Nevaba durante el entierro. El viento soplaba con fuerza, como hace siempre aquí en estas Llanuras Árticas dejadas de la mano de Dios. Al norte de la tumba se alzan los Acantilados Negros, tan inaccesibles como las Montañas de la Luna. Las linternas encendidas en el
Erebus
y el
Terror
eran sólo débiles resplandores encima de la nieve. Ocasionalmente un fragmento de Fría Luna aparecía entre las nubes que se desplazaban con rapidez, pero hasta esa débil y pálida luz de luna se perdía rápidamente entre la nieve y la oscuridad. Dios mío, ésta es una negrura verdaderamente digna del Estigio.
Algunos de los hombres más fuertes del
Terror
trabajaron sin pausa desde las horas posteriores a la muerte de Torrington, usando las piquetas y la pala para excavar su tumba, una fosa reglamentaria de metro y medio de hondo, como ordenó sir John. La Fosa se excavó en el hielo más Severamente Endurecido y en la roca, y una mirada hacia ella me reveló el Trabajo que había representado su excavación. Se quitó la bandera y se bajó el ataúd con cuidado, casi con reverencia, en la estrecha abertura. La nieve cubrió de inmediato la superficie del ataúd y Brilló a la luz de las diversas linternas. Un hombre, uno de los oficiales de Crozier, colocó la lápida de madera en su lugar y la introdujeron en la grava congelada con unos cuantos golpes de un mazo gigante de madera enarbolado por un marinero gigantesco. Las palabras que se habían tallado cuidadosamente rezaban:
Consagrado
a la memoria de
John Torrington
que dejó
esta vida
el 1 de enero
DE 1846 D. C. A BORDO DEL
HMS Terror
A LA EDAD DE 20 AÑOS
Sir John dirigió el Servicio y pronunció el Panegírico. Tardó algo de tiempo, y el suave zumbido de su voz sólo fue interrumpido por el viento y el ruido de los pies al golpear el suelo mientras los hombres intentaban evitar que se les congelasen los pies. Confieso que oí poca cosa del Panegírico de sir John, entre el viento aullante y mis propios pensamientos que divagaban, oprimidos por la soledad del lugar, por el recuerdo del cuerpo sin camisa y con los miembros atados con tiras de tela, que acababan de bajar a la Fría Fosa, y oprimido sobre todo por la negrura eterna de los Acantilados por encima del istmo.
4 de enero de 1846
Otro hombre ha muerto.
Uno de los nuestros, aquí, en el
HMS Erebus,
John Hartnell, de veinticinco años, marinero de primera. Justo después de lo que sigo creyendo que eran las seis de la tarde, mientras se bajaban las mesas con unas cadenas para que cenasen los hombres, Hartnell ha chocado con su hermano Thomas, ha caído en cubierta, ha tosido sangre y antes de cinco minutos había muerto. El cirujano Stanley y yo estábamos con él cuando ha muerto en la parte despejada de la proa de la cubierta inferior, que usamos como Enfermería.
Esta muerte nos ha dejado anonadados. Hartnell no había mostrado síntoma alguno de escorbuto ni de tisis. El comandante Fitzjames estaba con nosotros y no podía ocultar su consternación. Si había alguna Plaga o inicios de Escorbuto entre la tripulación, debíamos saberlo de inmediato. Hemos decidido en aquel preciso momento, mientras las cortinas estaban corridas y antes de que nadie se dispusiera a preparar a John Hartnell para el ataúd, que le haríamos un Examen post mórtem.
Hemos despejado la mesa de la Enfermería y disimulado nuestros Actos moviendo algunas cajas entre los Hombres apiñados y nosotros mismos, y hemos corrido la cortina en torno a nuestro Trabajo lo mejor que hemos podido, y yo he ido a buscar mi instrumental. Stanley, aunque era el Cirujano Jefe, ha sugerido que yo hiciera el trabajo, puesto que yo había estudiado anatomía. Así que he hecho la Incisión inicial y hemos empezado.
