Sin decir una sola palabra, Crozier envía a dos hombres armados con linternas a popa, tres más hacia la proa, otro con una linterna a mirar debajo de la lona en la mitad del buque.
—Apareje una escala aquí, por favor, Bob —dice al segundo oficial.
Los hombros del oficial están ocultos bajo un rollo de cabo fresco, es decir, no congelado todavía, que acaba de traer desde abajo. La escala baja por el costado en cuestión de segundos.
Crozier dirige el descenso.
Hay más sangre en el hielo y nieve amontonada a lo largo del costado de babor del buque. Unas rayas de sangre que parecen negras a la luz de la linterna se dirigen hacia fuera, más allá de los agujeros del fuego en el laberinto siempre cambiante de las crestas de presión y las agujas de hielo, más intuidos que vistos en la oscuridad.
—Quiere que le sigamos ahí fuera, señor —dice el segundo teniente Hodgson, inclinándose hacia Crozier de modo que éste pueda oírle a pesar de los aullidos del viento.
—Por supuesto —dice Crozier—. Pero, de todos modos, vamos a ir. Strong todavía podría estar vivo. Ya lo hemos visto antes, con esa cosa.
Crozier mira tras él. Sólo tres hombres más aparte de Hodgson le han seguido por la escala de cuerda. Los demás están, o bien registrando la cubierta superior, o bien muy ocupados llevando al soldado Heather abajo. Sólo hay otra linterna más, además de la del capitán.
—Armitage —dice Crozier al mozo de la armería, cuya barba blanca ya está llena de nieve—, dele al teniente Hodgson su linterna y vaya usted con él. Gibson, usted quédese aquí y dígale al teniente Little hacia dónde nos dirigimos cuando venga con el destacamento de búsqueda. Dígale que, por lo que más quiera, no deje que dispare ninguno de sus hombres a menos que esté completamente seguro de que no nos apunta a nosotros.
—Sí, capitán.
Y Crozier le dice a Hodgson:
—George, usted y Armitage diríjanse a unos veinte metros hacia allí, hacia la proa, y vayan en paralelo a nosotros mientras buscamos por el sur. Intente mantener su linterna a nuestra vista.
—Sí, señor.
—Tom —indica Crozier al hombre que queda, el joven Evans—, usted viene conmigo. Mantenga preparado su rifle Baker, pero sólo medio amartillado.
—Sí, señor. —Al chico le castañetean los dientes.
Crozier espera hasta que Hodgson llega a un punto a veinte metros a su derecha, cuando su linterna ya sólo es un puntito muy débil de luz entre la nieve que se arremolina y encabeza la marcha con Evans hacia el laberinto de seracs, picos de hielo y crestas de presión, siguiendo las manchas periódicas de sangre en el hielo. Sabe que un retraso, aunque sólo sea de unos minutos, bastará para que el débil rastro quede cubierto de nieve. El capitán no se preocupa de sacar la pistola del bolsillo de su sobretodo.
A menos de cien metros de distancia, justo en el lugar donde las linternas de los hombres en la cubierta del
HMS Terror
se vuelven invisibles, Crozier alcanza un cresta de presión, una de esas montañas de hielo que surgen formadas por las placas de hielo que se rozan y se empujan unas a otras por debajo de la superficie. Ahora que ya llevan dos inviernos en el hielo, Crozier y los otros hombres de la expedición del difunto sir John Franklin han visto esas crestas de presión aparecer como por arte de magia, elevarse con un estruendo ensordecedor y un sonido desgarrador, y luego extenderse por la superficie del mar helado, a veces moviéndose más rápido de lo que puede correr un hombre.
Esta cresta es de al menos nueve metros de alto: un enorme muro vertical hecho de losas de hielo cada una tan grande como un coche de caballos.
Crozier camina por la cresta, levantando la linterna todo lo que puede. La linterna de Hodgson ya no resulta visible al oeste. La visión en torno al
Terror
ya no es fácil. Por todas partes, los seracs de nieve, ventisqueros, bloquean la vista. Hay una gran montaña de hielo en el kilómetro que separa el
Terror
del
Erebus,
y media docena más a la vista, a la luz de la luna.
Pero esta noche no hay icebergs, sólo esa cresta de presión de tres pisos de alto.
—¡Ahí! —grita Crozier por encima del viento.
Evans se acerca con el rifle Baker levantado.
Una mancha de sangre negra en el blanco muro de hielo. La cosa se llevó a William Strong hacia la cima de esa pequeña montaña de escombros helados, tomando una ruta casi vertical.
Crozier empieza a trepar, sujetando la linterna en la mano derecha mientras busca con la mano libre enguantada, intentando hallar grietas y rendijas para sus dedos congelados y sus botas ya cubiertas de hielo. No ha tenido tiempo de ponerse las botas en las cuales Jopson había introducido unos largos clavos en las suelas, de modo que agarrasen en superficies heladas como aquélla, y ahora sus botas normales de marinero resbalan y patinan en el hielo. Pero encuentra un poco más de sangre congelada siete u ocho metros más arriba, justo debajo de la cumbre llena de hielo de la cresta de presión, de modo que Crozier mantiene la linterna fija con la mano derecha mientras da unas patadas a un bloque de hielo inclinado con la pierna izquierda y se afianza en la cima, con la lana de su sobretodo raspándole la espalda. El capitán no nota la nariz y tiene los dedos entumecidos.
