Como en sueños, Crozier se encontró levantándose, caminando hacia los arbustos más espesos que encontró junto al agua en el lado opuesto del lugar donde estaba Sophia. Sus dedos temblaban violentamente cuando intentó desabrocharse los botones. Dobló sus ropas en cuadrados rectos y ordenados, colocándolas en un cuadro más grande de hierba a sus pies. Estaba seguro de que aquello le había costado horas. Su vibrante erección no desaparecía. Por mucho que deseara que desapareciera, por mucho que imaginara que había desaparecido, persistía en elevarse rígidamente hasta el ombligo, subiendo y bajando desde allí, con el glande tan rojo como una linterna de señales y libre varios centímetros del prepucio.
Crozier se quedó de pie, indeciso, detrás del arbusto, oyendo las salpicaduras mientras Sophia seguía nadando. Si titubeaba un momento más, se dio cuenta, ella saldría del estanque, volvería a su cortina de arbustos, se secaría, y él se maldeciría el resto de sus días a sí mismo por ser un cobarde y un idiota.
Atisbando entre las ramas de su arbusto, Crozier esperó hasta que la espalda de la dama quedó hacia él mientras nadaba hacia la orilla más alejada y entonces, rápidamente y con torpeza, se arrojó al agua, o más bien cayó dando traspiés, abandonando toda gracia en su esfuerzo denodado por meter su traicionera polla debajo del agua y fuera de la vista antes de que la señorita Cracroft volviera la cara en su dirección.
Cuando salió a la superficie, escupiendo y resoplando, ella nadaba a seis metros de distancia y le sonreía.
—Me encanta que haya decidido seguirme, Francis. Ahora, si sale el ornitorrinco macho con su espolón venenoso, podrá protegerme. ¿Inspeccionamos la entrada de la madriguera? —Dio la vuelta graciosamente y nadó hacia el enorme árbol en un lugar donde colgaba por encima del agua.
Jurando mantener al menos tres, o no, cinco metros de agua abierta entre ambos, como un buque zozobrando a sotavento, Crozier nadó a lo perro detrás de ella.
El estanque era sorprendentemente profundo. Al detenerse a cuatro metros de ella y chapoteando torpemente en el agua para mantener la cabeza por encima de la superficie, Crozier se dio cuenta de que aun allí, en la orilla, donde las raíces del enorme árbol bajaban metro y medio de empinada orilla hacia el agua, y altas hierbas colgaban arrojando sombras en la tarde, los pies agitados de Crozier y sus dedos estirados no conseguían tocar el fondo al principio.
De pronto, Sophia fue hacia él.
Debió de ver el pánico en sus ojos; él no sabía si retroceder chapoteando furiosamente o simplemente advertirle de que se apartase de su estado de erección galopante, porque ella hizo una pausa nadando a braza y él pudo ver entonces sus blancos pechos flotando bajo la superficie, y señaló hacia su izquierda, nadando fácilmente hacia las raíces del árbol.
Crozier la siguió.
Se agarraron a las raíces, sólo a algo más de un metro el uno del otro, pero el agua estaba muy oscura al nivel del pecho, afortunadamente, y Sophia señaló lo que podía ser una abertura de una madriguera, o simplemente un hueco en el barro, en la orilla entre el amasijo de raíces.
—Es una madriguera de acampada, o de un soltero, no un nido —dijo Sophia. Tenía bonitos los hombros y las clavículas.
—¿Cómo? —dijo Crozier.
Se sentía feliz y ligeramente sorprendido al ver que había vuelto su capacidad de habla, pero menos satisfecho por el extraño y ahogado sonido de aquella palabra, y por el hecho de que le castañeteaban los dientes. El agua no estaba fría.
Sophia sonrió. Llevaba un mechón de cabello oscuro pegado a una de sus angulosas mejillas.
—Los ornitorrincos tienen dos tipos de madrigueras —dijo bajito—, este tipo, lo que algunos naturalistas llaman madriguera de acampada, que usan tanto el macho como la hembra, excepto durante la estación de cría. Los solteros viven aquí. La madriguera de cría la excava la hembra para las crías que tiene en ese momento, y después de hacerlo, excava otra pequeña cámara para que sirva de cuarto infantil.
—Ah —dijo Crozier, agarrándose a la raíz, más fuertemente de lo que se habría agarrado a un flechaste en un buque, a sesenta metros de altura en la obencadura durante un huracán.
—Los ornitorrincos ponen huevos, ya sabe —continuó Sophia—, como los reptiles. Pero las madres secretan leche, como los mamíferos.
A través del agua, él podía ver los círculos más oscuros en el centro de los globos blancos que eran sus pechos.
—¿Ah, sí? —dijo.
—La tía Jane, que es un poco naturalista también, cree que los espolones venenosos de los miembros posteriores del macho se usan no sólo para luchar contra otros ornitorrincos y contra los intrusos, sino también para agarrarse a la hembra mientras nadan, y copular al mismo tiempo. Se supone que él no segrega el veneno cuando está agarrado a su compañera.
