En conjunto, pensó Des Voeux mientras caminaban por la playa de guijarros y pasaban junto a los botes, saludando y lanzando vítores para atraer la atención del campamento, aparte de que aquel mequetrefe de Golding se había vuelto atrás solo el primer día por un dolor de vientre, la expedición había sido casi perfecta. Por primera vez en meses (¡en años!), el capitán Crozier y los demás tendrían alguna noticia que celebrar.
Volvían a casa todos. Si salían aquel mismo día, los más sanos arrastrando a los más enfermos en los botes sólo los seis kilómetros y medio de serpenteante camino entre las crestas de presión que Des Voeux había cartografiado cuidadosamente, estarían a flote al cabo de tres o cuatro días, hacia la boca del río del Gran Pez al cabo de una semana. Y era probable que los canales abiertos hubiesen avanzado más aún hacia la costa, por aquel entonces.
Unas criaturas sucias, harapientas y encorvadas salieron de las tiendas y abandonaron sus desganadas tareas del campamento para contemplar la llegada de Des Voeux.
Los vítores de los hombres de Des Voeux, Alex Wilson,
el Gordo,
Francis Pocock, Josephus Greater, George Cann, Robert Johns, Thomas Tadman, Thomas McConvey y William Mark murieron al ver las agrias e inmóviles caras con los ojos angustiados de los hombres que estaban frente a ellos. Los hombres del campamento veían las focas que arrastraban, pero al parecer eso no motivó ninguna reacción.
Los oficiales Couch y Thomas salieron de sus tiendas y caminaron por la playa, colocándose ante la fila de espectros del campamento de Rescate.
—¿Ha muerto alguien? —preguntó Charles Frederick des Voeux.
El segundo oficial Edward Couch, el primer oficial Robert Thomas, el primer oficial Charles des Voeux, el capitán de la bodega del
Erebus
Joseph Andrews y el capitán de la cofa mayor del
Terror,
Thomas Farr, estaban apiñados en la enorme tienda que había usado como hospital el doctor Goodsir. Los amputados, según le dijeron a Des Voeux, o bien habían muerto en los cuatro días que él llevaba ausente, o bien los habían trasladado a tiendas más pequeñas, compartidas con los otros enfermos.
Aquellos cinco que estaban en la tienda aquella mañana eran los últimos oficiales con cierta autoridad de mando que quedaban vivos, o al menos en el campamento de Rescate, y que podían andar, de toda la expedición de John Franklin. Les quedaba el tabaco suficiente para que cuatro de los cinco (ya que Farr no fumaba) tuvieran las pipas encendidas. El interior de la tienda estaba lleno de humo azul.
—¿Están seguros de que no fue la criatura del hielo la que cometió la carnicería que encontraron allá fuera? —preguntó Des Voeux.
Couch meneó la cabeza.
—Pensábamos que podía ser el caso, al principio... De hecho, eso era lo que suponíamos, pero los huesos y las cabezas y los trozos de carne que encontramos... —Se detuvo y mordió con fuerza la boquilla de la pipa.
—Tenían marcas de cuchillo —acabó Robert Thomas—. Lane y Goddard fueron descuartizados por un ser humano.
—No, un ser humano no —dijo Thomas Farr—. Un ser repugnante en forma de hombre.
—Hickey —dijo Des Voeux.
Los demás asintieron.
—Tenemos que ir tras él y los asesinos que le acompañan —dijo Des Voeux.
Nadie habló durante un momento. Luego Robert Thomas dijo:
—¿Por qué?
—Para llevarlos ante la justicia.
Cuatro de los cinco hombres se miraron entre sí.
—Ahora tienen tres escopetas —dijo Couch—. Y casi con toda seguridad la pistola de fulminante del capitán.
—Tenemos más hombres..., armas..., pólvora, municiones, cartuchos —dijo Des Voeux.