—Capitán —le llama Evans desde la oscuridad de abajo—, ¿quiere que suba?
Crozier jadea con demasiada fuerza para poder hablar durante un segundo, pero cuando recupera el aliento grita:
—¡No, espere ahí! —Ve el débil resplandor de la linterna de Hodgson, ahora hacia el noroeste. El equipo no está todavía a treinta metros de la cresta de presión.
Agitando los brazos para permanecer en equilibrio contra el viento e inclinándose bastante a la derecha mientras la ventisca azota el pañuelo que cubre su cabeza hacia la izquierda y amenaza con tirarle de su precaria posición, Crozier sujeta la linterna hacia el lado sur de la cresta de presión.
La caída es casi vertical, de unos diez metros. No hay señales de William Strong ni signo alguno de manchas negras en la nieve, ni tampoco indicios de que nadie, ni vivo ni muerto, haya pasado por allí. Crozier no imagina cómo podría haber bajado alguien por aquella cara de hielo cortada a pico.
Meneando la cabeza y dándose cuenta de que tiene las pestañas casi congeladas y pegadas a las mejillas, Crozier empieza a bajar por donde ha venido. Dos veces está a punto de caer sobre las bayonetas alzadas del hielo, y resbalando los últimos dos metros y medio por la superficie hacia el lugar donde espera Evans.
Pero Evans ha desaparecido.
El rifle Baker yace en la nieve, todavía medio amartillado. No hay huellas en la nieve remolineante, ni humanas ni de ningún tipo.
—¡Evans!
La voz del capitán Francis Rawdon Moira Crozier está avezada al mando desde hace más de treinta y cinco años. Puede hacerse oír por encima de un ventarrón del sudoeste o mientras el buque corre a todo trapo por el estrecho de Magallanes entre una tormenta de nieve. Ahora, pone todo el volumen que puede en el grito:
—¡Evans!
No hay respuesta, excepto el aullido del viento.
Crozier levanta el rifle Baker, comprueba el cebo y dispara al aire. El disparo resuena ahogado hasta para él, pero ve que la linterna de Hodgson súbitamente se vuelve hacia él y tres linternas más se hacen vagamente visibles en el hielo, en dirección al
Terror.
Algo ruge a menos de seis metros de él. Puede ser el viento que ha encontrado una nueva ruta a través de un pináculo helado o en torno a él, pero Crozier sabe perfectamente que no es así.
Deja la linterna en el suelo, rebusca en su bolsillo, saca la pistola, se quita el guante a tirones con los dientes y, sólo con un guante de fina lana entre su carne y el gatillo de metal, sujeta el arma inútil ante él.
—¡Vamos, ven aquí, maldito seas! —chilla Crozier—. ¡Sal y métete conmigo si te atreves, engendro peludo, rata asquerosa de mierda, hijo de la gran puta sifilítica!
No hay otra respuesta que el aullido del viento.
Goodsir
Latitud 74° 43' 28" N — Longitud 90° 39' 15" O
Isla de Beechey, invierno de 1845-1846
Del diario privado del doctor Harry D. S. Goodsir:
1 de enero de 1846
John Torrington, el fogonero del
HMS Terror,
ha muerto esta mañana temprano. El día de Año Nuevo. Al principio de nuestro Quinto Mes atascados en el hielo aquí en la isla de Beechey.
Su muerte no ha sido una sorpresa. Era obvio desde hacía varios meses que Torrington sufría un grado avanzado de Tisis cuando se enroló en la expedición, y si los Síntomas se hubiesen manifestado unas pocas semanas antes el Verano Pasado, lo habrían enviado a casa en el
Rattler
o en alguno de los dos buques balleneros que encontramos justo antes de navegar hacia el oeste, a través de la bahía de Baffin, y por el estrecho de Lancaster hacia las Inmensidades Árticas, donde ahora nos encontramos pasando el invierno. La triste Ironía es que el médico de Torrington le había dicho que viajar por Mar sería bueno para su salud.
El Jefe Cirujano Peddie y el doctor McDonald, del
Terror,
trataron a Torrington, por supuesto, pero yo estuve presente varias veces durante el estadio de Diagnóstico y he sido escoltado a su barco por varios tripulantes del
Erebus
después de que muriese el joven fogonero, esta mañana.
Cuando su enfermedad resultó Obvia, a principios de noviembre, el capitán Crozier relevó al joven de 20 años de sus deberes como fogonero abajo, en la cubierta inferior, mal ventilada, ya que el polvo de carbón que flota allí en el aire basta para asfixiar a una persona con los pulmones normales, y John Torrington entró en una Espiral Descendente de invalidez debida a la tisis a partir de entonces. Aun así, Torrington podría haber sobrevivido muchos meses más de no haberse interpuesto un Agente Intermediario en su muerte. El doctor Alexander McDonald me dice que Torrington, que se había puesto demasiado débil en las última semanas incluso para permitir sus breves Paseos Reglamentarios por la cubierta inferior, ayudado por sus compañeros, cayó con Neumonía el día de Navidad, y desde entonces fue una Carrera contra la Muerte. Cuando he visto el cuerpo esta mañana me he quedado conmocionado al ver lo Descarnado que ha quedado el joven John Torrington, pero tanto Peddie como McDonald me han explicado que su apetito fue disminuyendo desde hace dos meses, y aunque los cirujanos del buque alteraron su Dieta y la hicieron más consistente mediante Sopas y Verduras enlatadas, siguió perdiendo peso.
