El Terror (103 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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—¡Esperad! —Aquel grito postrero le había costado perder la penúltima onza de energía que le quedaba.

Jopson notaba que todo su calor iba fluyendo hacia fuera, hacia el suelo helado que tenía debajo. Pero surgió con más fuerza que cualquier palabra que hubiese dicho jamás.

—¡Esperad! —gritó al fin. Era una voz de hombre, no el maullido de un gatito ni el gemido de un moribundo.

Pero era demasiado tarde. Los hombres de los botes estaban a un centenar de metros de distancia y desaparecían con rapidez, ya eran unas simples siluetas negras y tambaleantes ante un fondo eterno gris y más gris, y los quejidos y crujidos del hielo y del viento, que habrían apagado el sonido de un disparo de rifle, ahogaron con mayor facilidad aún la voz solitaria de un hombre abandonado.

Durante un instante la niebla se alzó un poco más y una luz benévola lo iluminó todo, como si el sol viniera a fundir el hielo por todas partes y a traer verdes zarcillos y cosas vivas y esperanza donde antes no existía ninguna, pero luego la niebla se cerró de nuevo y formó remolinos en torno a Jopson, cegándole y vendándole con sus dedos húmedos, fríos y grises.

Y luego hombres y botes desaparecieron.

Como si nunca hubieran existido.

57

Hickey

En el extremo sudoeste de la isla del Rey Guillermo

8 de septiembre de 1848

El ayudante de calafatero Cornelius Hickey odiaba a reyes y reinas. Pensaba que no eran más que parásitos que chupaban la sangre, situados en el culo del cuerpo que era el politiqueo.

Pero se dio cuenta de que no le parecía mal «ser» rey él mismo.

Su plan de navegar y remar todo el camino de vuelta hacia el campamento
Terror
o hacia el
Terror
mismo se había ido a paseo cuando la pinaza (que ya no estaba tan atestada) dio la vuelta al cabo sudoeste de la Tierra del Rey Guillermo y se encontraron con la banquisa que avanzaba. El agua abierta se estrechó hasta formar unos canales que no conducían a ninguna parte o que se cerraban ante ellos ya mientras su bote intentaba abrirse camino por la costa que ahora se extendía hacia delante, al nordeste.

Había agua abierta de verdad mucho más hacia el oeste, pero Hickey no podía permitir que la pinaza estuviese fuera de la vista de tierra por el simple motivo de que no quedaba nadie vivo en su bote que supiera cómo navegar en el mar.

El único motivo de que Hickey y Aylmore hubiesen sido tan generosos para dejar que George Hodgson fuera con ellos, o en realidad habían convencido al joven teniente de que él quería ir con ellos, era que el muy idiota había recibido formación, como todos los tenientes de la Marina, en la navegación celeste. Pero el primer día de arrastre saliendo del campamento de Rescate, Hodgson admitió que no era capaz de fijar su posición ni de orientarlos de vuelta al
Terror
en el mar sin un sextante, y el único sextante que quedaba todavía seguía en manos del capitán Crozier.

Uno de los motivos por los que Hickey, Manson, Aylmore y Thompson habían dado la vuelta y atraído a Crozier y Goodsir al hielo era para conseguir de alguna manera uno de esos malditos sextantes, pero ahí la natural astucia de Cornelius Hickey le había fallado. Él y Dickie Aylmore no consiguieron encontrar ninguna razón convincente para que su Judas particular, Bobby Golding, le pidiera a Crozier que se llevase el sextante con él al hielo, de modo que pensaron en la posibilidad de torturar a aquel bastardo irlandés para que, de algún modo, mandase una nota pidiendo que le enviasen el instrumento fuera del campamento, pero al final, viendo a su torturador de rodillas, Hickey había decidido matarle sin más.

De modo que cuando encontraron agua abierta, el joven Hodgson resultaba inútil incluso para tirar de los arneses, así que Hickey pronto tuvo que eliminarle de una manera limpia y misericordiosa.

Ayudaba mucho tener la pistola de Crozier y sus cartuchos extra para tal propósito. Los primeros días después de volver con Goodsir y reservas de comida, Hickey había permitido a Aylmore y a Thompson que se quedaran las dos escopetas más que habían conseguido, ya que Hickey mismo había cogido la tercera que les dio Crozier el día que salieron del campamento de Rescate, pero pronto reconsideró el hecho de que aquellas armas anduviesen por ahí e hizo que Magnus las arrojara al mar. Así era mejor: el rey, Cornelius Hickey, tenía la pistola y el control de la única escopeta y sus cartuchos, y a Magnus Manson a su lado. Aylmore era un conspirador nato, afeminado y ratón de biblioteca, como bien sabía Hickey, y Thompson era un patán borracho en el que no se podía confiar del todo. Hickey sabía todas esas cosas por instinto y a causa de su inteligencia superior innata. Así que cuando el suministro de comida que era Hodgson empezó a escasear, en torno al tercer día de septiembre, Hickey envió a Magnus a que diera un golpe a ambos hombres en la cabeza, los atara y los arrastrara sin sentido ante la docena de hombres reunidos, y allí Hickey celebró una breve corte marcial y declaró a Aylmore y Thompson culpables de sedición y de conspirar contra su líder y sus compañeros, y los despachó con una sola bala en la cabeza a cada uno.

