—El todo por el todo —repitió el patrón del hielo Blanky.
Sir John meneó la cabeza y lanzó una risita, como si finalmente se hubiese hartado ya de aquella broma particular.
—Bueno, Francis, es una especulación muy... interesante, pero, por supuesto, no abandonaremos el
Erebus.
Ni tampoco el
Terror,
a no ser que su barco sufra alguna desgracia. Ahora bien; lo único que no he oído hoy en esta mesa es la sugerencia de «retirarnos» a la bahía de Baffin. ¿Estoy en lo cierto si asumo que nadie ha sugerido tal cosa?
La habitación quedó en silencio. Por encima se oía el ruido de rascar de la tripulación que estaba restregando la cubierta con piedra de arena por segunda vez aquel día.
—Muy bien, entonces está decidido —dijo sir John—. Debemos seguir adelante. No sólo nuestras órdenes nos impelen a hacerlo, sino que como varios entre ustedes, caballeros, han señalado, nuestra seguridad aumenta cuanto más cerca nos hallemos de la costa del continente, aunque la tierra misma que hay allí es tan inhóspita como las espantosas islas por las que ya hemos pasado. Francis, James, deben ir a decirle a la tripulación cuál es nuestra decisión.
Sir John se puso en pie.
Durante un segundo alucinado, los demás capitanes, oficiales, patrones del hielo, ingenieros y el cirujano no pudieron hacer otra cosa que quedarse mirando, pero luego los oficiales navales se pusieron en pie rápidamente, asintieron y empezaron a salir del enorme camarote de sir John.
El cirujano Stanley tiraba de la manga del comandante Fitzjames mientras los hombres iban avanzando por el estrecho corredor y subían por la escala hasta la cubierta.
—¡Comandante, comandante! —decía Stanley—. Sir John no me ha pedido que le informe, pero yo quería decir que cada vez encontramos más comida podrida en los artículos enlatados.
Fitzjames sonrió pero se soltó el brazo.
—Ya prepararemos una entrevista para que se lo diga usted al capitán sir John en privado, señor Stanley.
—Pero ya se lo he dicho en privado —insistió el pequeño cirujano—. Yo quería informar a los demás oficiales por si...
—Más tarde, señor Stanley —dijo el comandante Fitzjames.
El cirujano iba a decir algo más, pero Crozier pasó de largo y no pudo oír más, e hizo una seña a John Lane, su segundo contramaestre, para que trajera su esquife al costado y así hacer la soleada travesía de vuelta por el estrecho canal hacia el lugar donde la proa del
Terror
había quedado incrustada en el hielo cada vez más denso. Un humo negro todavía surgía de la chimenea del buque insignia.
Dirigiéndose hacia el sudoeste en la banquisa, los dos buques avanzaron con lentitud otros cuatro días. El
HMS Terror
quemaba carbón a un ritmo prodigioso, usando su motor de vapor para avanzar por la banquisa, cada vez más y más espesa. Los atisbos de posible agua libre hacia el sur habían desaparecido, hasta en los días más soleados.
La temperatura cayó súbitamente el 9 de septiembre. El hielo en la larga y delgada línea de agua abierta detrás del lento
Erebus
se cubrió de bandejas y luego se solidificó completamente. El mar en torno a ellos era ya una masa blanca que se alzaba, se movía o permanecía estática, llena de gruñones, icebergs y repentinas crestas de presión.
Durante seis días, Franklin intentó todos los trucos de su inventario ártico: echar polvo negro de carbón en el hielo que tenían ante ellos para fundirlo con mayor rapidez, poner las velas en facha, enviar cuadrillas de faena día y noche con enormes sierras de hielo para que eliminaran el que tenían delante bloque a bloque, arrojar lastre, hacer que cien hombres a la vez picaran con formones, palas, picos y pértigas, enviar boyas hechas con barriles muy por delante de ellos en el hielo grueso y tirar con un cabrestante del
Erebus,
que había recuperado la vanguardia con respecto al
Terror
el último día antes de que el hielo empezase a espesarse de repente, metro por metro. Finalmente, Franklin ordenó que todos los hombres capacitados bajaran al hielo, aparejaran unos cabos para todos y unos arneses de trineo para los más corpulentos, e intentasen tirar de los barcos hacia delante centímetro a centímetro entre sudores, maldiciones, gritos, imprecaciones y esfuerzos inhumanos y deslomantes. Sir John prometía que justo delante estaba la realidad de las aguas costeras abiertas, sólo a otros treinta, cincuenta, ochenta kilómetros por la banquisa delante de ellos.
Pero el agua abierta podía haber estado en la superficie de la luna.
