—Pues yo no lo he visto —dijo el capitán—. Estaba tan ansioso por llegar a la escotilla de proa que no he mirado hacia abajo, sólo hacia delante.
—Yo tendría que haber mirado también hacia delante —dijo el cirujano, arrepentido—. Me he dado un buen golpe con un poste o con un pilar.
Fitzjames sonrió.
—Sí, ya lo veo. Médico, cúrate a ti mismo. Tiene usted una laceración profunda desde la raíz del pelo hasta la frente, y un moretón enorme, del tamaño del puño de Magnus Manson.
—¿Ah, sí? —dijo Goodsir. Se tocó la frente con mucha precaución. Sus dedos ensangrentados quedaron más ensangrentados aún, aunque notaba la gruesa costra de sangre seca en la enorme contusión que tenía allí—. Ya me lo coseré con un espejo o haré que lo haga Lloyd más tarde —dijo, cansado—. Estoy listo, capitán. Vamos.
—¿Adonde, señor Goodsir?
—Abajo, a la bodega —dijo el cirujano, notando que sus tripas se retorcían llenas de náuseas ante la perspectiva—. A ver quién está allí caído en la carbonera. Igual está vivo.
Fitzjames le miró a los ojos.
—Nuestro carpintero, el señor Weekes, y su ayudante, Watson, han desaparecido, doctor Goodsir. Estaban trabajando en una carbonera a estribor, reforzando una brecha en el casco. Pero supongo que estarán muertos.
Goodsir oyó la palabra «doctor». Franklin y su comandante casi nunca habían llamado así a los cirujanos. Ellos (y Goodsir) casi siempre habían recibido el título inferior de «señor» por parte de sir John y del aristocrático Fitzjames.
Pero aquella vez no.
—Tenemos que bajar a ver —dijo Goodsir—. Tengo que bajar a ver. Puede que alguno todavía esté vivo.
—La criatura del hielo puede estar viva y esperándonos, también —dijo Fitzjames, bajito—. Nadie la ha oído salir ni irse.
Goodsir asintió cansadamente y cogió su maletín médico.
—¿Puedo llevarme al señor Downing conmigo? —preguntó—. Quizá necesite a alguien que me sujete la linterna.
—Yo iré con usted, doctor Goodsir —dijo el capitán Fitzjames. Cogió una lámpara extra que le había traído Downing—. Adelante, señor.
Crozier
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
22 de abril de 1848
—Teniente Little —dijo el capitán Crozier—, por favor, pase la orden de abandonar el barco.
—Sí, capitán.
Little se volvió y gritó la orden hacia la atestada cubierta. Los demás oficiales y el segundo oficial que quedaba estaban ausentes, de modo que John Lane, el segundo contramaestre, el hombre que había administrado los azotes a Hickey y a los otros dos hombres en enero, gritó la orden por la escotilla abierta antes de cerrarla finalmente.
No quedaba nadie abajo, por supuesto. Crozier y el teniente Little habían recorrido todas las cubiertas, mirando en todos los compartimentos, desde la fría sala de la caldera con sus hornos ya apagados hasta las carboneras de la bodega, ya vacías, hasta el diminuto pero vacío pañol de cables de proa y luego arriba, a través de las cubiertas. En la cubierta del sollado habían comprobado que la sala de Licores y la santabárbara estaban vacías de mosquetes, escopetas, pólvora y munición. Sólo unas filas de machetes y bayonetas quedaban en los estantes, brillando fríamente a la luz de la linterna. Dos oficiales habían comprobado que toda la ropa necesaria se fuese extrayendo del ropero a lo largo del mes y medio anterior, y luego fueron a la despensa del capitán y a la sala del pan, también vacía. En la cubierta de proa, Little y Crozier miraron todos los camarotes y alojamientos, observando lo limpios que habían dejado los oficiales sus literas y estantes y restantes posesiones, y vieron luego las hamacas de los marineros recogidas por última vez, sus baúles aligerados pero todavía en su sitio, como si esperasen la llamada para la cena, y luego fueron a popa y observaron los libros que faltaban en la sala Grande, donde los hombres habían elegido y se habían llevado muchos al hielo, con ellos. Finalmente, de pie junto a la enorme estufa que estaba absolutamente fría por primera vez en casi tres años, el teniente Little y el capitán Crozier llamaron de nuevo a la escotilla de proa, asegurándose de que no quedaba nadie. Arriba harían un recuento, pero esto formaba parte del protocolo a la hora de abandonar un barco.
Entonces subieron a cubierta y dejaron la escotilla abierta tras ellos.
Los hombres que estaban firmes en cubierta no se sentían sorprendidos por la orden de abandonar el barco. Para eso los habían convocado y los habían reunido. Sólo quedaban veinticinco tripulantes del
Terror
aquella mañana; el resto estaban en el campamento
Terror
, a unos tres kilómetros al sur del cabo Victoria, o llevando en trineo materiales al campamento, o cazando, o haciendo reconocimientos del terreno junto al campamento
Terror
. Un número igual de tripulantes del
Erebus
esperaban abajo en el hielo, de pie junto a los trineos y pilas de material donde se habían colocado las tiendas de material y equipo del
Erebus
desde primeros de abril, cuando fue abandonado el buque.