—Sí —accedió Thomas Farr—. ¿Y cuántos de ellos morirían en una batalla contra Hickey y sus quince caníbales? Thomas Johnson no volvió, ya lo sabe. Y su cometido consistía sólo en «seguir» a la banda de Hickey, asegurarse de que se iban, tal y como habían dicho.
—No puedo creerlo —dijo Des Voeux, quitándose la pipa de la boca y apretando la cazoleta—. ¿Y el capitán Crozier y el doctor Goodsir? ¿Vamos a abandonarles, sin más? ¿Dejarlos al capricho de Cornelius Hickey?
—El capitán ya no está vivo —dijo el capitán de la bodega, Andrews—. Hickey no tiene motivo alguno para dejarlo con vida..., a menos que sea para torturarlo y atormentarlo.
—Más motivo aún para enviar una partida de rescate tras ellos —insistió Des Voeux.
Los otros no respondieron durante un momento. El humo azul formó volutas a su alrededor. Thomas Farr desató la puerta de la tienda y la abrió para dejar entrar algo de aire y salir algo de humo.
—Han pasado casi dos días desde que ocurrió lo que fuera que ocurriese en el hielo —dijo Edward Couch—. Pasarán varios días más hasta que cualquier partida que enviemos pueda alcanzar el grupo de Hickey y luchar contra ellos, eso siempre que seamos capaces de encontrarlos. Y ese demonio lo único que tiene que hacer es viajar más y más lejos en el hielo o tierra adentro para deshacerse de nosotros. El viento borra las huellas al cabo de unas horas..., hasta las de los trineos. ¿Cree de verdad que Francis Crozier, si está vivo ahora mismo, cosa que dudo, estará vivo o en posición de ser rescatado dentro de cinco días o de una semana?
Des Voeux mordió la boquilla de su pipa.
—Entonces el doctor Goodsir. Necesitamos al cirujano. La lógica dicta que Hickey le mantendrá «vivo», porque quizá sea Goodsir el motivo de que Hickey y sus cómplices volvieran.
Robert Thomas meneó la cabeza.
—Cornelius Hickey puede que necesite al doctor Goodsir para sus propósitos infernales, pero nosotros ya no lo necesitamos.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que la mayoría de las pociones e instrumental de nuestro buen cirujano quedaron atrás... El se trajo sólo el maletín médico portátil —dijo Farr—. Y Thomas Hartnell, que ha sido ayudante suyo, sabe qué pociones administrar y en qué cantidad y para qué dolencias.
—¿Y la cirugía? —preguntó Des Voeux.
Couch sonrió tristemente.
—Joven, ¿de verdad cree que alguien que necesite cirugía de cualquier tipo, a partir de este momento del viaje, podrá sobrevivir después?
Des Voeux no respondió.
—¿Y si Hickey y sus hombres no se van a ningún sitio? —preguntó Andrews—. ¿Y si nunca pensaron hacerlo? Ha vuelto para matar al capitán, secuestrar a Goodsir y coger al pobre John Lane y a Bill Goddard y cortarlos a trozos como animales. Nos ve a todos nosotros como ganado. ¿Y si está esperando ahí fuera, detrás del risco más cercano, esperando a atacar el campamento entero?
—Parece que han convertido ustedes al ayudante del calafatero en el coco —dijo Des Voeux.
—El mismo es quien lo ha hecho —dijo Andrews—. Pero no es ningún coco, sino el demonio. El demonio de verdad. Él y su monstruo amaestrado, Magnus Manson. Han vendido sus almas, malditos sean, y han recibido algún oscuro poder a cambio. Fíjese en lo que le digo.
—Yo creía que con un solo monstruo de verdad ya bastaba para una expedición al Ártico —dijo Robert Thomas.
Nadie se rio.
—Es que sólo hay un auténtico monstruo —dijo Edward Couch, al final—. Y no es nuevo para nuestra raza.
—Entonces, ¿qué sugieren? —preguntó Des Voeux tras otro intervalo de silencio—. ¿Que salgamos huyendo por un demonio de ayudante de calafatero de metro y medio de altura y nos dirijamos hacia el sur con los botes mañana?
