Crozier no tiene ni idea de lo que significan aquellas formas. Menea la cabeza lentamente para hacerle saber a ella que no quiere jugar.
Lady Silenciosa
le mira durante un momento, con los ojos oscuros clavados en los de él. Entonces deshace el motivo con un gracioso movimiento de sus manos y coloca el cordón en el cuenco de marfil del que él bebe el caldo. Un segundo después sale a gatas a través de los múltiples faldones de la puerta de la tienda.
Conmocionado por el aire frío que penetra durante unos segundos, Crozier intenta gatear también hacia la abertura. Necesita ver dónde está. Unos gemidos y crujidos de fondo sugieren que todavía están en el hielo, quizá muy cerca del lugar donde él recibió los disparos. Crozier no sabe cuánto tiempo ha pasado desde que Hickey les tendió una emboscada a los cuatro (él mismo, Goodsir, el pobre Lane y Goddard), pero tiene la esperanza de que hayan pasado sólo unas pocas horas, un día, dos como mucho. Si se va ahora, todavía podría avisar a los hombres en el campamento de Rescate antes de que Hickey, Manson, Thompson y Aylmore aparezcan por allí para hacer más daño.
Crozier puede levantar la cabeza y los hombros unos centímetros, pero está demasiado débil para salir de debajo de las pieles, y mucho menos para gatear y salir por entre los faldones de piel de caribú de la tienda. Se vuelve a dormir.
En algún momento, más tarde, sin saber si es el mismo día o si
Lady Silenciosa
ha salido y entrado varias veces desde que cayó dormido, la mujer le despierta. La débil luz que pasa a través de las pieles es la misma; el interior de la tienda está iluminado por las mismas lámparas de aceite. Hay un trozo de grasa de foca fresco colocado en un nicho en el suelo, que ella usa como despensa, y Crozier ve que ella acaba de quitarse la pesada parka exterior y que sólo lleva una especie de pantalones cortos con la piel hacia dentro. La suave piel exterior es de un color más claro que la piel oscura de
Silenciosa
. Sus pechos oscilan mientras se arrodilla ante Crozier de nuevo.
De pronto, el cordón baila nuevamente entre sus dedos. Esta vez el pequeño dibujo de un animal junto a la mano izquierda aparece primero, luego suelta el cordón, lo vuelve a trenzar y aparece a continuación el dibujo de la cúpula ovalada y acabada en punta en el centro.
Crozier menea la cabeza negativamente. No entiende nada.
Lady Silenciosa
arroja de nuevo el cordón en el cuenco, coge su cuchillo corto y semicircular con el mango de marfil que parece el mango de un gancho de estibador y empieza a cortar el trozo de carne de foca.
—Tengo que encontrar a mis hombres —susurra Crozier—. Tienes que ayudarme a encontrar a mis hombres.
Lady Silenciosa
le mira.
El capitán no sabe cuántos días pueden haber pasado desde que se despertó por primera vez. Duerme mucho. Sus pocas horas de vigilia las pasa bebiéndose el caldo y comiendo la carne y grasa de foca que
Silenciosa
ya no tiene que masticar previamente para él, pero que todavía le lleva a los labios, y ella le va cambiando las cataplasmas y lo limpia. Crozier se siente mortificado más allá de lo imaginable por tener que atender a sus necesidades de eliminación mediante otra lata Goldner colocada en la nieve y que puede alcanzar a través de un hueco entre la ropa de dormir que hay debajo de él, y que sea precisamente «esa chica» la que regularmente tenga que sacar la lata para vaciarla en algún lugar allá afuera, en los témpanos. No sirve de ningún consuelo a Crozier que el contenido de la lata se congele rápidamente, y que casi no huela en el interior de la pequeña tienda, que ya huele tan intensamente a pescado, a foca y a su propio sudor y presencia humana.
—Tienes que ayudarme a llegar hasta mis hombres —vuelve a decir, con voz ronca.
Sabe que existen muchas posibilidades de que todavía estén cerca de la
polynya
donde Hickey les tendió la emboscada, a no más de tres kilómetros por el hielo del campamento de Rescate.
Tiene que avisar a los demás.
Le confunde que cada vez que se despierta la luz tenue que pasa a través de las pieles de la tienda parezca ser la misma. Quizá, por algún motivo que sólo el doctor Goodsir podría explicar, se despierte sólo de noche. Quizá
Silenciosa
le esté drogando con esa sopa de sangre de foca para mantenerle durmiendo durante el día. Para evitar que escape.
—Por favor —susurra.
Puede esperar que, a pesar de su mudez, la salvaje haya aprendido un poco de inglés durante sus meses a bordo del
HMS Terror.
Goodsir había confirmado que
Lady Silenciosa
podía oír, aunque no tuviera lengua con la cual hablar, y el propio Crozier la había visto sobresaltarse, al oír un ruido súbito, cuando era huésped de su barco.
La
Silenciosa
sigue mirándole.