Crozier vio a sus hombres bajar por la rampa de hielo, abandonar el buque para siempre. Finalmente, sólo quedaron él y Little de pie en la cubierta escorada. Los cincuenta y tantos hombres que estaban abajo en el hielo miraron hacia arriba con los ojos casi invisibles bajo los gorros y pañoletas de lana, todos guiñados en la luz fría de la mañana.
—Vaya delante, Edward —dijo Crozier, con delicadeza—. Yo pasaré después por encima de la borda.
El teniente saludó, levantó su pesado equipaje con sus posesiones personales y bajó primero la escala y luego la rampa de hielo, para unirse a los hombres de abajo.
Crozier miró a su alrededor. La leve luz de abril iluminaba un mundo de hielo torturado, enormes crestas de presión, incontables seracs y nieve arremolinada. Metiéndose más la gorra y guiñando hacia el este, intentó analizar lo que sentía en aquel momento.
Abandonar el buque era el punto más bajo en la vida de todo capitán. Era admitir el fracaso absoluto. En la mayoría de los casos se trataba del final de una larga carrera naval. Para la mayoría de los capitanes, muchos de ellos conocidos personales de Francis Crozier, era un golpe del cual nunca se recuperaban.
Crozier no sentía aquella desesperación. Todavía no. Era más importante para él, en aquel momento, la llama azul de la decisión que seguía ardiendo en su pecho, pequeña, pero insistente: «Viviré».
Quería que sus hombres sobrevivieran, o al menos que sobreviviera el máximo de hombres posible. Si existía la mínima esperanza de que algún hombre del
HMS Erebus
o del
HMS Terror
sobreviviese y pudiese volver a casa, a Inglaterra, Francis Rawdon Moira Crozier iba a seguir aquella esperanza sin mirar atrás.
Tenía que sacar a los hombres del barco. Y luego salir del hielo.
Dándose cuenta de que al menos cincuenta pares de ojos le miraban, Crozier dio unas palmaditas a la borda por última vez, bajó por la escala que habían colocado en el costado de estribor, ya que el buque había empezado a escorar más agudamente hacia babor en las últimas semanas, y luego bajó por la ya desgastada rampa de hielo hacia los hombres que esperaban.
Levantando su propio macuto y colocándose en línea junto a los hombres en los arneses del trineo que había más a retaguardia, miró por última vez el barco y dijo:
—Es bonito, ¿verdad, Harry?
—Sí que lo es, capitán —contestó el capitán de la cofa del trinquete, Harry Peglar.
Cumpliendo su palabra, él y los gavieros habían conseguido colocar los masteleros almacenados y las vergas y obencadura a lo largo de las últimas dos semanas, a pesar de las ventiscas, bajas temperaturas, tormentas eléctricas, presiones del hielo y fuertes vientos. El hielo brillaba por doquier en los restaurados masteleros del buque, ahora inestables, y en los palos y las jarcias. El buque parecía, a ojos de Crozier, engalanado con joyas.
Después del hundimiento del
HMS Erebus
el último día de marzo, Crozier y Fitzjames decidieron que aunque había que abandonar pronto el
Terror
si querían tener alguna oportunidad de caminar o de coger los botes con seguridad antes del invierno, el buque debía ser restaurado para que pudiera navegar. Si se quedaban atrapados en el campamento
Terror
, en la Tierra del Rey Guillermo, durante meses hasta que llegase el verano y el hielo se abría milagrosamente, en teoría podían coger los botes, volver al
Terror
e intentar navegar hasta la libertad.
Teóricamente.
—Señor Thomas —llamó a Robert Thomas, el segundo contramaestre y guía del primero de los cinco trineos—, salga cuando esté listo.
—Sí, señor —respondió el hombre, y se inclinó en el arnés.
Aun con siete hombres tirando del arnés, el trineo no se movió. Los patines se habían quedado helados en la nieve.
—¡Venga, Bob, dale! —dijo, riendo, Lawrence, uno de los marineros que iban con él en el arnés.
El trineo gruñó, los hombres gruñeron también, crujió el cuero, el hielo se rompió y el cargado trineo se movió hacia delante.
El teniente Little dio la orden de que partiera el segundo trineo, encabezado por Magnus Manson. Con el gigante ante los hombres, el segundo trineo, aunque iba más cargado que el de Thomas, partió de inmediato sólo con un mínimo crujido del hielo bajo los patines de madera.
Y lo mismo con los cuarenta y seis hombres, treinta y cinco de ellos tirando en la primera etapa y cinco caminando en reserva con escopetas o mosquetes, esperando para tirar a su vez; cuatro de los suboficiales de ambos barcos y los dos oficiales (el teniente Little y el capitán Crozier) caminaban a un lado, empujando de vez en cuando y tirando de algún arnés menos a menudo.