—¿Sí? —dijo Crozier, y se dijo que quizá tenía que haber dicho «¿No?». No sabía de qué le hablaba ella.
Agarrándose a las raíces, Sophia se acercó más, hasta que sus pechos casi le tocaban. Ella le puso la mano fría, una mano sorprendentemente grande, plana contra el pecho.
—Señorita Cracroft... —empezó él.
—Chist —dijo Sophia—. Calla.
Ella quitó la mano izquierda de la raíz y la puso en el hombro de él, colgándose de su cuerpo como se había colgado de la raíz del árbol. Deslizó la mano derecha más abajo, presionándole el vientre y tocándole la cadera derecha, y luego se dirigió hacia el centro, y bajó más aún.
—Oh, vaya —le susurró al oído. Ahora tenía la mejilla apretada contra la de él, y el pelo mojado en los ojos de él—. ¿Es un espolón venenoso esto que he encontrado?
—Señorita Cra... —empezó él.
Ella se apretó. Flotó con gracia de modo que de repente sus fuertes piernas quedaron a cada lado de la pierna izquierda de él, y luego ella bajó su peso y su calor, frotándose contra él. Él levantó la pierna ligeramente para subirla y mantener su cara fuera del agua. Ella tenía los ojos cerrados. Movía las caderas, con los pechos apretados contra su cuerpo, y con la mano derecha empezó a acariciarlo.
Crozier gimió, pero sólo fue un gemido de anticipación, no de liberación. Sophia emitió un sonido leve contra su cuello. Él notó el calor y la humedad de sus zonas pudendas contra la pierna y el muslo. «¿Cómo puede haber algo más húmedo que el agua?», se preguntó.
Entonces ella empezó a gemir de verdad, y Crozier cerró también los ojos, sentía no poder seguir viéndola, pero no tenía elección, y ella se apretó con fuerza una vez más contra él, dos veces, una tercera vez apretando hacia abajo, y sus caricias se hicieron más apresuradas, urgentes, expertas, conocedoras y exigentes.
Él enterró la cara en el cabello húmedo de ella mientras latía y se sacudía en el agua. Crozier pensaba que la espasmódica eyaculación no acabaría nunca, y, si hubiera sido capaz, se habría disculpado con ella de inmediato. Pero se limitó a gemir de nuevo y casi se suelta de la raíz del árbol. Ambos oscilaron, con las barbillas por debajo de la superficie del agua.
Lo que más confundía a Francis Crozier en aquel momento, y todo en el universo le confundía en aquellos momentos, mientras que nada de todo el universo le molestaba, era el hecho de la presión que ejercía la dama hacia abajo, con sus muslos bien apretados en torno a él, la mejilla muy apretada contra la suya, y los ojos, que tenía bien cerrados, y sus gemidos. Las mujeres no pueden sentir la misma intensidad que los hombres, ¿no? Algunas de las putas gemían, pero desde luego, lo hacían sólo porque sabían que a los hombres les gustaba..., era obvio que no sentían nada.
Y sin embargo...
Sophia se echó atrás, le miró a los ojos, sonrió con soltura, le besó de lleno en los labios, levantó las piernas casi haciendo una tijera, se dio impulso contra la raíz y nadó hacia la costa donde se encontraban sus ropas encima del arbusto tembloroso.
Aunque parezca increíble, se vistieron, recogieron las cosas del picnic, prepararon la mula, montaron y cabalgaron todo el camino de vuelta a la Casa del Gobierno en silencio.
Aunque parezca mentira, aquella noche, durante la cena, Sophia Cracroft se rio y parloteó con su tía, sir John e incluso con el inusualmente locuaz capitán James Clark Ross, mientras Crozier se quedaba sentado, muy callado, mirando a la mesa. No podía sino admirarla por su..., ¿cómo lo llamaban los gabachos?, su
sangfroid,
mientras toda la atención y el espíritu de Crozier se sentía exactamente como su cuerpo en el momento del orgasmo infinito en el estanque del Ornitorrinco...: átomos y esencia desperdigados por todos los confines del universo.
Sin embargo, la señorita Cracroft no actuó de forma altiva con él, ni pareció mostrarle ningún tipo de reprobación. Le sonreía, le hacía comentarios, e intentaba incluirle en la conversación igual que hacía cada noche en la Casa del Gobierno. Y ciertamente, su sonrisa hacia él parecía un poco más cálida, ¿verdad? ¿Más afectuosa? ¿Incluso enamorada? Tenía que ser así...
Después de la cena de aquella noche, cuando Crozier sugirió que dieran un paseo por el jardín ella se excusó alegando que se había comprometido previamente a jugar a las cartas con el capitán Ross en el salón principal. ¿No le gustaría al comandante Crozier unirse a ellos?
No, el comandante Crozier se excusó a su vez, comprendiendo por los cálidos y afectuosos tonos ocultos en la cálida y afectuosa superficie de sus bromas que todo debía mantenerse perfectamente normal en la Casa del Gobierno aquella noche, y hasta que ellos dos no pudieran reunirse para discutir su futuro. El comandante Crozier anunció en voz alta que le dolía un poco la cabeza y que pensaba acostarse temprano.