Durante la larga noche del 15 de septiembre de 1846, la temperatura bajó en picado bajo cero, y el hielo empezó a gemir y a crujir en los cascos de ambos barcos. Por la mañana, todos los que salieron a cubierta pudieron ver por sí mismos que en todas direcciones el mar se había convertido en una masa sólida y blanca que llegaba hasta el horizonte. Entre súbitas borrascas de nieve, tanto Crozier como Fitzjames pudieron hacer las adecuadas mediciones solares para fijar su posición. Ambos capitanes estimaron que estaban varados unos 70 grados 5 minutos latitud norte, 98 grados 23 minutos longitud oeste, a unos cuarenta kilómetros de la costa noroccidental de la isla del Rey Guillermo o la Tierra del Rey Guillermo, fuera cual fuese el caso. Ahora ya no importaba demasiado.
Estaban en el mar de hielo abierto, en una banquisa móvil, y encallados directamente frente a la arremetida plena de ese «glaciar movible» del patrón del hielo Blanky, que bajaba hacia ellos desde las regiones polares del noroeste desde el inimaginable Polo Norte. No había abrigo ni refugio alguno, que supieran, en ciento sesenta kilómetros a la redonda, y no había forma tampoco de llegar allí, aunque lo hubiera.
A las dos de aquella tarde, el capitán sir John Franklin ordenó que se bajara la intensidad del fuego de las calderas tanto en el
Ere
bus
como en el
Terror.
El vapor quedó al mínimo en ambas calderas, sólo con la presión suficiente para mantener en movimiento el agua caliente por las tuberías que caldeaban las cubiertas inferiores de cada buque.
Sir John no hizo ningún anuncio a los hombres. No era necesario. Aquella noche los hombres se metieron en sus coys en el
Erebus
y mientras Hartnell susurraba su oración habitual por su hermano muerto, el marinero Abraham Seeley de treinta y cinco años, situado en el coy que tenía a su lado, susurró:
—Estamos en un mundo de mierda ahora, Tommy, y ni tus oraciones ni sir John nos van a sacar de aquí..., al menos hasta dentro de diez meses.
Crozier
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
11 de noviembre de 1847
Había pasado un año, dos meses y ocho días desde la crucial conferencia de sir John a bordo del
Erebus,
y ambos buques están atrapados en el hielo más o menos en el mismo lugar que aquel día de septiembre de 1846. Aunque la corriente del noroeste desplaza toda la masa del hielo, a lo largo del último año ha hecho girar el hielo, los icebergs, las crestas de presión y los dos buques de la Marina Real atrapados en lentos círculos, de modo que su posición sigue siendo más o menos la misma, encallados a unos cuarenta kilómetros al nornoroeste de la Tierra del Rey Guillermo y dando vueltas lentamente como una mancha de óxido en uno de esos discos de metal de la sala Grande de los oficiales.
Cuatro equipos de cinco hombres cada uno, un hombre para llevar dos linternas y cuatro dispuestos con escopetas o mosquetes, buscan en turnos de cuatro horas. Cuando un equipo llega, helado y temblando, el equipo de reemplazo espera en cubierta con ropa de abrigo, las armas bien limpias, cargadas y dispuestas, las linternas llenas de aceite, y reemprenden la búsqueda en el cuadrante que el otro equipo acaba de abandonar. Los cuatro equipos salen del barco formando círculos cada vez más amplios a través de los laberintos de hielo, sus linternas ahora visibles para los vigías de cubierta a través de la helada niebla y la oscuridad, más oscurecida si cabe por los gruñones, las rocas de hielo, las crestas de presión o la distancia. El capitán Crozier y un marinero con una linterna roja se desplazan de cuadrante en cuadrante, comprueban cada equipo y luego vuelven al
Terror
para echar un vistazo a los hombres y las condiciones allí.
El capitán Crozier ha pasado este día de noviembre, o las horas de oscuridad que antes incluían la luz del día como componente, buscando a sus hombres perdidos, William Strong y Thomas Evans. No hay esperanza para ninguno de los dos hombres, por supuesto, y existe un enorme riesgo de que otros sean atrapados también por la criatura, pero de todos modos siguen buscando. Ni el capitán ni la tripulación habrían aceptado otra cosa.
Todo eso sigue durante doce horas.
A los dos toques en la primera guardia de cuartillo (las seis de la tarde) han vuelto ya todas las partidas de búsqueda, y ninguna de ellas ha encontrado a los hombres perdidos, pero algunos de los hombres se avergüenzan de haber disparado sus armas al oír los chillidos del viento entre las anfractuosidades del hielo o al hielo mismo, pensando que algún serac era un oso blanco que los acechaba. Crozier es el último en llegar, y los sigue a la cubierta inferior.
La mayor parte de la tripulación ha guardado ya sus ropas húmedas y sus botas y se ha dirigido hacia delante, a su alojamiento, a la mesas colgadas con cadenas, y los oficiales se han ido a comer a popa cuando Crozier baja por la escala. Su mozo, Jopson, y su primer teniente, Little, corren a ayudarle a quitarse la ropa exterior, cubierta de hielo.
—Está usted congelado, capitán —dice Jopson—. Tiene la piel blanca por la congelación. Venga a popa al comedor de los oficiales para cenar, señor.
Crozier menea la cabeza.
—Tengo que ir a hablar con el comandante Fitzjames. Edward, ¿ha venido algún mensajero de su buque mientras yo estaba ausente?
