Como esto ocurrió en la época en que los animales todavía tenían voces que la gente comprendía, un pájaro vuela por encima del hielo que se abre y corteja a Sedna con su canción: «Ven conmigo a la tierra de las aves, donde todas las cosas son bellas como mi canción», canta el ave. «Ven conmigo a la tierra de las aves donde no hay hambre, donde tu tienda estará hecha siempre de las pieles de caribú más bellas, donde yacerás sólo en las pieles de oso más finas, y en pieles de caribú, y donde tu lámpara estará siempre llena de aceite. Mis amigos y yo te llevaremos todo lo que pueda desear tu corazón, y tú irás vestida a partir de aquel día con nuestras plumas más bellas.»
Sedna cree al pretendiente-ave, se casa con él siguiendo la tradición de la gente real y viaja con él muchas leguas por mar y por hielo hacia la tierra de la gente ave.
Pero el ave había mentido.
Su hogar no está hecho de las pieles finas de caribú, sino que es un habitáculo triste y apedazado con pieles de pescado podrido cosidas entre sí. El viento frío sopla a su través con toda libertad, y se ríe de ella por su crédula inocencia.
Ella no duerme sobre las más finas pieles de oso, sino encima de miserables pellejos de foca. No hay aceite para la lámpara. La otra gente ave no le hace caso y ella tiene que llevar la misma ropa con la que se casó. Su nuevo marido sólo le trae pescado frío para comer.
Sedna sigue insistiendo ante su indiferente marido-ave en que echa de menos a su padre, de modo que finalmente el ave le permite a su padre que venga de visita. Para hacerlo el anciano tiene que viajar muchas semanas en su frágil embarcación.
Cuando llega su padre, Sedna finge gran alegría hasta que están a solas en la oscuridad de la tienda que apesta a pescado, y entonces se echa a llorar y le cuenta a su padre que su marido la maltrata y que lo ha perdido todo (juventud, belleza, felicidad) casándose con el ave, en lugar de casarse con uno de los jóvenes de la gente real.
El padre se siente horrorizado al oír aquella historia y ayuda a Sedna a concebir un plan para matar a su marido. Al día siguiente, cuando el marido-ave vuelve con pescado frío para Sedna, para desayunar, el padre y la chica caen encima del ave con el arpón y el remo del kayak del padre y lo matan. Luego, padre e hija huyen de la tierra de la gente ave.
Durante días y días viajan al sur hacia la tierra de la gente real, pero cuando la familia y amigos del marido-ave lo encuentran muerto, se llenan de ira y vuelan hacia el sur con un batir de alas tan fuerte que la gente real puede oírlo a mil leguas de distancia.
La distancia por mar que a Sedna y su padre les costó una semana de navegar, la cubren los miles de pájaros en vuelo en unos pocos minutos. Se abalanzan sobre el barquito como una nube oscura y furiosa de picos, garras y plumas. El aleteo de sus alas provoca una terrible tempestad que levanta las olas y amenaza con engullir el pequeño barquito.
El padre decide devolver a su hija a las aves como ofrenda, y la arroja por la borda.
Sedna se agarra al bote con desesperación. Su presa es fuerte.
El padre saca el cuchillo y le corta las primeras falanges de los dedos. Cuando caen en el mar, los trocitos de dedos se convierten en las primeras ballenas. Las uñas se convierten en las barbas de las ballenas que se encuentran en las playas.
Pero Sedna todavía se agarra. El padre le corta la segunda falange de los dedos.
Estas partes de los dedos caen en el mar y se convierten en las focas.
Pero Sedna sigue agarrándose. Cuando el aterrorizado padre le corta los últimos muñones de dedos, éstos caen en los témpanos que pasan y en el agua, y se convierten en las morsas.
Como ya no le quedan dedos, sino sólo unos muñones de hueso curvados, como las garras de ave de su difunto marido en el lugar de las manos, Sedna finalmente cae al mar y se hunde hasta el fondo del océano. Y reside allí hasta el día de hoy.
Sedna es la señora de todas las ballenas, morsas y focas. Si la gente real la complace, ella les envía animales y les dice a las focas, morsas y ballenas que se dejen coger y matar. Si la gente real la disgusta, ella se guarda las ballenas, morsas y focas en la profunda oscuridad, y la gente real sufre y pasa hambre.
«¿Qué demonios es todo esto?», piensa Francis Crozier. Es su propia voz la que interrumpe el flujo lento de la escucha del sueño.
Y como si lo hubiese convocado, irrumpe entonces el dolor.
Crozier
«¡Mis hombres!», grita. Pero está demasiado débil para gritar. Está demasiado débil para decirlo en voz alta. Está demasiado débil incluso para recordar qué significan esas dos palabras. «¡Mis hombres!», grita de nuevo. Y surge un gemido.
Ella le está torturando.