El capitán recordó que varios días antes, cuando el segundo teniente Hodgson y el tercer teniente Irving estaban preparándose para partir con otro viaje de trineo hacia el campamento
Terror
(a ambos oficiales se les ordenó entonces que cogieran hombres del campamento para cazar y hacer reconocimientos durante los días siguientes), Irving había sorprendido a su capitán pidiéndole que un par de los hombres asignados a su equipo se quedaran en el
Terror.
Crozier se había sorprendido al principio porque había calculado que el joven teniente era capaz de tratar con todos los marineros y hacer cumplir las órdenes que se le dieran, pero Crozier oyó los nombres de los implicados y lo entendió. El teniente Little había puesto a Magnus Manson y a Cornelius Hickey en el trineo de Irving y en los equipos de exploración de éste, e Irving pedía respetuosamente, sin dar motivo alguno, que uno u otro de esos dos hombres fuese asignado a otro equipo. Crozier había accedido de inmediato a aquella petición, reasignando a Manson al trineo del último día y permitiendo al pequeño ayudante del calafatero que siguiera adelante con el equipo del trineo del teniente Irving. Crozier no confiaba tampoco en Hickey, especialmente después del amago de motín de hacía unas semanas, pero sabía que el hombrecillo era mucho más traicionero cuando estaba con el enorme idiota de Manson a su lado.
Ahora, alejándose ya del buque y viendo a Manson, que tiraba del trineo a unos quince metros ante él, Crozier mantuvo la cara deliberadamente mirando al frente. Había decidido que no se volvería a mirar el
Terror
durante al menos las dos primeras horas de viaje.
Mirando a los hombres que se esforzaban ante él, el capitán era muy consciente de los ausentes.
Fitzjames estaba ausente aquel día, ya que servía como oficial al mando del campamento
Terror
, en la Tierra del Rey Guillermo, pero el auténtico motivo de su ausencia era el tacto. Ningún capitán quería abandonar su barco a plena vista de otro capitán, si ello era posible, y todos los capitanes eran sensibles a este hecho. Crozier, que había visitado el
Erebus
casi cada día desde el principio de su desmembramiento debido a la presión del hielo dos días después del fuego y la invasión de la criatura del hielo, a principios de marzo, había procurado escrupulosamente no estar allí el mediodía del 31 de marzo cuando Fitzjames tuvo que abandonar el buque. Fitzjames le había devuelto el favor aquella semana ofreciéndose voluntario para los deberes de mando lejos del
Terror.
La mayoría de las otras ausencias se debían a un motivo mucho más trágico y deprimente. Crozier recordó sus rostros mientras caminaba junto al último trineo.
El
Terror
había tenido mucha más suerte que el
Erebus
en cuanto a la pérdida de oficiales y líderes. De sus principales oficiales, Crozier había perdido al primer oficial, Fred Hornby atacado por la bestia durante el desastre de carnaval, al segundo oficial Gilles MacBean, también asesinado por la cosa durante un viaje en trineo el septiembre anterior, y a ambos cirujanos, Peddie y McDonald, también durante el carnaval de Año Nuevo. Pero su primer, segundo y tercer tenientes estaban vivos y razonablemente bien; así como su segundo oficial, Thomas, y Blanky, el patrón del hielo, y el indispensable señor Helpman, su amanuense.
Fitzjames había perdido a su oficial al mando, sir John, y a su primer teniente, Graham Gore, así como al teniente James Walter Fairholme, y al primer oficial Robert Orme Sergeant, todos asesinados por la criatura. También había perdido a su cirujano principal, el señor Stanley, y a Henry Foster Collins, el segundo oficial. Le quedaban sólo, por tanto, el teniente H. T. D. Le Vesconte, el segundo oficial Charles des Voeux, el patrón del hielo Reid, el cirujano Goodsir y el sobrecargo Charles Hamilton Osmer, como únicos oficiales. En lugar del atestado comedor de oficiales de sus dos primeros años (sir John, Fitzjames, Gore, Le Vesconte, Fairholme, Stanley, Goodsir y el sobrecargo Osmer, todos comiendo juntos), las últimas semanas sólo el capitán y el único teniente superviviente, el cirujano y el sobrecargo comían en la helada sala de oficiales. Y aun eso, en los últimos días, según sabía Crozier, se había convertido en algo absurdo, a medida que el hielo escoraba el
Erebus
casi treinta grados a estribor. Los cuatro hombres se veían obligados a sentarse en el suelo con los platos en las rodillas y los pies bien agarrados en un listón.
Hoar, el mozo de Fitzjames, seguía enfermo de escorbuto, así que el pobre y anciano Bridgens era el único mozo que, escurriéndose como un cangrejo, tenía que servir a los oficiales agarrados a la cubierta ferozmente inclinada.