En los tres sacrificios por el bien común (Hodgson, Aylmore y Thompson), el maldito cirujano, Goodsir, se negó a cumplir su papel como Diseccionador General.

Así que por cada negativa el comandante Hickey se vio obligado a administrar un castigo al recalcitrante cirujano. Hubo tres castigos de esa índole, de modo que Goodsir ciertamente tenía muchos más problemas para andar, ahora que se veían obligados a volver a la costa.

Cornelius Hickey creía en la suerte, en su propia suerte, y siempre había sido un hombre afortunado, pero cuando la suerte le abandonaba, siempre estaba dispuesto a forjársela él mismo.

En aquel caso, cuando llegaron alrededor del enorme cabo en el extremo suroccidental de la Tierra del Rey Guillermo, navegando cuando podían, remando duro cuando los canales se volvían más estrechos, cerca de la costa, y vieron la banquisa sólida ante ellos, Hickey ordenó llevar el bote a tierra y volvieron a cargar de nuevo la pinaza en el trineo.

No necesitaba recordarles a los hombres lo afortunados que eran. Mientras los hombres de Crozier estaban casi con toda seguridad muertos o moribundos allá en el campamento de Rescate, o muriendo en la banquisa en el estrecho al sur de allí, los Pocos Elegidos de Hickey habían hecho más de dos tercios y posiblemente casi tres cuartos del camino de vuelta al campamento
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, y a todos los suministros escondidos allí.

Hickey había decidido que un líder de su estatura (el rey de la expedición Franklin) no podía verse obligado a tirar de los arneses. Los hombres, ciertamente, se alimentaban bien gracias a él (y sólo a él), y no se quejaban de enfermedad o de falta de energía, de modo que aquella parte final del viaje había decidido ir sentado en la proa de la pinaza, encima del trineo, y permitir que la docena de hombres supervivientes, excepto el cojeante Goodsir, tirasen de él por encima del hielo, la grava y la nieve, mientras iban bordeando la curva norte del cabo.

Durante los siguientes días, Magnus Manson había ido también subido a la pinaza con él, no sólo para que todo el mundo comprendiera que Magnus era el consorte del rey, así como gran inquisidor y ejecutor. El pobre Magnus sufría dolores de estómago de nuevo.

La razón principal por la que el doctor Goodsir iba cojeando pero todavía seguía vivo era que Cornelius Hickey tenía un miedo horrible a la enfermedad y al contagio. La enfermedad de los otros hombres allá en el campamento de Rescate y antes (sobre todo el escorbuto sangrante) asqueaban y aterrorizaban al ayudante de calafatero. Necesitaba un médico que le atendiera, aunque todavía no hubiese mostrado el menor signo de la enfermedad que tanto afectaba a hombres inferiores.

El equipo del trineo de Hickey (Morfin, Orren, Brown, Dunn, Gibson, Smith, Best, Jerry, Work, Seeley y Strickland) tampoco había mostrado señales de escorbuto, ahora que su dieta consistía en carne fresca o casi fresca de nuevo.

Sólo Goodsir parecía enfermo y actuaba como tal, y eso era porque el muy idiota insistía en seguir comiendo sólo las pocas galletas que quedaban y agua. Hickey sabía que pronto tendría que intervenir e «insistir» en que el cirujano compartiese una dieta antiescorbútica más sana, las partes más carnosas, como el muslo, la pantorrilla y el brazo y antebrazo eran las mejores, de modo que Goodsir no muriese a causa de su propia y perversa tozudez. Un médico, después de todo, tendría que saberlo. Las galletas de barco rancias y un poco de agua pueden mantener a una rata, si no hay nada mejor, pero no es dieta para un hombre.

Para asegurarse de que el doctor Goodsir vivía, Hickey había quitado hacía mucho tiempo al cirujano todas las medicinas de su maletín, vigilándolas él mismo y permitiendo a Goodsir que se las administrase a Magnus y a otros sólo bajo cuidadosa supervisión. También se aseguró de que el cirujano no tuviera acceso a cuchillos, y cuando estaban afuera, en el mar, siempre asignaba a uno de sus hombres para que se asegurase de que Goodsir no se arrojaba por la borda.

Hasta el momento, el cirujano no había mostrado señal alguna de elegir el suicidio.

El dolor de estómago de Magnus era más grave, de modo que el gigante se veía obligado a subir en la pinaza colocada encima del trineo con Hickey durante el día, y además le mantenía despierto algunas noches. Hickey nunca había visto que su amigo tuviese problemas para dormir.

Las dos diminutas heridas de bala eran la causa, por supuesto, y Hickey obligó a Goodsir a atenderlas diariamente. El cirujano insistía en que las heridas eran superficiales y que la infección no se había extendido. Mostró tanto a Hickey como al inocente Magnus (que se levantaba los faldones de la camisa para contemplar alarmado su propio vientre) que la carne en torno al estómago estaba rosada y saludable.