Crozier no se despierta de golpe, sino que más bien se va despertando mediante una serie de penosos intentos de abrir los ojos, uniendo entre sí fragmentos separados de intentos de conciencia que se extienden a lo largo de horas, incluso días, siempre extraídos del sueño-muerte por el dolor, y por dos palabras que nada significan: «¡mis hombres!», hasta que al final adquiere la conciencia suficiente para recordar quién es y ver dónde está y darse cuenta de con quién está.
Ella le está torturando.
La joven esquimal a la que había conocido como
Lady Silenciosa
sigue cortándole en el pecho, los brazos, el costado, la espalda y la pierna con un cuchillo afilado y caliente. El dolor es incesante e intolerable.
El está echado junto a ella en un espacio pequeño, no una casa de nieve, como la que había descrito Irving a Crozier, sino una especie de tienda hecha con pieles estiradas por encima de unos palitos o huesos, con una luz vacilante que procede de varias lámparas pequeñas de aceite y que ilumina la parte superior del cuerpo de la chica, desnudo; cuando mira hacia abajo, ve su propio pecho, sus brazos y su vientre, desgarrados y sangrantes. Piensa que está rebanándolo en tiras pequeñas.
Crozier intenta gritar, pero de nuevo se da cuenta de que está demasiado débil para chillar. Intenta apartar el brazo y la mano del cuchillo con la que ella le tortura, pero no tiene fuerzas para levantar su propio brazo, y no digamos ya para apartar el de ella.
Los ojos castaños de la joven se clavan en los de él, dándose cuenta de que ha revivido de nuevo; luego vuelve a examinar el daño que está haciendo su cuchillo al cortar la carne, apuñalar y torturar.
Crozier emite un gemido muy débil. Luego vuelve a caer en la oscuridad, pero no vuelve a escuchar sueños ni al agradable no-ser que ahora sólo recuerda a medias, sino sólo a las oleadas negras de un mar de dolor.
Ella le alimenta con una especie de caldo con una de las latas Goldner vacías, que seguramente ha robado del
Terror.
El caldo sabe a sangre de algún animal marino. Ella entonces corta tiras de carne de foca y grasa usando una hoja extrañamente curva con mango de marfil, sujeta el trozo de carne entre sus dientes y lo rebana peligrosamente cerca de los labios, cortando hacia abajo; luego mastica bien el trocito y al final lo mete entre los labios agrietados y heridos de Crozier. El intenta escupir aquello, porque no quiere que le alimenten como si fuera un pajarito sin plumas, pero ella recupera los trozos de grasa y se los vuelve a meter en la boca. Derrotado, incapaz de luchar con ella, él encuentra la energía suficiente para masticar y tragar.
Entonces vuelve a caer en un sueño mecido por los aullidos del viento, pero pronto se despierta. Se da cuenta de que está desnudo y metido entre una ropa de cama de piel (sus ropas, las múltiples capas de ropa, no están en el pequeño espacio de la tienda) y que ella ahora le ha puesto boca abajo, colocando una especie de fina piel de foca debajo para evitar que la sangre de su pecho lacerado manche las suaves pieles que cubren el suelo de la tienda. Ella está cortando y hurgando en su espalda con una hoja larga y recta.
Demasiado débil para resistirse o darse la vuelta, lo único que puede hacer Crozier es quejarse. Se imagina que ella le está cortando a trocitos y luego cocinando y comiéndose esos trozos. Nota que ella coloca unas hebras apretadas de algo húmedo y pegajoso encima y dentro de las múltiples heridas de su espalda.
En algún momento de la tortura se queda dormido de nuevo.
«¡Mis hombres!»
Sólo después de varios días de ese dolor y de perder y recuperar constantemente la conciencia y pensar que
Lady Silenciosa
está cortándole a trocitos, Crozier recuerda que le han disparado.
Se despierta y la tienda está oscura, sólo se filtra una mínima cantidad de luz de luna o de estrellas a través de los pellejos bien tirantes de la tienda. La chica esquimal duerme junto a él, compartiendo el calor del cuerpo de él y ofreciéndole el suyo, y ambos están desnudos. Crozier no nota ni el menor asomo de pasión o interés físico aparte de su necesidad animal de calor. Le duele demasiado.
«¡Mis hombres! ¡Debo volver con mis hombres! ¡Advertirlos!»
Por primera vez recuerda a Hickey, la luz de la luna, los disparos de escopeta.
El brazo de Crozier está cruzado encima de su pecho y ahora obliga a su mano a tocar más arriba, donde las postas de escopeta le dieron en el pecho y el hombro. La parte superior de su torso es una masa de verdugones y heridas, pero parece que todas las postas de la escopeta y cualquier fragmento de tela que se hubiese introducido en la carne con ellas han sido cuidadosamente extraídos. Hay algo suave, como musgo humedecido o algas, apretado contra las heridas más graves, y aunque Crozier siente el impulso de quitárselo y arrojarlo lejos, no tiene fuerzas para hacerlo.
