Mató a Morfin para alimentar a Orren..., o quizá fuese al revés. La memoria de Hickey no podía verse entorpecida por temas triviales.
Pero ahora aquellos a los que había alimentado con tanta generosidad estaban muertos, helados y duros bajo sus sacos de dormir de mantas o retorcidos en las garras de sus estertores finales. El recordaba vagamente haber cortado las partes más selectas de más hombres de los que había matado para alimentar a los demás en la última semana o dos, cuando todavía necesitaba comer. O quizás había sido sólo un sueño. No recordaba bien los detalles. No importaba.
Cuando cesaran las tormentas, y Hickey sabía que ahora él podía ordenarles que cesaran en cualquier momento, si le placía hacerlo así, probablemente volvería a traer a varios hombres de la muerte para que acabasen de conducirlos a Magnus y a él al campamento
Terror
.
El maldito cirujano estaba muerto, envenenado y congelado en su propia tienda de lona, a algunos metros de la pinaza y la lona impermeable que era la fosa común, pero Hickey decidió ignorar aquel hecho desagradable, sólo le provocaba una leve irritación. Hasta los dioses tienen fobias, y Cornelius Hickey siempre había sentido un miedo terrible del veneno y de la contaminación. Después de echarle un vistazo y dispararle una bala al cadáver desde la entrada de la tienda de lona, para asegurarse de que el maldito cirujano no fingía estar muerto, el nuevo dios Hickey volvió atrás y dejó aquella cosa envenenada y su mortaja contaminada.
Magnus estuvo quejándose y lloriqueando durante semanas desde su lugar de honor en la proa, pero hacía un día o dos que se había quedado extrañamente quieto. Su último movimiento, durante una calma entre las ventiscas, cuando una apagada luz invernal iluminó la pinaza y la lona cubierta de nieve junto a ésta y la baja loma en la que estaban y la playa congelada hacia el oeste y los interminables campos de hielo más allá, fue abrir la boca como si fuera a hacer una petición a su amante y dios.
Pero en lugar de palabras o quejas, lo que surgió fue sangre caliente, primero en un hilillo, luego a chorro, desde la boca abierta de Magnus, cayó por su barbilla barbuda y cubrió todo el vientre del hombretón y se deslizó suavemente por sus manos unidas, acabando en un charco en el fondo del bote, junto a sus botas. La sangre todavía estaba allí, pero helada y convertida en olas y arrugas, muy parecida a la barba oscura de un profeta bíblico, aunque cubierta de hielo. Magnus no había vuelto a hablar desde entonces.
La breve «siesta de muerte» de su compañero no alteró a Hickey, porque sabía que él podía traer de vuelta a Magnus cuando lo decidiera, pero los ojos abiertos, que miraban sin cesar, y la boca abierta y la congelada cascada de sangre empezaron a alterar los nervios del dios al cabo de un día o dos. Era especialmente duro verlo nada más despertarse. Sobre todo, después de que los ojos se cubriesen de escarcha y se convirtiesen en dos blancas esferas heladas que jamás parpadeaban.
Hickey se apartó entonces de su trono en la popa y se dirigió hacia delante, más allá de la escopeta apoyada y la bolsa de cartuchos de pólvora, por encima de las bancadas centrales, más allá de los montones de chocolate envuelto (que quizá se dignase comer si el hambre volvía alguna vez), y más allá de las sierras y clavos y rollos de lámina de plomo, pasando por encima de las toallas y los pañuelos de seda apilados con mucho cuidado junto a los pies ensangrentados de Magnus, y finalmente dando una patada a las Biblias que su amigo había tenido a su lado los últimos días, apilándolas como un pequeño muro entre Hickey y él mismo.
Pero la boca de Magnus no se cerraba (Hickey ni siquiera podía despegar o quitar el espeso río de sangre congelada) ni tampoco lo hacían sus ojos.
—Lo siento, cariño —susurró—. Pero ya sabes lo mucho que odio que me miren.
Usó el cuchillo para extraer los globos oculares congelados y los arrojó lejos, hacia la oscuridad. Arreglaría aquello más tarde, cuando volviese a traer de vuelta a Magnus.
Finalmente, siguiendo sus órdenes, la tormenta aminoró y acabó por amainar del todo. El aullido cesó. La nieve estaba apilada a una altura de metro y medio hacia el oeste, a barlovento de la pinaza, y muy por encima del trineo, y había llenado gran parte del espacio bajo la lona de la muerte, por el costado de sotavento.
Hacía muchísimo frío y la vista sobrenatural de Hickey podía ver más nubes oscuras que se movían desde el norte, pero por aquella noche, el mundo estaba tranquilo. Vio que el sol se ponía hacia el sur, y supo que pasarían dieciséis o dieciocho horas hasta que volviera a alzarse de nuevo, también por el sur, y que pronto no saldría en absoluto. Entonces llegaría la Era de la Oscuridad (diez mil años de oscuridad), pero aquello convenía perfectamente a los propósitos de Cornelius Hickey.