Inmediatamente me he dado cuenta de que debido a la Precipitación había usado la incisión en forma de Y invertida que solía usar al entrenarme con cadáveres, cuando tenía prisa. En lugar de la Y más común, con los dos brazos de la incisión bajando desde los hombros y encontrándose en la base del esternón, mi incisión en forma de Y invertida tenía los brazos de la Y llegando hasta las caderas, de modo que se reunían junto al ombligo de Hartnell. Stanley lo ha comentado y yo me he sentido algo avergonzado.
—Lo que sea más rápido —le he dicho a mi compañero cirujano—. Debemos hacerlo con rapidez..., a los hombres no les gusta nada que abran los cuerpos de sus compañeros de tripulación.
El cirujano Stanley ha asentido, y yo entonces he continuado. Como para Confirmar mis afirmaciones, el hermano menor de Hartnell, Thomas, ha empezado a gritar y a llorar justo desde el otro lado de la cortina. A diferencia del lento declive de Torrington en el
Terror,
que dio tiempo a sus compañeros de la tripulación a avenirse a su muerte, para repartir sus pertenencias y preparar cartas para la madre de Torrington, el súbito colapso de John Hartnell y su muerte posterior han conmocionado a todos los hombres de este buque. Ninguno de ellos podía soportar la idea de que los cirujanos del barco estuviesen cortando su cuerpo. Sólo la mole, el rango y la actitud del comandante Fitzjames se interponían entre el hermano furibundo, los marineros confusos y nuestra Enfermería. Oía que los compañeros de Hartnell y la presencia de Fitzjames le sujetaban por el momento, pero mientras mi escalpelo cortaba los tejidos y mi bisturí y separador de costillas abría el cadáver para su examen, yo oía los Murmullos Rabiosos a sólo unos metros detrás de la cortina.
Primero he extraído el corazón de Hartnell, y he cortado también una parte de la tráquea. Lo he levantado a la luz de la linterna y Stanley lo ha cogido y le ha quitado la sangre con un trapo sucio. Ambos lo hemos inspeccionado. Tenía un aspecto bastante normal, no parecía enfermo. Mientras Stanley todavía sujetaba el órgano a la luz, yo he hecho un corte en el ventrículo derecho, y luego otro en el izquierdo. Quitando la parte dura del músculo, Stanley y yo hemos revisado las válvulas. Parecían sanas.
Tras echar de nuevo el corazón de Hartnell en su cavidad torácica, yo he procedido a diseccionar la parte inferior de los pulmones del marinero de primera con rápidos cortes del escalpelo.
—Ahí. —Ha señalado el cirujano Stanley.
Yo he asentido. Había señales obvias de cicatrices y otras indicaciones de Tisis, así como señales de que el marinero había sufrido recientemente una neumonía. John Hartnell, como John Torrington, estaba tuberculoso, pero aquel marinero de mayor edad y fortaleza, y según Stanley, más duro y resistente, había ocultado los Síntomas, quizás incluso a sí mismo. Hasta hoy, cuando ha caído redondo y muerto unos minutos antes de comerse su cerdo en salmuera.
Tras liberar el hígado, después de cortarlo, lo he examinado a la luz y tanto Stanley como yo hemos creído observar en él la adecuada confirmación de la tisis, así como indicaciones de que Hartnell había bebido mucho durante demasiado tiempo.
Justo a unos metros de distancia, al otro lado de la cortina, el hermano de Hartnell, Thomas, gritaba lleno de furia, contenido solamente por las ásperas órdenes del comandante Fitzjames. Por las voces yo adivinaba que varios de los demás oficiales (el teniente Gore, el teniente Le Vesconte y Fairholme, y hasta Des Voeux, el oficial de cubierta) estaban también intentando calmar e intimidar a la Muchedumbre de marineros.