Ya estaba despierto y vestido con su mejor uniforme, caminando por los salones de la mansión antes de amanecer al día siguiente, seguro de que Sophia tendría el mismo impulso de reunirse con él temprano.
Pero no fue así. Sir John fue el primero en acudir a desayunar, y se dedicó a charlar interminablemente de cotilleos insufribles con Crozier, que nunca había dominado el insípido arte del cotilleo, y que no se sentía capaz de mantener una conversación en la cual se discutía cuál debía ser la tarifa adecuada para contratar a los prisioneros para cavar canales.
A continuación bajó lady Jane, y hasta Ross vino para el desayuno antes de que Sophia hiciese por fin su aparición. Por aquel entonces, Crozier ya se había tomado seis tazas de café, que según había averiguado durante sus inviernos con Parry en los anteriores años en los hielos del norte prefería al té por las mañanas, pero se quedó mientras la dama, como siempre, se tomaba sus huevos, salchichas, judías, tostadas y té.
Sir John se fue a algún sitio. Lady Jane desapareció. El capitán Ross se alejó también. Sophia finalmente acabó de desayunar.
—¿Le gustaría salir a dar un paseo por el jardín? —le preguntó él.
—¿Tan temprano? —dijo ella—. Ya hace mucho calor ahí fuera. Este otoño no muestra señal alguna de ir refrescando.
—Pero... —empezó Crozier, e intentó comunicarle la urgencia de su invitación con la mirada.
Sophia sonrió.
—Me encantaría pasear por el jardín con usted, Francis.
Caminaron lentamente, interminablemente, esperando que un jardinero-prisionero acabase la tarea de descargar unos pesados sacos de abono.
Cuando el hombre se fue por fin, Crozier la condujo al momento hacia el banco de piedra en el extremo más alejado y sombreado del jardín, alargado y clásico. La ayudó a sentarse y esperó mientras ella cerraba su sombrilla. Ella le miró, ya que Crozier estaba demasiado agitado para sentarse y permanecía de pie ante ella, cambiando el peso de un pie al otro, y él creyó ver la expectación en sus ojos.
Finalmente, tuvo la presencia de ánimo para arrodillarse sobre una rodilla.
—Señorita Cracroft, soy consciente de que soy un simple comandante de la Marina de su Majestad, y que usted sólo se merece las atenciones de todo el Almirantazgo de la Flota..., no, quiero decir, de la realeza, de alguien que pudiera estar al mando del Almirantazgo..., pero debe de ser consciente, sé que es consciente, de la intensidad de mis sentimientos hacia usted, y si pudiera encontrar unos sentimientos recíprocos para...
—Dios mío, Francis —le interrumpió Sophia—, ¿no irá a proponerme matrimonio, verdad?
Crozier no tenía respuesta para aquello. De rodillas, con ambas manos extendidas hacia ella como si rezase, esperó.
Ella le dio un golpecito en el brazo.
—Comandante Crozier, es usted un hombre maravilloso. Un verdadero caballero, a pesar de todas esas asperezas que quizá nunca consiga limar. Y un hombre sabio, además..., especialmente, a la hora de comprender que yo nunca me convertiré en la esposa de un comandante. No sería adecuado. No sería nunca... aceptable.
Crozier quiso hablar. No le venía a la mente palabra alguna. Aquella parte de su cerebro que todavía funcionaba estaba intentando completar la frase inacabada de propuesta de matrimonio que llevaba toda la noche componiendo. Había pronunciado ya casi un tercio... más o menos.
Sophia se rio suavemente y meneó la cabeza. Sus ojos miraron a los lados, asegurándose de que nadie, ni siquiera un prisionero, estaba a la vista ni podía oírla.
—Por favor, no se preocupe por lo de ayer, comandante Crozier. Pasamos un día maravilloso. El... interludio... en el estanque fue muy agradable para los dos. Fue una función de... mi naturaleza... como resultado de los sentimientos mutuos de proximidad que sentimos, durante esos pocos momentos. Pero, por favor, no crea, mi querido Francis, que ese hecho arroja sobre usted ninguna carga o una obligación de actuar en ningún sentido a mi favor, a causa de nuestra breve indiscreción.
Él la miró.
Ella sonrió, pero no con tanta calidez como él estaba acostumbrado a observar.
—No se trata —dijo, tan bajito que las palabras surgieron en el aire caliente como un susurro apenas— de que haya usted comprometido mi honor, comandante.
—Señorita Cracroft... —empezó Crozier de nuevo, y se detuvo.
Si su barco se hubiese visto arrastrado contra una costa a sotavento, con las bombas estropeadas, metro y veinte centímetros de agua en la bodega y aumentando, las jarcias rotas y las velas hechas jirones, habría sabido qué ordenes dar. Qué decir a continuación. En aquel momento, ni una sola palabra le vino a la mente. Sólo notó un dolor que iba en aumento y un asombro que dolía muchísimo más por ser el reconocimiento de algo viejo y que se comprendía demasiado bien.