El Terror (88 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
6.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

La primera noche que pasaron fuera estaban tan cansados que ni siquiera montaron las tiendas Holland, sino que colocaron unos cuantos suelos de tienda como lonas impermeables detrás del costado de sotavento de los botes, y los botes sobre trineos; se acurrucaron encima del hielo las pocas horas de semioscuridad del verano ártico, en sus sacos de dormir para tres hombres.

A pesar de la tormenta, del viento y de las dificultades de la banquisa, estimulados por la emoción, cubrieron los tres kilómetros a media mañana del viernes 7 de julio.

El canal había desaparecido. Se había cerrado. Little señaló hacia el hielo más delgado, no más de siete a veinte centímetros de grosor, donde estaba antes.

Con el patrón del hielo James Reid dirigiéndolos, siguieron el camino en zigzag del canal recién helado de nuevo hacia el sudeste y luego hacia el este durante la mayor parte de aquel día.

Y entonces, además de su decepción y de su constante sufrimiento exacerbado por la nieve en el rostro y por sus ropas completamente empapadas, por primera vez en años experimentaron la tensión de caminar encima de un hielo demasiado fino.

Un poco después de mediodía de aquel día, el soldado James Daly, que era uno de los seis hombres enviados por delante para probar el hielo pinchándolo con unas picas largas, se cayó dentro. Sus camaradas lo sacaron enseguida, pero no antes de que se volviera literalmente azul. El doctor Goodsir hizo que desnudaran por completo a Daly en el hielo, lo envolvió en mantas Hudson y lo metió debajo de más mantas y la cubierta de lona de uno de los cúteres. Dos hombres tuvieron que echarse con él, uno a cada lado en la oscuridad amarillenta del cúter, para que el calor de sus cuerpos lo mantuviera con vida. Aun así el cuerpo del soldado Daly tiritaba, le castañeteaban incontrolablemente los dientes y se sumió en el delirio durante la mayor parte del resto del día.

El hielo, tan estable como un continente bajo sus pies durante dos años, ahora se alzaba, bajaba y se hinchaba de una forma que mareaba a todos; incluso hizo vomitar a algunos hombres. La presión hacía que hasta el hielo más espeso crujiese y gimiese con súbitas explosiones desde delante, ya fuese lejos o cerca, a ambos lados, detrás o incluso debajo de sus mismos pies. El doctor Goodsir les había explicado meses antes que uno de los síntomas del escorbuto avanzado era la aguda sensibilidad a los sonidos (dijo que el disparo de una escopeta podía matar a un hombre, incluso) y ahora la mayoría de los ochenta y nueve hombres que tiraban de los botes por el hielo reconocían aquellos síntomas en sí mismos.

Hasta un idiota casi total como Magnus Manson se daba cuenta de que si alguno o todos los botes caían a través del hielo, un hielo que no había conseguido sostener a un solo hombre depauperado y más flaco que un huso, como James Daly, no había la menor esperanza para los hombres que tiraban de los arneses. Se ahogarían antes incluso de congelarse.

Acostumbrados a su apiñada procesión por el hielo, a los hombres se les hacía raro aquel nuevo método de arrastre que consistía en mantener los botes muy separados y escalonados. A veces, en la tormenta de nieve, un grupo quedaba fuera de la vista de todos los demás, y la sensación de aislamiento era terrible. Cuando tiraban de los tres cúteres y las dos pinazas hacia delante no seguían sus antiguas huellas y tenía que preocuparse de que el nuevo hielo que pisaban los sostuviera.

Algunos de los hombres gruñían diciendo que seguramente no habían encontrado la ensenada que conducía hacia el sur, a la boca del río Back. Peglar había visto los mapas y las ocasionales lecturas del teodolito de Crozier y sabía que todavía estaban a mucha distancia al oeste, cincuenta kilómetros hasta la ensenada, como mínimo. Y luego otros más de cien kilómetros al sur, hasta la boca. Al ritmo que llevaban viajando por tierra, aunque apareciese comida y la salud de todos mejorase milagrosamente, no llegarían a la ensenada hasta agosto, y a la boca del río en septiembre, como muy temprano.

La promesa de agua abierta hacía que el corazón de Harry Peglar latiese más rápido. Por supuesto, su corazón latía erráticamente casi siempre, por aquel entonces. La madre de Harry siempre había estado preocupada por su corazón, ya que de niño había sufrido de fiebre escarlata y de frecuentes dolores en el pecho, pero él siempre le había dicho que tales preocupaciones no eran más que tonterías, que era capitán de la cofa del trinquete de uno de los mejores barcos del mundo y que ningún hombre con el corazón enfermo ocuparía aquella posición. De alguna manera le había convencido de que estaba bien, pero a lo largo de los años Peglar fue sintiendo ocasionales palpitaciones en el pecho y una sensación de opresión y un dolor en el brazo izquierdo que algunos días era tan fuerte que tenía que trepar a la cofa y a las vergas más altas usando sólo una mano. Los otros gavieros creían que lo hacía por lucirse.