Sin embargo, aquella noche era fría y suave. Las estrellas brillaban, y Hickey sabía los nombres de algunas de las constelaciones invernales que salían, pero aquella noche tenía problemas incluso para localizar la Osa Mayor, y se contentó con quedarse sentado a la popa de su bote, con el chaquetón y la gorra manteniéndole perfectamente caliente, sus manos enguantadas en las bordas, la mirada fija hacia delante, en dirección al campamento
Terror
, e incluso el buque distante que podría alcanzar cuando decidiese devolver a la vida a sus bestias de carga y a su consorte. Pensaba en los meses y años pasados y se maravillaba ante el inevitable milagro de su propia trascendencia.
Cornelius Hickey no sentía arrepentimiento alguno por ningún acto de su anterior vida mortal. Había hecho lo que tenía que hacer. Había correspondido a aquellos arrogantes hijos de puta que habían cometido el error de mirarle por encima del hombro alguna vez, y había mostrado a los demás un atisbo de su divina luz.
De pronto, notó movimiento hacia el oeste. Con alguna dificultad, porque hacía mucho frío, Hickey volvió la cabeza hacia la izquierda para mirar hacia el mar helado.
Algo se movía hacia él. Quizá fuese su oído, tan sobrenatural y maravilloso como todos los demás sentidos afinados y aumentados ahora, que había detectado primero el movimiento en el hielo roto.
Algo grande caminaba hacia él sobre dos patas.
Hickey vio brillar la luz de las estrellas en el pelaje de un blanco azulado. Sonrió. Daba la bienvenida a la visita.
La criatura del hielo ya no era algo que temer. Hickey sabía que ahora no venía como depredador, sino como adorador. Él y la criatura no eran iguales en ese punto; Cornelius Hickey podía ordenarle la no existencia o desterrarlo hasta el lugar más lejano de todo el universo con un simple movimiento de su mano enguantada.
Y la cosa llegó, a veces cayendo a cuatro patas y saltando hacia delante, y más a menudo alzándose sobre dos enormes patas y dando zancadas como un hombre, aunque no se moviera en absoluto como un hombre.
Hickey notó que una extraña inquietud alteraba su profunda paz cósmica.
La cosa desapareció de su vista cuando se acercó mucho a la pinaza y al trineo. Hickey podía oírla moviéndose alrededor junto a la lona, bajo la lona, moviendo los cuerpos congelados con sus largas garras, con sus dientes del tamaño de grandes cuchillos, echando el aliento de vez en cuando, pero no podía verle. Se dio cuenta de que tenía miedo de volver la cabeza.
Miraba hacia delante, hacia la mirada de Magnus con las cuencas vacías.
Entonces, de repente, la cosa apareció allí, por encima de la borda, con la parte superior del cuerpo alzándose unos dos metros por encima de un bote que a su vez estaba elevado otro tanto por encima del trineo y la nieve.
Hickey notó que el aliento de la cosa le daba en el pecho.
A la luz de las estrellas, con la visión nueva y mejorada de Hickey, la cosa era mucho más terrible que nunca, más terrible de lo que jamás podía haber imaginado. Igual que él, Cornelius Hickey, aquella criatura había sufrido una maravillosa y terrible transformación.
La criatura inclinaba su enorme cuerpo por encima de las bordas. Husmeó entre la niebla de cristales de hielo suspendida en el aire entre Hickey y la proa, y el ayudante del calafatero inhaló el aliento a carroña y a mil siglos de muerte.
Hickey podía haber caído de rodillas y haber adorado a la criatura en aquel momento si hubiese tenido la opción del movimiento, pero estaba literalmente congelado e inmóvil. Ni siquiera podía volver la cabeza.
La cosa olisqueó el cuerpo de Magnus Manson, con el hocico largo e imposible volviendo una y otra vez a la cascada de sangre oscura que cubría la parte delantera de Magnus. Su enorme lengua lamió delicadamente la cascada congelada de sangre marrón. Hickey quería explicarle que aquél era el cuerpo de su amado consorte, y que había que conservarlo para que El, no Hickey, el ayudante de calafatero, sino aquel «Él» en el cual se había convertido, pudiera restaurar los ojos a su amado y algún día insuflarle de nuevo la vida.
Abruptamente, casi como por casualidad, la cosa mordió la cabeza de Magnus.
El crujido fue tan terrible que Hickey se habría tapado los oídos si hubiese sido capaz de levantar sus manos enguantadas de las bordas. No podía moverlas.
La cosa levantó un brazo cubierto de pelaje mucho más grueso de lo que había sido el enorme muslo de Magnus y golpeó el pecho del hombre muerto, de modo que las costillas y la columna vertebral explotaron hacia fuera formando una lluvia de fragmentos blancos de hueso. Hickey se dio cuenta de que la cosa no había «roto» a Magnus como Hickey había visto a Magnus romper un puñado de espaldas y costillas de hombres inferiores a él, sino que había hecho añicos a Magnus como un hombre haría añicos una botella o una muñeca de porcelana.