Esta mañana he visto a Peddie y MacDonald preparar el cadáver: Torrington estaba sin camisa, con el pelo recién cortado con cuidado, las uñas también recortadas, le han atado la habitual tira de tela por debajo de la cabeza para evitar que la mandíbula se abriese y luego le han sujetado con más tiras de algodón blanco los codos, manos, tobillos y dedos de los pies. Lo han hecho para que los Miembros permaneciesen unidos mientras pesaban al pobre muchacho (¡sólo 40 kilos!) y preparaban su cuerpo para el enterramiento. No ha habido discusión en el Examen post mórtem, ya que ha quedado muy claro que la Tisis, acelerada por la Neumonía, ha matado al muchacho, de modo que no existe la preocupación de que nada contamine a los demás miembros de la tripulación.
Yo he ayudado a mis colegas cirujanos del
HMS Terror
a colocar el cuerpo de Torrington en el ataúd cuidadosamente preparado por el carpintero del buque, Thomas Honey, y su ayudante, un hombre llamado Wilson. No había rigor mortis. Los carpinteros han dejado un lecho de Virutas de Madera en la base del ataúd, cuidadosamente construido y formado con caoba normal procedente del buque, con un Montón más Hondo de virutas bajo la cabeza de Torrington, y como todavía persistía un ligero olor a Putrefacción, el aire quedaba bastante perfumado con las virutas de madera.
3 de enero de 1846
Sigo pensando en el entierro de John Torrington, que tuvo lugar ayer tarde.
Sólo un pequeño contingente del
Erebus
asistió, yo hice la Travesía a Pie desde nuestro buque al suyo y de ahí los menos de doscientos metros más hasta la Costa de la isla de Beechey.
No puedo Imaginar un invierno peor que el que hemos sufrido, congelados en nuestro pequeño fondeadero al abrigo de la propia isla de Beechey, situada en la cúspide de la isla de Devon, de mayor tamaño, pero el Comandante Fitzjames y otros me han asegurado que nuestra Situación aquí, a pesar de las Traicioneras crestas de presión, la Terrible Oscuridad, las Tormentas Aullantes y el Hielo Constantemente Amenazador sería mil veces peor fuera de este fondeadero, allá fuera donde flota el Hielo del Polo como una lluvia de Fuego Enemigo de algún dios Boreal.
Los compañeros de la tripulación de John Torrington bajaron con suavidad su ataúd, ya cubierto con una fina lana azul, por encima de la borda de su buque, que está Apretado muy Alto encima de una columna de hielo, mientras otros marineros del
Terror
ataban el ataúd a un Trineo grande. El propio sir John colocó una Union Jack encima del ataúd, y luego los amigos y compañeros de Torrington se colocaron los Arneses y tiraron del trineo los menos de doscientos metros que hay hasta la costa de la isla de Beechey, de guijarros y hielo.
Todo eso fue realizado en la casi Absoluta Oscuridad, por supuesto, ya que incluso al mediodía el sol no hace su Aparición aquí en enero, y no lo ha hecho desde hace tres meses. Debe pasar otro mes o más, me dicen, antes de que el Horizonte del Sur acoja de nuevo a nuestra Estrella Roja. En todo caso, esa procesión: ataúd, trineo, hombres que lo llevaban, oficiales, cirujanos, sir John, Marines Reales con su uniforme completo ocultos bajo los mismos ropajes contra el frío que los demás, se vio iluminada solamente por unas lámparas oscilantes mientras nos dirigíamos por el Mar Helado hacia la Costa Helada. Los hombres del
Terror
habían cortado y nivelado con la pala las diversas crestas de presión aparecidas recientemente y que se interponían entre nosotros y la playa de guijarros, de modo que hubo pocas Desviaciones en nuestra triste Ruta. En un momento más temprano del Invierno, sir John ordenó que un sistema de Recios Postes, cuerdas y Linternas Colgantes uniese la ruta más corta entre los Barcos y el istmo de guijarros, donde se habían construido diversas Estructuras, una para albergar gran parte de los recursos de los buques, extraídos por si el hielo destruía nuestros bajeles; otra como barracón de emergencia y Estación Científica, y una tercera albergando la forja del armero, colocada allí para que las Llamas y Chispas no hicieran ignición en nuestros Hogares flotantes de madera. He sabido que los Marineros temen el fuego en el mar más que ninguna otra cosa. Pero ese Camino de Postes de madera y Linternas tuvo que ser abandonado ya que se movía constantemente, alzándose y destrozando o desperdigando todo lo que se colocaba en él.