Aquellas últimas semanas notaba palpitaciones con mucha mayor frecuencia. Había perdido el uso de los dedos de la mano izquierda hacía dos semanas, y el dolor no cedía nunca. Esto, junto con el bochorno y los inconvenientes de la diarrea constante, dado que Peglar siempre había sido un hombre reservado incluso a la hora de hacer sus cosas abiertamente por encima de la borda de un buque, cosa que a otros hombres no preocupaba nada, le había mantenido siempre estreñido y esperando la oscuridad o las letrinas.

Sin embargo, no había letrinas en aquella marcha. Ni siquiera un maldito arbusto o matojo o roca grande detrás de la cual esconderse. Los hombres del equipo de arrastre de Peglar se reían al ver que su suboficial tenía que quedarse atrás, casi fuera de la vista, arriesgándose a que se lo llevase la cosa, con tal de que no le vieran cagando.

No eran aquellas risas amistosas lo que preocupaba a Peglar en las últimas semanas; era la carrera para atrapar luego a su equipo y volver a ponerse el arnés. Estaba tan cansado por las hemorragias internas y la falta de comida y las palpitaciones del corazón que cada vez tenía más problemas para alcanzar a los botes que se iban alejando.

De modo que de los ochenta y nueve hombres, aquel viernes, Harry Peglar probablemente fue el único que dio la bienvenida a la nieve arremolinada y la niebla que llegó en cuanto empezó a menguar la nieve.

La niebla era un problema. Viajando tan separados por encima de aquel hielo tan traicionero habría resultado muy fácil para los equipos de arrastre perderse unos a otros. Incluso rehacer el camino para recoger los cúteres y pinazas que quedaban era un problema, y eso antes de que la niebla se fuera espesando a medida que se acercaba la noche. El capitán Crozier dio el alto para discutir el tema. Sólo quince hombres se pudieron congregar en una pequeña zona de hielo en un momento dado, y no demasiado cerca de un bote. Tiraban aquella noche con el mínimo de hombres indispensables para mover las enormes y pesadas masas de botes y trineos.

Los trineos iban a constituir un problema logístico, si llegaban al agua abierta prometida. Había muchas oportunidades de que no tuviesen que volver a cargar los cúteres de hondo calado y las pinazas con sus quillas y sus timones fijos de nuevo en trineos antes de llegar a la boca del río Back, de modo que podían abandonar sencillamente los destartalados vehículos en el hielo. Antes de partir el jueves, Crozier hizo la prueba de quitar los seis botes de los trineos, dejando que se desmontasen o rompiesen los pesados trineos tal y como se habían diseñado, y guardándolos adecuadamente en los botes. Costó horas.

Colocar de nuevo los botes encima de los trineos antes de seguir avanzando sobre la banquisa era una tarea que no estaba al alcance de las menguadas fuerzas y habilidades de los hombres. Los dedos, torpes por la fatiga y el escorbuto, se enredaban con los nudos más sencillos. Hasta los cortes más nimios sangraban sin parar. El menor roce les dejaba unos hematomas del tamaño de una mano, en los brazos sin fuerza y en la piel más fina por encima de las costillas.

Pero ahora sabían que podían hacerlo: descargar y volver a cargar los trineos y preparar los botes para echarlos al agua.

Si encontraban pronto el canal.

Crozier hizo que cada equipo pusiera linternas a proa y popa de los botes. Hizo volver a los marines que comprobaban el hielo con sus picas y no servían para nada y asignó al teniente Hodgson para que fuese en cabeza de un rombo de cinco botes, con una de las balleneras más pesadas llena de los artículos menos esenciales delante de las demás, en la niebla.

Todos los hombres sabían que era la recompensa del joven Hodgson por alinearse con los amotinados en potencia. Su equipo de arrastre iba encabezado por Magnus Manson, mientras Aylmore y Hickey también iban en el arnés, hombres que hasta ahora se habían asignado a equipos separados. Si aquel bote que iba en cabeza caía por el hielo, los demás oirían los gritos y sacudidas entre la pesada niebla, pero no podrían hacer otra cosa que dejarlos allí y coger otro camino más seguro.

El resto debía arriesgarse a seguir en procesión de cerca, permaneciendo lo bastante unidos para ver las linternas de los demás en la oscuridad.

En torno a las ocho de la noche se oyeron gritos procedentes del equipo en cabeza de Hodgson, pero no cayeron. Encontraron de nuevo agua abierta a unos dos kilómetros al este y al sur de donde Little había visto el canal el miércoles.

Los demás equipos enviaron hombres adelante con linternas, moviéndose con cuidado sobre lo que suponían que era un hielo muy fino, pero el hielo era firme y se estimaba que tenía más de treinta centímetros de grueso hasta el borde de aquel canal inexplicable.

La grieta de agua negra era sólo de unos nueve metros de ancho, pero se extendía lejos entre la niebla.