«Buscando un alma que devorar», pensó Hickey, y no sabía por qué había pensado aquello.
Hickey ya no podía mover la cabeza ni siquiera un centímetro, de modo que no tenía elección y debía mirar a la criatura del hielo mientras ésta iba extrayendo todas las partes internas de Magnus Manson y se las comía, masticando todos los trocitos con sus enormes dientes y luego desgarrando la carne helada de Magnus y separándola de los huesos helados, y luego desperdigaba los huesos por toda la proa de la pinaza, pero sólo después de abrirlos todos y chupar la médula. El viento vino y aulló en torno a la pinaza y el trineo, creando unas notas musicales y claras. Hickey imaginó un dios loco salido del Infierno con un abrigo de piel blanca, tocando una flauta de hueso.
Después la cosa fue a por él.
Primero cayó a cuatro patas, fuera de su vista (cosa mucho más terrorífica que cuando era capaz de verlo) y luego, con un movimiento vertical como el de una cresta de presión que se alzase, se elevó por encima de la borda y llenó todo el campo de visión de Hickey. Sus ojos negros, fijos, inhumanos, sin expresión alguna, estaban sólo a centímetros de los ojos abiertos del ayudante de calafatero. Su aliento caliente le envolvió.
—Oh —dijo Cornelius Hickey.
Fue la última palabra que pronunció, aunque en realidad no era una palabra, sino una larga, aterrorizada y muda exhalación. Hickey notó que su último aliento cálido fluía fuera de él, salía de su pecho, luego le subía por la garganta, luego a través de su boca abierta y forzada, luego pasaba susurrando entre sus dientes astillados, pero al instante se dio cuenta de que no era el «aliento» lo que le abandonaba, sino el espíritu, el alma.
La cosa la absorbió.
Pero entonces la criatura resopló, bufó, retrocedió, meneó la enorme cabeza como si algo sucio le hubiese mancillado. Cayó de cuatro patas y dejó el campo de visión de Cornelius Hickey para siempre.
«Todo» había abandonado para siempre el campo de visión de Cornelius Hickey. Las estrellas bajaron del cielo y se pegaron a sus ojos abiertos en forma de cristales de hielo. El Cuervo descendió en forma de oscuridad hacia él, y devoró lo que el
Tuunbaq
no se había dignado tocar. Finalmente, los ojos ciegos de Hickey estallaron debido al frío, pero él no parpadeó.
Su cuerpo quedó sentado muy rígido y erguido en la popa, con las piernas extendidas, las botas firmemente apoyadas en el montón de relojes de oro que había saqueado y el montón de ropa que había arrebatado a los hombres muertos, y las manos enguantadas heladas y pegadas a las bordas, con los dedos helados de su mano derecha a sólo unos centímetros de los cañones de la escopeta cargada.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, llegó el frente tormentoso y el cielo empezó a aullar de nuevo, y todo el día siguiente y la noche siguiente la nieve se apiló encima de la boca muy abierta del ayudante del calafatero y cubrió su chaquetón azul, su gorro, su rostro aterrorizado y destrozado, sus ojos abiertos, con un fino sudario blanco.
Crozier
Qué bello es estar muerto, ahora él lo sabe, no hay dolor ni sensación del yo.
Lo malo de estar muerto, y también lo sabe ahora, es, como había temido muchas veces cuando pensaba en matarse y rechazaba la idea por ese motivo, que hay sueños.
Lo bueno de lo malo es que los sueños no son propios.
Crozier flota en ese mar cálido y optimista de no existencia y escucha los sueños que no son suyos.
Si alguno de sus poderes analíticos de ser viviente y mortal hubiese sobrevivido a la transición a ese placentero flotar después de la muerte, el antiguo Francis Crozier podía haberse sorprendido ante esa idea de «escuchar» sueños, pero es cierto que esos sueños son más bien como escuchar una salmodia entonada por otra persona, aunque no implica lenguaje alguno, ni palabras, ni música, ni canto, en lugar de «ver» cosas, como eran los sueños cuando estaba vivo. Aunque hay imágenes muy concretas relacionadas con la escucha del sueño, las formas y colores no se parecen a nada que Francis Crozier haya visto jamás al otro lado del velo de la Muerte, y es esa «no voz», esa narración «no cantada», la que llena los sueños de su muerte.
Hay una bella joven esquimal llamada Sedna. Vive sola con su padre en una casa de nieve, muy al norte de los pueblos normales de los esquimales. La fama de la belleza de la joven se extiende y varios jóvenes recorren un largo trayecto a pie sobre los témpanos de hielo y las tierras áridas para rendir homenaje al canoso padre y cortejar a Sedna.
El corazón de la joven no se ve conmovido por ninguna de las palabras ni rostros ni formas de los pretendientes, y a finales de la primavera de aquel año, cuando el hielo se está rompiendo, se va sola entre los témpanos para evitar otra cosecha anual de pretendientes con cara de luna.