—¿Hemos visto ya bastante? —ha susurrado Stanley.
Yo he vuelto a asentir. No había señal alguna de Escorbuto en el cuerpo, ni en la cara ni en la boca ni en los órganos. Aunque seguía siendo un Misterio cómo es posible que la tisis o la neumonía o ambas hubiesen podido matar al marinero de primera con tanta rapidez, era obvio, al menos, que no debíamos temer ninguna Enfermedad de tipo Contagioso.
El ruido procedente del Espacio de Literas de la tripulación iba siendo cada vez más Intenso, de modo que yo rápidamente he metido las muestras de pulmones, hígado y otros órganos en la cavidad abdominal junto con el corazón, teniendo mucho cuidado de introducirlos todos en el lugar adecuado, más o menos, y apretándolos bien, y luego he vuelto a colocar la placa pectoral de Hartnell en su lugar, aproximadamente. Más tarde me he dado cuenta de que la había puesto boca abajo. El Cirujano Jefe Stanley ha cerrado entonces la incisión en forma de Y invertida, usando una aguja larga y un hilo de velas grueso con un movimiento rápido y seguro que habría enorgullecido a cualquier maestro velero.
Al cabo de un minuto ya teníamos a Hartnell vestido de nuevo, aunque el rigor mortis empezaba a ser un problema, y hemos abierto de nuevo la cortina. Stanley, cuya voz es más profunda y resonante que la mía, ha asegurado entonces al hermano de Hartnell y a los demás hombres que lo único que faltaba por hacer era lavar el cadáver de su compañero para que pudieran prepararlo para el entierro.
6 de enero de 1846
No sé por qué motivo este Entierro fue mucho más Duro para mí que el primero. De nuevo tuvimos la solemne Procesión desde el buque, sólo con la tripulación del
Erebus
en esta ocasión, aunque el doctor McDonald, el cirujano Peddie y el capitán Crozier del
Terror
se unieron a nosotros.
De nuevo el ataúd se cubrió con la bandera. Los hombres habían vestido la parte superior del cuerpo de Hartnell con tres capas, incluyendo la mejor camisa de su hermano, pero habían envuelto la parte inferior, desnuda, sólo con un sudario, dejando abierta la parte superior del ataúd durante varias horas en la Enfermería vestida con crespones negros, en la cubierta inferior, y luego se clavaron los clavos y se procedió al entierro. De nuevo una lenta procesión en trineo desde el Mar Helado a la Costa Helada, con las linternas oscilando en la negra noche, aunque este Mediodía había estrellas y no caía nieve. Los Marines tuvieron que trabajar, porque tres de los Grandes Osos Blancos vinieron a husmear bastante cerca, alzándose como espectros en los bloques de hielo, y los hombres tuvieron que disparar los mosquetes hacia ellos para alejarlos, e hirieron visiblemente a uno de los osos en el costado.
De nuevo el Panegírico de sir John, aunque esta vez más breve, porque Hartnell no era tan estimado como el joven Torrington, y de nuevo caminamos de vuelta por encima del hielo agrietado que gemía y crujía, bajo las estrellas que bailaban esta vez en el Frío intenso, y el único sonido que se oía detrás de nosotros era el roce cada vez más amortiguado de palas y picos rellenando con la tierra helada el nuevo agujero junto a la tumba de Torrington, perfectamente cuidada.
Quizá fuese la negra cara del acantilado que se Alzaba por encima de Todo lo que perjudicó más mi Moral en este segundo entierro. Aunque yo deliberadamente me quedé de espaldas al Acantilado en esta ocasión, muy cerca de sir John, de modo que pude oír sus Palabras de Esperanza y Consuelo, era consciente en todo momento de aquella mole fría, negra, vertical, estéril y sin luz de Piedra insensata que tenía detrás; un portal, al parecer, hacia ese País del Cual Jamás Hombre Alguno ha Regresado. Comparadas con la Fría Realidad de esa negra piedra sin rasgo alguno, hasta las compasivas e inspiradas palabras de sir John tenían poco efecto.