—Teniente Hodgson —ordenó Crozier—, haga sitio en su ballenera para seis hombres a los remos. Deje los suministros extra en el hielo por ahora. El teniente Little se hará cargo de la ballenera. Señor Reid, usted irá con el teniente Little. Seguirá usted por el canal dos horas, si es posible. No levante la vela, teniente. Sólo remos, pero haga que los hombres se esfuercen. Al cabo de dos horas, si es que puede ir tan lejos, vuelva remando y díganos si cree que vale la pena botar las chalupas. Usaremos las cuatro horas que usted esté fuera para descargarlo todo aquí y cargar los trineos en los botes que queden.

—Sí, señor —dijo Little, y empezó a repartir órdenes.

Peglar pensó que el joven Hodgson parecía a punto de llorar. Sabía lo duro que debía de ser tener veinte años y saber que tu carrera naval ha terminado. «Que le aproveche», pensó Peglar. El había pasado décadas enteras en un sistema naval que colgaba a los hombres por motín y los azotaba sólo por «pensar» en un motín, y Harry Peglar nunca había estado en desacuerdo ni con la norma ni con el castigo.

Crozier se adelantó.

—Harry, ¿se siente lo bastante bien para ir con el teniente Little? Me gustaría que llevase usted el timón. El señor Reid y el teniente Little irán a proa.

—Ah, sí, capitán, me encuentro bien.

A Peglar le sorprendía que el capitán pensara que él parecía enfermo o actuaba como si lo estuviera. «¿Habré estado haciéndome el enfermo sin darme cuenta?» La simple idea de que pudiera haber pasado le ponía aún más enfermo.

—Necesito a un hombre bueno con la espadilla y una tercera opinión sobre si el canal es bueno o no —susurró Crozier—. Y necesito al menos un hombre a bordo que sepa nadar.

Peglar sonrió al oír aquello, aunque el escroto se le puso tenso sólo con la idea de meterse en aquella agua fría y helada. La temperatura del aire estaba por debajo de la de congelación, y el agua, aun con todo su contenido en sal, también lo estaría.

Crozier dio unas palmadas a Peglar en el hombro y se desplazó a hablar con otro «voluntario». Resultaba obvio para el capitán de la cofa del trinquete que Crozier estaba escogiendo cuidadosamente a los hombres que quería que fuesen en aquel viaje de exploración, manteniendo al mismo tiempo a otros, como el primer oficial Des Voeux, el segundo oficial Robert Thomas, el contramaestre y disciplinario del
Terror
Tom Johnson y los marines junto a él y alerta.

En treinta minutos ya tenían el bote preparado para flotar.

Era una expedición extrañamente equipada dentro de otra expedición. Se llevaron una bolsa con un poco de cerdo salado y galletas, así como unas botellas de agua por si se perdían o por si su misión de cuatro horas se prolongaba. Cada uno de los nueve hombres recibió un hacha o piqueta. Si encontraban un pequeño iceberg que sobresalía y bloqueaba el canal o una capa de hielo que les bloqueaba el camino, podían intentar romperlo y pasar a través. Peglar sabía que si les detenía una capa de hielo más gruesa acarrearían la ballenera hasta la siguiente franja de agua abierta, si podían. Esperaba que le quedase fuerza suficiente para cumplir con su parte a la hora de levantar, tirar y empujar el pesado bote durante cien metros o más.

El capitán Crozier tendió al teniente Little una escopeta de dos cañones y una bolsa de cartuchos. Los artículos quedaron almacenados en el bote.

Por si alguien se extraviaba por ahí fuera, como Peglar sabía bien, el equipo que llevaban a bordo incluía una tienda de tamaño doble y una lona impermeable para el suelo. Llevaban también tres sacos triples en el bote. Pero no pensaban quedarse perdidos por ahí.

Los hombres entraron y ocuparon sus sitios mientras la niebla se enroscaba en torno a ellos. El invierno anterior, Crozier y los demás oficiales y suboficiales habían discutido si hacer o no que el señor Honey (y el señor Weekes, antes de su muerte en el
Erebus,
en marzo) levantaran las bordas de todos los botes. La pequeña embarcación habría estado mejor preparada para navegar en mar abierto, de aquella manera. Pero al final se decidió mantener las bordas en su altura actual, para facilitar la navegación fluvial. También con este fin Crozier había ordenado que todos los remos se recortasen en longitud, ya que así podían usarse más fácilmente en el río.

La tonelada, aproximadamente, de material y comida restante que iba en el fondo del bote hacía difícil sentarse; aquellos seis marineros que iban a los remos tenían que apoyar los pies en los sacos de lona y remarían con las rodillas tan altas como la cabeza, y Peglar, que iba llevando el timón, se encontró sentado en un montón de soga enroscada en lugar del banco de popa, pero todo el mundo cabía y había sitio para que el teniente Little y el señor Reid se colocasen a proa, con sus largas picas.

Other books

The Refuge by Kenneth Mackenzie
Buccaneer by Tim Severin
Miss Ellerby and the Ferryman by Charlotte E. English
Royal Renegade by Alicia Rasley
Sins of Innocence by Jean Stone
Candle in the Window by Christina Dodd
Flight to Darkness by Gil Brewer