Crozier llama con los nudillos en el poste de madera a la derecha de la cortina de la enfermería y pasa.
El cirujano Peddie levanta la vista de alguna sutura que está practicando al antebrazo izquierdo del marinero de primera George Cann en una mesa, en el centro del espacio.
—Buenas noches, capitán —dice el cirujano.
Cann se lleva a la frente la mano buena.
—¿Qué ha ocurrido, Cann?
El joven marinero gruñe.
—El maldito cañón de la escopeta se me metió por la manga y me tocó el puto brazo desnudo cuando estaba trepando a una mierda de trozo de hielo, capitán, perdone el lenguaje. Saqué el cañón de la escopeta y me llevé quince centímetros de puta carne con él.
Crozier asiente y mira a su alrededor. La enfermería es pequeña, pero hay seis camastros apiñados en ella ahora mismo. Uno de ellos está vacío. Tres hombres, aquejados de lo que Peddie y McDonald dicen que probablemente sea escorbuto, están durmiendo. Un cuarto hombre, Davey Leys, mira al techo. Está consciente pero extrañamente apático desde hace casi una semana. El quinto camastro alberga al soldado William Heather.
Crozier coge una segunda lámpara de su gancho en la partición de estribor y la levanta encima de Heather. Los ojos del hombre brillan, pero no parpadea al acercarle Crozier la lámpara. Sus pupilas parecen permanentemente dilatadas. Le han vendado el cráneo, pero la sangre y la materia gris ya se filtran a través de la venda.
—¿Está vivo? —pregunta Crozier, bajito.
Peddie se acerca limpiándose la sangre de las manos con un trapo.
—Lo está, aunque parezca mentira.
—Pero si vimos sus sesos en cubierta. Los veo ahora mismo.
Peddie asiente, cansado.
—A veces pasa. En otras circunstancias, incluso se podría recuperar. Se quedaría idiota, por supuesto, pero podría atornillarle una placa de metal cubriendo la parte de cráneo que le falta, y su familia, si es que tiene, le cuidaría. Como si fuera una especie de mascota. Pero aquí... —Peddie se encoge de hombros—. La neumonía, el escorbuto o el hambre se lo llevarán.
—¿Cuándo? —pregunta Crozier.
El marinero Cann ha salido por la cortina.
—Sólo Dios lo sabe —dice Peddie—. ¿Siguen buscando a Evans y Strong, capitán?
—Sí. —Crozier coloca la linterna de nuevo en su sitio en la partición, junto a la entrada. Las sombras vuelven a caer sobre el soldado Heather.
—Supongo que es consciente —dice el exhausto cirujano— de que no existe ninguna posibilidad para el joven Evans o para Strong, pero sí que existen muchas posibilidades de que cada búsqueda suponga más heridas, más congelaciones, posibles amputaciones. Muchos hombres han perdido ya dedos de los pies. Y también puede que sea inevitable que alguien acabe disparando a otro, por el pánico.
Crozier mira fijamente al cirujano. Si uno de sus oficiales u hombres hubiese hablado a Crozier de ese modo, habría hecho que lo azotaran. El capitán considera el estatus del hombre, que es civil, y su agotamiento. El doctor McDonald lleva con gripe tres días con sus noches, y Peddie ha estado muy ocupado.
—Por favor, deje que me ocupe yo de los riesgos de la búsqueda continuada, señor Peddie. Usted preocúpese de suturar a los hombres tan idiotas que permiten que el metal desnudo les toque la piel con cincuenta grados bajo cero. Además, si esa cosa de ahí fuera se le llevase a usted por la noche, ¿no querría que le buscásemos?
Peddie ríe sardónicamente.
—Si ese espécimen en particular de
Ursus maritimus
se me llevase, capitán, sólo puedo esperar llevar mi escalpelo. Para metérmelo de inmediato en el ojo.
—Entonces guarde bien cerca su escalpelo, señor Peddie —dice Crozier, y atraviesa la cortina, hacia el extraño silencio del comedor de la tripulación.
Jopson le espera junto al resplandor de la estufa con un pañuelo en el que lleva envueltas unas galletas calientes.
Crozier disfruta su paseo a pesar del frío espantoso que hace que su cara, sus dedos, piernas y pies parezcan estar ardiendo. Sabe que eso es preferible a notarlos entumecidos. Y disfruta del paseo, aunque entre los lentos quejidos y súbitos chillidos del hielo moviéndose por debajo y a su alrededor en la oscuridad y el gemido constante del viento, está seguro de que le acechan.