—¿Y por qué le duele? —insistía Hickey.

—Es como cualquier hematoma, especialmente uno de un músculo profundo —decía el cirujano—. Puede que siga doliéndole durante semanas. Pero no es grave ni hay riesgo de muerte, en absoluto.

—¿Puede quitar las bolas? —preguntó Hickey.

—Cornelius —se quejó Magnus—, yo no quiero que me quiten las bolas.

—Me refería a los proyectiles, cariño —dijo Hickey, acariciando el enorme antebrazo del gigante—. Esas balas pequeñas que tienes en la barriga.

—Quizá —dijo Goodsir—. Pero sería mejor que no lo intentase. Al menos, mientras seguimos en marcha. La operación requeriría cortar un músculo que ya ha curado en gran parte. El señor Manson podría tener que estar recuperándose varios días, echado..., y siempre existiría el riesgo grave de sepsis. Si decidimos eliminar las balas, me sentiría mucho más cómodo haciéndolo en el campamento
Terror
, o cuando lleguemos de nuevo al buque. Así el paciente podría quedarse en cama convaleciente durante varios días, o más.

—No quiero que me duela la tripa —gruñó Magnus.

—No, claro que no —dijo Hickey, frotando el enorme pecho y hombros de su compañero—. Dele un poco de morfina, Goodsir.

El cirujano asintió y preparó una dosis de analgésico en una cuchara.

A Magnus le gustaban las cucharadas de morfina y se quedaba sentado en la proa de la pinaza, sonriendo dulcemente durante una hora o más. Luego se quedaba dormido, después de que le dieran su dosis.

De modo que aquel viernes, 8 de septiembre, todo estaba bien en el mundo del rey Hickey. Sus once animales de tiro (Morfin, Orren, Brown, Dunn, Gibson, Smith, Best, Jerry, Work, Seeley y Strickland) estaban bien, no tenían enfermedades, y tiraban muy duro cada día. Magnus estaba feliz la mayor parte del tiempo, disfrutaba yendo en la proa como un oficial, mirando el paisaje que iban recorriendo. Había la suficiente morfina y láudano en las botellas para aguantar hasta que llegasen al campamento
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o al propio
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Goodsir estaba vivo e iba cojeando junto con la caravana y asistiendo al rey y a su consorte. El tiempo era bueno, aunque cada vez más frío, y no había señal alguna en absoluto de la criatura que los había atacado en los meses anteriores.

Hasta con su dieta vigorosa, les quedaban suficientes reservas de Aylmore y Thompson para hacer buen estofado los días siguientes. Habían averiguado que la grasa humana ardía como combustible de una manera similar a la grasa de ballena, aunque de forma menos eficiente y por períodos más cortos. Hickey tenía el plan de organizar un sorteo si necesitaban más sacrificios antes de llegar al campamento
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.

Podían acortar un poco las raciones, por supuesto, pero Cornelius Hickey sabía que un sorteo con la paja más corta instilaría terror en los corazones de sus once animales de tiro, ya bastante sumisos, y reafirmaría la idea de que él era el rey de aquella expedición. Hickey siempre había tenido el sueño muy ligero, pero ahora dormía con un ojo abierto y la mano en la pistola de fulminante, pero un último sacrificio público, y quizá luego la administración por parte de Magnus del cuarto castigo público a Goodsir por resistirse, rompería cualquier atisbo de voluntad de oposición que pudiera quedar en los corazones traicioneros de aquellas bestias de carga.

Mientras tanto el viernes era hermoso, con temperaturas agradables que se movían en torno a los seis grados bajo cero, y un cielo cada vez más azul hacia el norte, por la línea de su desplazamiento. El pesado bote estaba colocado alto encima del trineo, mientras los patines de madera rozaban y gruñían al deslizarse por encima del hielo y la grava. En la proa, Magnus, recién medicado, sonreía, sujetándose el vientre con ambas manos y canturreando bajito una melodía.

Faltaban menos de cincuenta kilómetros para el campamento
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y la tumba de John Irving junto al cabo Victoria, todos lo sabían muy bien, y menos de la mitad de eso para la tumba del teniente Le Vesconte, en la costa. Como los hombres estaban fuertes, estaban cubriendo de tres a cinco kilómetros cada día, y probablemente lo harían mejor aún si mejoraba su dieta de nuevo.

Con ese fin, Hickey acababa de arrancar una página en blanco de una de las múltiples Biblias que Magnus había insistido en reunir y cargar en la pinaza cuando dejaron el campamento del Rescate, aunque aquel buen idiota no sabía leer, y ahora estaba rompiendo aquella página en once tiras de papel iguales.

Hickey, por supuesto, estaba exento del sorteo que se avecinaba, igual que Magnus y el condenado cirujano. Pero aquella noche, cuando se detuvieran a preparar algo de té y el estofado de la noche, Hickey haría que cada hombre escribiera su nombre y pusiera su señal en una de las tiras de papel y todo estaría preparado para el sorteo. Hickey haría que Goodsir examinara las tiras de papel y confirmase públicamente que cada hombre había firmado con su nombre verdadero o su auténtico signo.

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