—No, señor —dice el teniente Little.
—Por favor, coma, capitán —insiste Jopson. Para ser mozo es un hombre grandote, y su profunda voz se convierte más en un gruñido que en un gemido cuando implora a su capitán.
Crozier vuelve a menear la cabeza.
—Sea tan amable de envolverme un par de galletas, Thomas. Ya me las iré comiendo mientras voy andando al
Erebus.
Jopson muestra su disconformidad ante esa absurda decisión, pero corre hacia delante, al lugar donde el señor Diggle está muy atareado junto a su enorme estufa. Justo en este momento, la hora de comer, la cubierta inferior está bien calentita, igual que en el siguiente período de veinticuatro horas, y la temperatura asciende a unos cinco grados. Se quema muy poco carbón para la calefacción en estos días.
—¿Cuántos hombres quiere llevarse con usted, capitán? —pregunta Little.
—Ninguno, Edward. En cuanto los hombres hayan comido, quiero que organice al menos ocho partidas para que vayan al hielo y hagan un último turno de búsqueda de cuatro horas.
—Pero, señor, es aconsejable que usted... —empieza Little, pero se detiene.
Crozier ya sabe lo que va a decir. La distancia entre el
Terror
y el
Erebus
es sólo de algo más de tres kilómetros, pero es una distancia solitaria y peligrosa, y a veces cuesta varias horas recorrerla. Si sobreviene una tormenta o el viento empieza a levantar la nieve, los hombres pueden perderse o no hacer ningún progreso en medio de la borrasca. El propio Crozier ha prohibido a los hombres que hagan la travesía solos y cuando hay que enviar mensajes manda al menos a dos hombres, con órdenes de volver atrás a la menor señal de mal tiempo. Además, el iceberg de sesenta metros de alto que ahora se alza entre ambos buques a menudo bloquea la visión hasta de las llamas y antorchas, y el camino, aunque se trabaja y se arregla con palas y se aplana casi cada día, en realidad es un laberinto de seracs, crestas de presión empinadas, gruñones vueltos del revés y montones de hielo apiñados y en constante movimiento.
—De acuerdo, Edward —dice Crozier—. Me llevaré la brújula.
El teniente Little sonríe, aunque la broma se ha desgastado mucho después de tres años en aquellos parajes. Los barcos están encallados, por lo que pueden medir sus instrumentos al menos, casi directamente encima del Polo Norte magnético. Una brújula es tan útil allí como una varita de zahori.
El teniente Irving se acerca. Las mejillas del joven brillan por la aplicación de algún ungüento en el lugar donde la congelación ha dejado sus manchas blancas y ha causado la muerte de la piel.
—Capitán —empieza a hablar apresuradamente Irving—, ¿ha visto a
Silenciosa
, fuera, en el hielo?
Crozier se ha quitado el gorro y la bufanda y se está quitando el hielo del pelo humedecido por el sudor y la niebla.
—¿Quiere decir que no está en su pequeño escondite detrás de la enfermería?
—No, señor.
—¿Ha mirado por todas partes en la cubierta inferior? —Crozier está preocupado sobre todo por la posibilidad de que al estar la mayor parte de los hombres de guardia y fuera en destacamentos de búsqueda, la esquimal haya podido meterse en algún lío.
—Sí, señor. Ni rastro de ella. He preguntado por todas partes y nadie recuerda haberla visto desde anoche. Desde antes del... ataque.
—¿Estaba en cubierta cuando la cosa atacó al soldado Heather y al marinero Strong?
—Nadie lo sabe, capitán. Es posible que estuviera. Sólo Heather y Strong estaban en cubierta en aquel momento.
Crozier deja escapar un suspiro. Sería curioso, piensa, que su misteriosa huésped, que apareció justo el día que empezó aquella pesadilla, seis meses atrás, hubiera desaparecido secuestrada por la criatura que está tan ligada a su aparición.
—Busque por todo el buque, teniente Irving —dice—. En todos los rincones, rendijas, armarios y taquillas. Usaremos la navaja de Occam y asumiremos que si no está a bordo es que... se la han llevado.
—Muy bien, señor. ¿Debo elegir a tres o cuatro hombres para que me ayuden en la búsqueda?
Crozier niega.
—Sólo usted, John. Quiero que todo el mundo vuelva al hielo al momento a buscar a Strong y Evans en las horas antes de apagar las lámparas, y si no encuentra a
Silenciosa
, asígnese usted mismo a un destacamento y únase a ellos.
—Sí, señor.
Acordándose entonces del herido, Crozier va a proa atravesando el alojamiento de los hombres hasta la enfermería. Normalmente a la hora de la cena, aun en aquellos días oscuros, se oye el sonido de las conversaciones y risas de los hombres en sus mesas que levanta los ánimos, pero aquella noche hay silencio, sólo roto por el roce de las cucharas en el metal y algún eructo. Los hombres están agotados, derrengados sobre sus baúles, que usan como sillas, y sólo unas caras cansadas y flácidas levantan la vista hacia su capitán, mientras éste pasa.