Cuando lleva veinte minutos de su paseo de dos horas (más que paseo consiste en trepar, andar a gatas y bajar deslizándose de culo, y luego otra vez arriba y abajo de las crestas de presión, durante la mayor parte del camino), las nubes se apartan y aparece una luna creciente, iluminando el paisaje fantasmagórico. La luna brilla tanto que tiene un halo lunar de hielo cristalizado a su alrededor, en realidad dos halos concéntricos, observa, y el diámetro del mayor es suficiente para cubrir un tercio del cielo nocturno oriental. No hay estrellas. Crozier ensordece su lámpara para ahorrar aceite y sigue caminando, usando un bichero que se ha llevado para tantear todos los pliegues negros que se extienden ante él y asegurarse de que son sombras, y no grietas. Ha llegado ya a la zona del lado este del iceberg, donde la luna queda oculta, ya que la montaña de hielo arroja una sombra negra y retorcida a lo largo de medio kilómetro de hielo. Jopson y Little insistían en que se llevase una escopeta, pero él les ha dicho que no quería llevar tanto peso en su caminata. En realidad no cree que una escopeta le sirviera para nada contra el enemigo que tiene in mente.
En un momento de extraña calma, todo muy tranquilo excepto su laboriosa respiración, Crozier de repente recuerda una situación concreta de cuando era niño y volvía a casa tarde, un invierno, después de pasar la tarde en las colinas ventosas con sus amigos. Al principio corría solo a través del brezo lleno de escarcha, pero luego hizo una pausa a algo menos de un kilómetro o así de su casa. Recuerda que se quedó allí de pie contemplando las ventanas iluminadas del pueblo a finales del invierno, con la luz del crepúsculo ya desvanecida del cielo, y las colinas a su alrededor convertidas en moles vagas, negras, sin rasgos, desconocidas para un niño tan pequeño, hasta su propia casa, visible en la linde del pueblo, perdida toda definición y toda tridimensionalidad con aquella luz moribunda. Crozier recuerda que la nieve empezó a caer y él estaba allí de pie, solo, en la oscuridad, más allá de las piedras de los rediles, sabiendo que le darían un cachete por haber tardado tanto, y sabiendo que llegar más tarde no haría más que empeorar el cachete, pero sin tener voluntad ni deseo de seguir andando hacia la luz de casa, todavía. Disfrutaba del leve sonido del viento nocturno y del conocimiento de que era el único niño, quizás el único ser humano, que estaba allí fuera en la oscuridad, en las praderas ventosas con la hierba congelada, aquella noche que olía a nieve que se aproximaba, alejado de las ventanas iluminadas y el cálido fuego del hogar, muy consciente de que él era del pueblo, pero en aquel momento no formaba «parte» de él. Era una sensación muy emocionante, casi erótica, un descubrimiento ilícito de su ser separado de todo el mundo y de todo lo demás en el frío y la oscuridad..., y eso es lo que nota ahora de nuevo, como le ha sucedido más de una vez durante sus años de servicio en el Ártico, en los polos opuestos de la Tierra.
Algo se acerca por el alto risco que tiene detrás.
Crozier levanta la linterna de aceite y la coloca en el hielo. El círculo de luz dorada alcanza apenas a algo más de cuatro metros, y hace que la oscuridad que hay más allá sea todavía mucho peor. Con los dientes se quita los pesados guantes, los deja caer al hielo, dejando sólo un guante fino en cada mano, se cambia la pica a la mano izquierda y saca la pistola del bolsillo del abrigo. Crozier amartilla el arma mientras los roces del hielo que se desliza y la nieve en las crestas de presión se van haciendo más audibles. La línea de sombra del iceberg bloquea la luz de la luna en aquel lugar, y el capitán sólo puede discernir las enormes formas de los bloques de hielo que parecen moverse y desplazarse a la luz vacilante.
Entonces una cosa peluda e indefinida se mueve a lo largo de la cornisa de hielo de la que él acaba de descender, a unos tres metros por encima de él y a menos de cinco metros hacia el oeste, a la distancia de un salto.
—¡Alto! —exclama Crozier, tendiendo la pesada pistola—. ¡Identifíquese!
La silueta no emite sonido alguno. Se mueve de nuevo.
Crozier no dispara aún. Dejando caer el largo bichero, coge la linterna y la coloca delante.
Ve que el erizado pellejo se mueve y casi dispara, pero se detiene en el último momento. La silueta se agacha, moviéndose rápidamente y con toda seguridad sobre el hielo. Crozier quita el disparador de la pistola y se la vuelve a guardar en el bolsillo; se agacha a recoger el guante, con la linterna extendida.
Lady Silenciosa
se acerca a la luz, con su parka de piel y sus pantalones de foca, de modo que parece algún animal bajito y regordete. La capucha está muy echada hacia delante, para protegerse del viento, y Crozier no puede verle la cara.
—Maldita sea, mujer —dice, bajito—. Por un suspiro de marinero en celo no te pego un tiro. ¿Dónde demonios has estado, de todos modos?
Ella se acerca, casi hasta una distancia en la que él podría cogerla, pero su rostro permanece velado por la oscuridad, dentro de la capucha.
Nota un súbito escalofrío que le recorre la nuca y baja por la espalda, y Crozier entonces recuerda la descripción que hacía su abuela Moira de la cara y la calavera transparente de un alma en pena, con su capucha negra. Levanta la linterna entre los dos.