La parte superior de la espalda le duele más todavía que su lacerado pecho, y Crozier recuerda la tortura que le infligía
Silenciosa
hurgando allí con su cuchillo. También recuerda el sonido como de succión después de que Hickey apretara el gatillo, pero antes de que salieran disparados los cartuchos de la escopeta. La pólvora se había humedecido y era antigua, y ambos disparos probablemente habían hecho ignición con mucha menos potencia explosiva de lo que les correspondía. Pero también recordaba el impacto de la parte exterior de la nube de postas que se iba dispersando, y que le había arrojado de cara en el hielo. Le habían disparado una vez por la espalda con la escopeta a una distancia muy grande, y una vez también de frente.
«¿Habrá sacado todas las postas la chica esquimal? ¿Todos los trocitos de tela sucia que se me debieron de meter dentro?»
Crozier parpadea en la oscuridad. Recuerda haber visitado la enfermería del doctor Goodsir y las pacientes explicaciones del cirujano de cómo en las batallas navales, así como en la mayoría de las heridas sufridas en su expedición, no era normalmente la herida inicial la que mataba, sino la sepsis de las heridas contaminadas que se producía posteriormente.
Desplaza su mano lentamente del pecho al hombro. Recuerda ahora que después de los disparos de la escopeta, Hickey le había disparado varias veces con la propia pistola de Crozier, y que la primera bala había dado... allí. Crozier respinga cuando sus dedos encuentran un profundo surco en la carne de la parte superior del bíceps. Está tapado con aquella cosa mohosa y viscosa. El dolor que le produce el contacto le deja mareado y enfermo.
Hay otro surco producido por una bala a lo largo de su costilla izquierda. Tocar ése (y sólo llevarse la mano hasta allí le deja exhausto) le hace emitir un jadeo en voz alta y le deja sin conocimiento durante un momento.
Cuando recupera un poco la consciencia, Crozier se da cuenta de que
Silenciosa
le ha sacado una bala de la carne en aquel costado, y que también ha vendado su herida con la misma especie de cataplasma pagana que le ha aplicado en otras partes del cuerpo. Por el dolor que siente al respirar y por la hinchazón y el dolor de la espalda, cree que esa bala le rompió al menos una costilla del lado izquierdo, rebotó y luego se alojó bajo la piel, junto al omóplato izquierdo.
Lady Silenciosa
se la ha debido de extraer de ahí.
Le cuesta incontables minutos y el resto de su escasa energía bajar la mano para tocar la herida que más le duele.
Crozier no recuerda que le disparasen en la pierna izquierda, pero el dolor del músculo, justo por encima y por debajo de la rodilla, le convence de que una bala ha debido de atravesar ese punto. Nota el agujero de entrada y el de salida bajo sus dedos temblorosos. Cinco centímetros más arriba y la bala le habría costado la rodilla, y la rodilla le habría costado la pierna, y la pierna casi con toda seguridad le habría costado la vida. También ahí lleva una compresa con una cataplasma, y aunque nota costras, parece que no hay flujo de sangre nueva.
«No es raro que esté ardiendo de fiebre. Me estoy muriendo de sepsis.»
Entonces se da cuenta de que el calor que nota no puede ser fiebre. Esas ropas aislan muy bien, y el cuerpo de
Lady Silenciosa
junto al suyo desprende tanto calor que él está completamente caliente por primera vez desde hace... ¿cuánto? ¿Meses? ¿Años?
Con gran esfuerzo, Crozier aparta la parte superior de la manta que los cubre a ambos, permitiendo que entre un poco de aire fresco.
Silenciosa
se mueve, pero no se despierta. Mirándola a la débil luz de la tienda, él piensa que en realidad parece una niña..., quizá como una de las hijas adolescentes más jóvenes de su primo Albert.
Con esa idea in mente, recordando haber jugado al criquet en un césped muy verde en Dublín, Crozier se queda dormido otra vez.
Ella lleva la parka puesta y está arrodillada ante él, con las manos a escasos centímetros de distancia y un cordón hecho con un tendón o tripa de animal bailando entre sus dedos y pulgares separados. Está usando los dedos para jugar al juego infantil de la cunita, con tendones en lugar de cordón.
Crozier la mira sin ánimo.
Aparecen repetidamente dos modelos en el complicado cruce del cordón de tendones. El primero comprende tres bandas de cordones que crean dos triángulos en la punta, justo en sus pulgares, pero con una doble lazada de cordón en la parte inferior y central del modelo que muestra una cúpula picuda. El segundo modelo, con la mano derecha muy apartada y sólo dos hilos corriendo casi hasta su mano izquierda donde el cordón forma una lazada, en torno al pulgar y al dedo meñique, muestra una compleja lazada pequeña de cordón doblado que parece una figura caricaturesca con cuatro patitas o aletas ovales y una cabeza formada por otra lazada.