—Yo digo que nos vayamos hoy —dijo Joseph Andrews—. En cuanto carguemos los botes con las pocas cosas que pensamos llevarnos. Tirar durante la noche. Con suerte, habrá la luz suficiente para guiarnos, cuando salga la luna. Si no es así, usaremos algunas de las linternas de combustible que hemos guardado. Usted mismo dijo, Charles, que las varitas están todavía ahí fuera, marcando el camino. Y en cuanto sople la primera tormenta algo fuerte, ya no estarán.
Couch meneó la cabeza.
—Los hombres de Des Voeux están cansados. Nuestra gente está totalmente desmoralizada. Dejemos que coman esta noche, que se coman las ocho focas que ha traído, Charles, y nos vamos mañana por la mañana. Todos nos sentiremos mucho más esperanzados después de una buena comida, de poder cocinar e iluminarnos con el aceite de foca, y de una buena noche de sueño.
—Pero con hombres de guardia esta noche —dijo Andrews.
—Ah, sí —dijo Couch—. Yo mismo me quedaré de guardia. No tengo tanta hambre.
—Y está el asunto del mando —dijo Thomas Farr, mirando de un rostro a otro a la débil luz que se filtraba por la lona.
Varios de los hombres suspiraron.
—Charles tiene el mando conjunto —dijo el primer oficial Robert Thomas—. El propio sir John le promovió a primer oficial del buque insignia cuando Graham Gore murió, de modo que es el oficial de mayor graduación.
—Pero usted era primer oficial del
Terror,
Robert —dijo Farr a Thomas—. Y tiene más antigüedad.
Thomas movió negativamente la cabeza, firmemente.
—El
Erebus
era el buque insignia. Cuando Gore vivía, se daba por sentado que él tenía el mando conjunto de la expedición después de mí. Charles es quien ocupa ahora el cargo de Gore. El está a cargo. No me importa. El señor Des Voeux es mucho mejor líder que yo, y vamos a necesitar liderazgo.
—No puedo creer que el capitán Crozier no esté —dijo Andrews.
Cuatro de los cinco hombres fumaron con más intensidad. Nadie hablaba. Podían oír a los hombres fuera hablando de las focas, alguno riendo incluso y, más allá, los crujidos y detonaciones de la rotura del hielo.
—Técnicamente —dijo Thomas Farr—, el teniente George Henry Hodgson está a cargo de la expedición ahora.
—Ah, que le den al teniente George Hodgson y le metan un atizador al rojo por el culo —dijo Joseph Andrews—. Si esa comadreja aparece por aquí otra vez, le estrangularé con mis propias manos y luego me mearé en su cadáver.
—Dudo mucho que el teniente Hodgson esté todavía con vida —dijo Des Voeux, bajito—. ¿Está decidido entonces que yo estoy al mando conjunto de la expedición ahora, con Robert como segundo al mando y Edwards tercero?
—Sí —dijeron los otros cuatro hombres de la tienda.
—Entonces, deben comprender que voy a consultar con los cuatro cuando tengamos que tomar decisiones —dijo Des Voeux—. Siempre he querido ser capitán de mi propio barco..., pero no de esta manera tan horrorosa. Voy a necesitar su ayuda.
Todos asintieron detrás de la pantalla de humo de pipa.
—Tengo una pregunta antes de que salgamos y les digamos a los hombres que se preparen para el festín de hoy y para partir mañana —dijo Couch.
Des Voeux, que iba con la cabeza desnuda debido al calor de la tienda, levantó las cejas.
—¿Qué pasa con los hombres enfermos? Hartnell me dice que hay seis que no pueden andar, ni aunque sus vidas dependieran de ello. Están demasiado graves con el escorbuto. Como Jopson, el mozo del capitán, por ejemplo. El señor Helpman y nuestro ingeniero, Thompson, han muerto, pero Jopson sigue resistiendo. Hartnell dice que no puede ni levantar la cabeza para beber, que hay que ayudarle, pero todavía sigue vivo. ¿Le llevamos con nosotros?