«Es tan idiota como salvaje», piensa Crozier. No piensa volver a suplicar más a esa pagana nativa. Tendrá que seguir comiendo, recuperándose, cogiendo fuerzas, y un día echarla a un lado y volver andando al campamento él solo.
Lady Silenciosa
parpadea y se vuelve a cocinar el trozo de carne de foca encima de su pequeño fogón de grasa.
Se despierta otro día, o más bien otra noche, porque la luz es tan oscura como siempre, y encuentra a
Silenciosa
arrodillada ante él y jugando de nuevo con el cordón.
El primer dibujo que forman sus dedos muestra de nuevo la forma con cúpula puntiaguda. Sus dedos bailan. Aparecen dos formas con lazadas verticales, pero con dos patas o aletas, en lugar de cuatro. Ella aparta mucho los dedos y de alguna manera los dibujos se mueven, deslizándose desde la mano derecha de ella hacia la izquierda, y las lazadas en forma de globo se van desplazando. Ella deshace ese dibujo, sus dedos vuelan y aparece de nuevo la cúpula oval en el centro, pero, según se va dando cuenta Crozier poco a poco, no es exactamente la misma forma. El pico de la cúpula ha desaparecido y ahora es una pura curva catenaria como las que había estudiado como guardiamarina, al examinar atentamente ejemplos de geometría y de trigonometría.
Él menea la cabeza negativamente.
—No lo entiendo —dice ásperamente—. Este juego no tiene sentido, maldita sea.
La
Silenciosa
le mira, parpadea, arroja el cordón a una bolsa de piel de animal y empieza a sacarle de las pieles donde duerme.
Crozier todavía no tiene fuerzas para resistirse a ella, pero tampoco usa la poca fuerza que ha recuperado para ayudarla.
Lady Silenciosa
le incorpora y le pone una chaquetilla ligera de caribú como ropa interior y luego encima una gruesa parka de piel en la parte superior del cuerpo. Crozier se sorprende al ver lo ligeras que son las dos capas, ya que las capas de algodón y lana que llevaba para trabajar fuera los tres años anteriores pesaban más de trece kilos «antes» de quedar inevitablemente empapadas de sudor y de hielo, pero duda de que la parte superior del traje esquimal pese más de tres kilos y medio. Nota lo sueltas que quedan ambas capas encima de su torso, pero que al mismo tiempo se ajustan perfectamente por el cuello y las muñecas, allí donde podría escapar el calor.
Abochornado, Crozier intenta ayudar a ponerse los ligeros pantalones de caribú encima del cuerpo desnudo (una versión más larga de los pantalones cortos que es lo único que lleva
Silenciosa
dentro de la tienda), y luego unas largas medias de caribú, pero sus dedos estorban más que ayudar.
Lady Silenciosa
le aparta las manos y acaba por vestirle con una economía de esfuerzos muy impersonal, que sólo usan las madres y las enfermeras.
Crozier mira mientras
Silenciosa
le pone unas fundas que parecen estar hechas de hierba entretejida en los pies y se las ajusta muy bien encima de los pies y los tobillos. Presumiblemente sirven como aislamiento, y él es incapaz de imaginar el tiempo que le habrá costado a ella, o a alguna otra mujer, tejer la hierba hasta conseguir unos calcetines tan altos y ajustados. Las botas de piel, cuando
Lady Silenciosa
se las pone encima de los calcetines de hierba, se superponen a sus medias de piel, y él nota que las suelas de estas botas están hechas del pellejo más grueso de todas sus ropas.
Durante las primeras horas que pasó despierto en la tienda, Crozier se maravillaba ante la profusión de ropa, parkas, pieles, pellejos de caribú, ollas, tendones, las lámparas de aceite de foca hecha de lo que parecía esteatita, el cuchillo curvado y otras herramientas, pero luego se dio cuenta de lo obvio: fue
Lady Silenciosa
la que saqueó los cuerpos y equipajes de los ocho esquimales que mataron los tenientes Hodgson y Farr. El resto del material (latas Goldner, cucharas, cuchillos, costillas de mamíferos marinos, trozos de madera, marfil, incluso lo que parecían ser viejas duelas de barril, ahora usadas como parte del armazón de la tienda) debió de recogerlos del
Terror
o del abandonado campamento
Terror
, o durante los meses que ella pasó sola en la nieve.
Cuando está vestido, Crozier se deja caer sobre un codo y jadea.
—¿Me vas a llevar ahora de vuelta con mi pueblo? —pregunta.
Lady Silenciosa
se pone unos guantes en las manos, se sube la capucha con el borde de piel de oso, agarra con fuerza la piel de oso que hay debajo de él y la arrastra hacia fuera a través de los faldones de la tienda.
El aire frío hiere los pulmones de Crozier y le hace toser, pero al cabo de un momento se da cuenta de lo caliente que está el resto de su cuerpo. Nota el calor de su propio cuerpo que fluye en torno a él, en el espacio que crea su ropa, obviamente no porosa.
