hielo de la costa. De modo que hacia las diez de la mañana volvimos tierra adentro, pensando que quizás hubiese huellas de algún caribú, de lobos, o de buey almizclado..., o algo.
—Pero ¿no las había?
—No, señor. Pero atravesamos las huellas de unas diez personas que llevaban botas de suela suave, de tipo esquimal. Eso y las huellas del trineo y de los perros.
—¿Y siguieron esas huellas hacia el noroeste, en lugar de seguir cazando?
—Sí.
—¿Quién tomó esa decisión, segundo teniente Hodgson? ¿Usted o el sargento Tozer, que era el segundo de su partida?
—Yo, señor. Yo era el único oficial allí. Yo tomé esa decisión y todas las demás.
—¿Incluyendo la decisión final de atacar a los esquimales?
—Sí, señor. Les espiamos un minuto desde el risco donde el pobre John había sido asesinado y destripado y..., bueno, ya sabe lo que le hicieron, capitán. Los salvajes parecía que se preparaban para irse, dirigiéndose hacia el sudoeste. Entonces decidimos atacarlos por la fuerza.
—¿Cuántas armas tenían, teniente?
—Nuestro grupo tenía tres rifles, dos escopetas y dos mosquetes, señor. El grupo del teniente Irving sólo tenía un mosquete. Ah, y una pistola que cogimos del bolsillo de John..., del bolsillo del abrigo del teniente Irving.
—¿Los esquimales le dejaron el arma en el bolsillo? —preguntó Crozier.
Hogdson hizo una pausa momentánea, como si no hubiese pensado en ello antes.