La moral de ambos buques era muy baja. Todavía no había pasado ni una Semana Completa del nuevo año y ya habían muerto dos de nuestra Compañía. Al día siguiente los cuatro cirujanos habíamos decidido Reunirnos en un Lugar Privado (la sala del carpintero en la cubierta inferior del
Terror)
para discutir lo que se podía hacer para evitar más Mortandad en lo que parecía ser una Expedición Maldita.
La lápida de aquella segunda tumba rezaba:
CONSAGRADO A LA MEMORIA DE
John Hartnell, marinero de 1.a del
HMS EREBUS,
MUERTO EL 4 DE ENERO DE 1846
A LA EDAD DE 25 AÑOS.
«ASÍ HABLA EL SEÑOR DE LOS EJÉRCITOS
CONSIDERAD LA SITUACIÓN EN LA QUE OS ENCONTRÁIS»
AGEO, I, 7
El viento ha arreciado en la última hora, es casi Medianoche y la mayor parte de las lámparas están aquí, en la cubierta inferior del
Erebus.
Oigo aullar el viento y pienso en aquellos dos fríos Montones de Piedrecillas Sueltas afuera, en aquel istmo negro y ventoso, y pienso en los hombres muertos en esas dos frías Fosas, y pienso en la Pared de Piedra Negra y Monótona, y me imagino la descarga de fusilería de los copos de nieve que ya trabajan para borrar las letras grabadas en las lápidas de madera.
Franklin
Latitud 70° 03'29" N — Longitud 98° 20' O
Isla de Beechey, invierno de 1845-1846
Aproximadamente a 45 kilómetros NNO de la Tierra del Rey Guillermo.
3 de septiembre de 1846
El capitán sir John Franklin raramente se había sentido tan complacido consigo mismo.
El invierno anterior, congelados en la isla de Beechey, a cientos de kilómetros al nordeste de su posición actual, había resultado incómodo de muchas maneras, y él era el primero en admitir eso para sí o ante algún igual, aunque no había iguales a él en aquella expedición. La muerte de tres miembros de la expedición, primero Torrington y Hartnell, en enero, y luego el soldado William Braine de la Marina Real, el 3 de abril, todos ellos de tisis y de neumonía, había sido una conmoción. Franklin no sabía de ninguna otra expedición de la Marina que hubiese perdido a tres hombres por causas naturales tan al inicio de su empresa.
Fue el propio Franklin el que eligió la inscripción en la lápida del soldado Braine, de treinta y dos años de edad: «Elegid hoy a quién queréis servir», Josué, 24,15. Durante un tiempo, aquellas palabras les habían parecido un desafío a los desgraciados tripulantes del
Ere
bus
y el
Terror,
todavía no amotinados, pero ya cerca de ello, como si fuese un mensaje a los inexistentes transeúntes por parte de las tumbas solitarias de Braine, Hartnell y Torrington en aquel terrible banco de grava y hielo.
Sin embargo, los cuatro cirujanos se reunieron en consulta después de la muerte de Hartnell y decidieron que el escorbuto incipiente debía de estar debilitando la constitución de los hombres, permitiendo que la neumonía y defectos congénitos como la tisis se incrementasen alcanzando proporciones letales. Los cirujanos Stanley, Goodsir, Peddie y McDonald recomendaron a sir John que cambiase la dieta de los hombres: comida fresca, en lo posible, aunque no había casi ninguna, excepto la carne de oso polar, en la oscuridad del invierno, y habían descubierto que comer el hígado de esa enorme y poderosa bestia podía ser fatal, por algún motivo desconocido, y a falta de encontrar carne o verduras frescas, recortar las porciones de cerdo y buey en salazón o aves saladas, que era lo que preferían los hombres, y hacer más uso de las comidas enlatadas, como sopas vegetales y demás.