Lady Silenciosa
se afana de aquí para allá durante un minuto, incorporándole hasta dejarle sentado encima de una pila de pieles dobladas. Él supone que ella no quiere que esté echado en el hielo, aunque sea encima de una piel de oso, ya que se está más caliente con esas extrañas ropas esquimales cuando se está sentado y se deja que el aire calentado por el propio cuerpo circule por la piel.
Como para confirmar su teoría,
Silenciosa
retira la piel de oso en el hielo, la dobla y la añade a la pila que está junto a la que él se sienta. Asombrosamente, aunque los pies de Crozier estaban fríos siempre que subía a cubierta o salía al hielo, durante los tres últimos años, y llevaban «fríos y húmedos» cada momento desde que abandonó el
Terror,
ni el frío del hielo ni la humedad parecen penetrar allí las gruesas suelas de piel y las botas de hierba que lleva ahora.
Mientras
Silenciosa
empieza a desmontar la tienda con unos pocos movimientos firmes, Crozier mira a su alrededor.
Es de noche.
«¿Por qué ha querido sacarme de noche? ¿Acaso hay alguna emergencia?»
La tienda de caribú que ella desmonta con rapidez está, como él había intuido por los ruidos, en la banquisa, situada entre seracs e icebergs y crestas de presión que reflejan la poca luz que arrojan unas cuantas estrellas asomadas entre nubes bajas. Crozier ve el agua oscura de una
polynya
a menos de nueve metros de donde se encontraba echado en la tienda, y el corazón le late más deprisa.
«No hemos abandonado la zona donde Hickey nos tendió la emboscada, a unos tres kilómetros del campamento de Rescate. Sé volver desde aquí.»
Entonces se da cuenta de que esa
polynya
es mucho más pequeña que aquella a la cual les había conducido Robert Golding: este fragmento de agua negra y abierta mide menos de dos metros y medio de largo, y sólo la mitad de ancho. Tampoco los icebergs helados que los rodean en la banquisa tienen el mismo aspecto. Son mucho más altos y numerosos que los del lugar de la emboscada de Hickey. Y las crestas de presión son más altas.
Crozier guiña los ojos y mira hacia el cielo, captando sólo algún atisbo de las estrellas. Si las nubes se separasen y tuviera el sextante, las tablas y una carta, podría fijar su posición...
Sí..., sí..., podría...
El único fragmento de estrellas reconocible que ve parece más bien una constelación invernal que una que estuviera en aquella parte del cielo ártico a mediados o finales de agosto. El sabe que le dispararon la noche del 17 de agosto; ya había anotado su entrada diaria en la bitácora antes de que Robert Golding viniera corriendo al campamento, y no puede imaginar que hayan pasado más que unos pocos días desde la emboscada.
Mira como loco hacia los horizontes cubiertos de hielo, intentando ver un resplandor que apunte hacia un crepúsculo reciente o una inminente aurora, hacia el sur. Sólo se ve la noche y el viento aullante y las nubes, y unas pocas estrellas temblorosas.
«Dios mío..., ¿dónde está el sol?»
Crozier sigue sin tener frío, pero ahora tiembla y tirita tanto que tiene que usar la poca fuerza que le queda para agarrarse a la pila de pieles dobladas para no caerse.
Lady Silenciosa
está haciendo una cosa muy extraña.
Ha dejado caer la tienda de piel y los huesos con unos pocos movimientos eficientes (aun a aquella luz débil, Crozier ve que las cubiertas exteriores de la tienda están hechas de piel de foca) y ahora se arrodilla ante una de las cubiertas de piel de foca de la tienda; con su cuchillo en forma de media luna la está rajando por la mitad.
Entonces lleva las dos mitades de la piel de foca hacia la
polynya
y, con un palo curvado para bajar las pieles hacia el agua, las humedece completamente. Volviendo hacia el lugar donde estaba la tienda sólo hace unos momentos, coge peces congelados de la zona de almacenaje que había recortado en el hielo, en su mitad de la tienda, y velozmente coloca una hilera de pescados, uno tras otro, a lo largo de un lado de cada mitad de la cubierta de la tienda, que se está congelando rápidamente.
Crozier no tiene ni la menor idea de qué es lo que está haciendo la chica. Es como si estuviera realizando alguna especie de malsano ritual religioso pagano allá fuera, en el viento de la noche, bajo las estrellas. Pero el problema, piensa Crozier, es que ha cortado la cubierta de piel de foca de la tienda. Aunque reconstruya la tienda con las pieles estiradas encima de los palitos curvados, las costillas y los huesos, ya no conseguirá protegerlos del viento y del frío.
Ignorándole,
Silenciosa
enrolla ambas mitades de la cubierta de piel de foca muy tensas alrededor de las dos hileras de pescados, tirando de la piel de foca húmeda para que quede más tirante aún. A Crozier le divierte ver que ha dejado la mitad de un pescado sobresaliendo de un extremo en ambos trozos de piel de foca enrollados, y ahora se concentra en doblar hacia arriba la cabeza de cada pescado, ligeramente.