La cara de la joven es humana, no de alma en pena, y los ojos oscuros parecen enormes al reflejar la luz. No tiene expresión alguna. Crozier se da cuenta de que nunca ha visto expresión alguna en el rostro de ella, aparte de una mirada levemente inquisitiva, quizá. Ni siquiera el día que dispararon y mataron a su marido o hermano o padre y ella vio al hombre atragantarse con su propia sangre hasta morir.
—No me sorprende que los hombres crean que eres una bruja y que eres gafe —dice Crozier.
En el barco, delante de los hombres, siempre se muestra educado y formal con aquella chica esquimal, pero no están en el barco ni delante de los hombres en aquel momento. Es la primera y única vez que él y aquella condenada mujer se encuentran alejados del buque al mismo tiempo. Y él tiene muchísimo frío y está muy cansado.
Lady Silenciosa
le mira. Entonces tiende una mano enguantada, Crozier baja la mano hacia ella y ve que le está ofreciendo algo, un objeto gris y flácido, como un pez al que hubiesen quitado las entrañas y la espina, dejando sólo la piel.
Se da cuenta de que es un calcetín de lana de un tripulante.
Crozier lo coge, toca el bulto que se encuentra metido en la punta del calcetín y durante un segundo está seguro de que ese bulto forma parte del pie de un hombre, probablemente sea la parte delantera con los dedos, todavía rosa y caliente.
Crozier ha estado en Francia y ha conocido a hombres enviados a la India. Ha oído la historia de las mujeres-loba y de las mujeres-tigre. En la Tierra de Van Diemen, donde conoció a Sophia Cracroft, ella le habló de los relatos locales que contaban que había nativos que podían convertirse en una monstruosa criatura a la que llamaban el Diablo de Tasmania..., una criatura capaz de destrozar a un hombre miembro a miembro.
Sacudiendo el calcetín, Crozier mira a los ojos a
Lady Silenciosa
. Son tan negros como los agujeros a través del hielo en los cuales los tripulantes del
Terror
introducían a sus muertos, hasta que esos agujeros se helaron completamente.
Es un trozo de hielo, no parte de un pie. Pero el calcetín mismo no esta helado y tieso. La lana no lleva demasiado tiempo allí fuera, con un frío de algo más de menos cincuenta grados. La lógica sugiere que esa mujer lo ha llevado consigo desde el barco, pero por algún motivo Crozier cree que no es así.
—¿Strong? —dice el capitán—. ¿Evans?
Silenciosa
no muestra reacción alguna ante los nombres.
Crozier suspira, se mete el calcetín en el bolsillo del sobretodo y levanta el bichero.
—Estamos más cerca del
Erebus
que del
Terror
—dice—. Tendrás que venir conmigo.
Crozier le da la espalda, notando de nuevo el escalofrío en su nuca y en su espalda al hacerlo, y empieza a avanzar contra el viento hacia la silueta ya visible del buque gemelo del
Terror.
Un minuto después oye los suaves pasos de ella en el hielo, siguiéndole.
Trepan por una última cresta de presión y Crozier ve que el
Erebus
está más iluminado que nunca. Una docena de linternas o más cuelgan de unos remos sólo en el costado de babor visible del buque atrapado en el hielo, absurdamente levantado y muy inclinado. Es un derroche prodigioso de aceite para lámparas.
El
Erebus,
como bien sabe Crozier, ha sufrido más que su
Terror.
Además de acabar con el eje de la hélice doblado el último verano, aquel eje que había sido construido para replegarse, pero que no lo había hecho a tiempo para evitar los daños del hielo submarino durante su travesía de rompehielos en julio, y perdida también la propia hélice, el buque insignia ha resultado mucho más destrozado que su barco hermano durante los dos inviernos pasados. El hielo en el puerto de la isla de Beechey relativamente seguro, había alabeado, astillado y soltado las cuadernas del casco en mucha mayor medida en el
Erebus
que en el
Terror;
el timón del buque insignia había quedado dañado en su loca travesía del último verano hacia el paso; el frío ha soltado muchos pernos, remaches y abrazaderas de metal en el buque de sir John; gran parte del forro de hierro rompehielos que cubría el
Erebus
ha saltado por completo o ha quedado retorcido. Y mientras el hielo también ha elevado y aplastado al
Terror,
los dos últimos meses de este tercer invierno han hecho que el
HMS Erebus
quede levantado sobre un auténtico pedestal de hielo, y la presión de la banquisa ha astillado un enorme trozo de la proa a estribor, la popa a babor, y la parte inferior del casco, en la mitad del buque.
El buque insignia de sir John no volverá a navegar jamás, Crozier lo sabe y también su actual capitán, James Fitzjames, así como su tripulación.
Antes de entrar en la zona iluminada por las linternas colgantes del buque, Crozier se coloca detrás de un serac de tres metros de alto y empuja a
Silenciosa
detrás de él.