Des Voeux miró a Couch y luego a los otros tres rostros buscando una respuesta no dicha, pero no vio nada.
—Y si nos llevamos a Jopson y a los demás moribundos —continuó Couch—, ¿en calidad de qué nos los llevaríamos?
Des Voeux no tuvo que preguntar a qué se refería el segundo oficial. «¿Nos los llevamos como compañeros o como comida?»
—Si los dejamos aquí —dijo—, seguro que se los comerán si vuelve Hickey, como algunos piensan que hará.
Couch meneó la cabeza.
—No es eso lo que pregunto.
—Ya lo sé —dijo Des Voeux. Aspiró aire con fuerza, casi tosiendo por el espeso humo de la pipa—. De acuerdo —dijo—. Esta es mi primera decisión como nuevo comandante de la expedición Franklin. Cuando arrastremos los botes al hielo por la mañana, cualquier hombre que pueda caminar hasta los botes y ponerse el arnés (o incluso meterse en un bote) se vendrá con nosotros. Si muere de camino, decidiremos entonces si nos llevamos su cuerpo más allá o no. Yo lo decidiré. Pero mañana por la mañana, sólo aquellos que puedan andar hasta los botes abandonarán el campamento de Rescate.
Ninguno de los demás hombres dijo nada, pero algunos asintieron con la cabeza. Nadie miró directamente a Des Voeux.
—Se lo diré a los hombres después de comer —dijo Des Voeux—. Cada uno de ustedes cuatro elija a un hombre fiable para que se una a ustedes en la guardia de esta noche. Edward preparará el horario. No dejen que esos hombres coman hasta perder el sentido. Necesitamos estar muy conscientes, al menos algunos de nosotros, hasta que lleguemos al agua abierta y estemos a salvo.
Los cuatro asintieron al oír aquello.
—De acuerdo, vaya y dígale a sus hombres lo del festín —dijo Des Voeux—. Ya hemos terminado.
Goodsir
20 de agosto de 1848
Del diario privado del doctor Harry D. S. Goodsir:
Sábado, 20 de agosto de 1848
El Demonio, Hickey, parece tener la Buena Surte que se le negó a Sir John, al Comandante Fitzjames y al Capitán Crozier durante tantos Meses y Años.
No saben que yo sin darme cuenta introduje mi Diario en mi Equipo Médico, o más bien quizá lo sepan, ya que Registraron completamente el maletín dos noches después de hacerme Cautivo, pero no les Importa. Yo duermo Solo en una tienda, excepto por el Teniente Hodgson, que está tan Cautivo como yo, y a él no le importa que yo escriba en la oscuridad.
Parte de mi ser aún no puede creer el Asesinato de mis camaradas, Lane, Goddard y Crozier, y de no haber Presenciado con mis propios Ojos el Festín de Carne Humana que medio grupo de Hickey celebró el pasado Viernes por la noche después de nuestro regreso a este Campamento de los trineos en el Hielo no lejos del antiguo Campamento del Río, seguiría sin Creer semejante Barbarie.
No toda la Infernal Legión de Hickey ha sucumbido, sin embargo, a la Atracción del Canibalismo. Hickey, Manson, Thompson y Aylmore son Entusiastas participantes, por supuesto, igual que han resultado serlo el Marinero William Orren, el Mozo William Gibson, el Fogonero Luke Smith, Golding, el Calafatero James Brown y su Ayudante Dunn.
Pero otros se abstienen igual que yo: Morfin, Best, Jerry, Work, Strickland, Seeley y, por supuesto, Hodgson. Todos ellos subsisten con mohosas galletas. De esos Compañeros Abstemios, sospecho que sólo Strickland o Morfin y el Teniente seguirán Resistiendo mucho tiempo. La Gente de Hickey ha conseguido coger sólo una Foca en su viaje al Oeste por la costa, pero ha bastado para encender una estufa con su Aceite, y el olor de Carne Humana Asada es Horriblemente Tentador.