Des Voeux se sacudió la nieve de la ropa.
—Los tres hombres de guardia no han visto nada fuera, capitán. Les he dicho que permanezcan atentos.
Fitzjames asintió.
—Necesitamos armas, Charles.
—Las tres escopetas que están en cubierta son todas las que tenemos esta noche —dijo Des Voeux.
Se oyó otro grito procedente de la oscuridad de abajo. Goodsir no podía precisar si venía de la cubierta del sollado o de más abajo, de la cubierta inferior de la bodega. Ambas escotillas parecían estar abiertas.
—Teniente Le Vesconte —ladró Fitzjames—, coja a tres hombres y baje por la escotilla del comedor de oficiales hasta la sala de Licores, y coja tantos mosquetes y escopetas, así como cartuchos, pólvora y munición, como pueda. Quiero que todos los hombres de la cubierta inferior estén armados.
—Sí, señor. —Le Vesconte señaló a tres marineros, y los cuatro se dirigieron a popa, en la oscuridad.
—Charles —dijo Fitzjames al primer oficial Des Voeux—. Encienda unas linternas. Vamos a bajar. Collins, usted viene también; señor Dunn, señor Brown..., bajen con nosotros.
—Sí, señor —dijeron a coro el calafatero y su ayudante.
Henry Collins, el segundo oficial, dijo:
—¿Sin armas, capitán? ¿Quiere que bajemos ahí sin armas?
—Lleve su cuchillo —dijo Fitzjames—. Yo tengo esto. —Levantó la pistola de un solo tiro—. Quédense detrás de mí. El teniente Le Vesconte nos seguirá con una partida armada y traerá más armas. Cirujano, venga también detrás de mí.
Goodsir asintió vagamente. Se había puesto su ropa de abrigo, o la de alguien, y le costaba, como a un niño, meter el brazo izquierdo en la manga.
Fitzjames, con las manos desnudas y llevando sólo una astrosa chaqueta encima de la camisa, cogió una linterna a Des Voeux y bajó por la escala. Desde alguna parte de la cubierta inferior llegaron una serie de espantosos estruendos, como si alguien estuviese rompiendo maderas o mamparos. No hubo más gritos.
Goodsir recordó la orden del capitán de que permaneciera junto a él y se abrió camino hacia la oscura escala detrás de los dos hombres, pero olvido coger una linterna. No llevaba el maletín con el instrumental médico ni vendas. Brown y Dunn bajaron haciendo ruido tras él, y Collins a retaguardia, lanzando maldiciones.
La cubierta del sollado estaba poco más de dos metros por debajo de la cubierta inferior, pero parecía otro mundo. Goodsir casi nunca bajaba allí. Fitzjames y el primer oficial estaban de pie, apartados de la escala, moviendo las linternas. El cirujano se dio cuenta de que la temperatura allí abajo debía de ser al menos cuarenta grados inferior a la de la cubierta de arriba, donde comían y dormían, y eso que la temperatura media de esa cubierta aquellos días estaba por debajo de la congelación.
El estruendo había cesado. Fitzjames ordenó a Collins que dejara de maldecir y los seis hombres se quedaron de pie, en silencio y en círculo, en torno a la escotilla abierta hacia la cubierta de la bodega, por debajo de ellos. Todos excepto Goodsir llevaban linterna y la tendieron hacia allí, aunque las pequeñas esferas de luz parecían penetrar muy poco en el aire neblinoso y congelado. El aliento de los hombres brillaba ante ellos como ornamentos dorados. Los apresurados pasos que golpeaban las tablas de la cubierta inferior le parecía a Goodsir que procedían de kilómetros y kilómetros de distancia.
—¿Quién estaba de guardia aquí esta noche? —susurró Fitzjames.
—El señor Gregory y otro fogonero —replicó Des Voeux—. Cowie, creo. O quizá fuese Plater.
—Y el carpintero Weekes y su oficial Watson —susurró Collins, con urgencia—. Trabajaban de noche para reforzar la parte del casco rota de la carbonera de estribor, a proa.
Algo rugió tras ellos. El sonido era cien veces más intenso y más bestial que cualquier sonido animal que hubiese oído jamás Goodsir, peor incluso que el rugido de la sala Ébano aquella medianoche de carnaval. La fuerza de aquel rugido hizo eco en todas las maderas, los refuerzos de hierro y los mamparos de la cubierta del sollado. Goodsir estaba seguro de que los hombres de guardia, dos cubiertas por encima, en la noche aullante, podían oírlo como si la cosa estuviera en cubierta con ellos. Sus testículos se encogieron como si quisieran introducirse dentro de su cuerpo.
El rugido había procedido de abajo, de la bodega.
—Brown, Dunn, Collins —espetó Fitzjames—, vayan hacia delante, más allá de la sala del pan, y aseguren la escotilla de proa. Des Voeux, Goodsir, vengan conmigo.
Fitzjames se metió la pistola en el cinturón, levantó la linterna con la mano derecha y bajó por la escala, en la oscuridad.
Goodsir tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no mearse encima. Des Voeux bajó rápidamente la escala después, y sólo una abrumadora sensación de vergüenza ante la idea de «no» seguir a los otros hombres combinada con el terror de quedarse solo en la oscuridad puso en movimiento al tembloroso cirujano después del primer oficial. Notaba sus brazos, manos y piernas tan insensibles como si fueran de madera, pero sabía que era el miedo y no el frío lo que provocaba aquel efecto.
Al pie de la escalerilla, en una oscuridad y un frío mucho más espesos y terribles de lo que jamás le había parecido la oscuridad exterior del Ártico a Harry Goodsir, el capitán y el primer oficial levantaron sus linternas tan alto como pudieron. Fitzjames llevaba la pistola extendida y amartillada. Des Voeux llevaba un cuchillo normal. La mano del oficial temblaba. Nadie se movía ni respiraba.
Silencio. El estruendo, los golpes y los chillidos habían cesado.
Goodsir quiso gritar. Notaba la presencia de algo allá abajo, en aquella bodega, con ellos. Algo enorme y no humano. Podía estar a unos tres metros y medio de distancia, justo detrás de los insignificantes círculos de resplandor de las linternas.
Junto con la presión de la certeza de que no estaban solos llegó un olor muy fuerte y metálico. Goodsir lo había percibido muchas otras veces. Sangre fresca.
—Por aquí —susurró el capitán, y dirigió el camino a popa, por el estrecho corredor de estribor.
Hacia la sala de la caldera.
La lámpara de aceite que siempre había ardido allí se había extinguido. El único resplandor que procedía de la puerta abierta era un parpadeo entre rojo y anaranjado de los pocos fragmentos de carbón que todavía ardían en el corazón de la caldera.
—¿Señor Gregory? —llamó el capitán. El grito de Fitzjames fue lo bastante alto y súbito para que Goodsir casi se orinase encima—. ¿Señor Gregory? —llamó el capitán por segunda vez.
No hubo respuesta. Desde su posición en el corredor, el cirujano sólo podía ver unos pocos metros cuadrados del suelo de la sala de la caldera, y algo de carbón desparramado. Había un olor extraño en el aire, como si alguien estuviese asando buey. Goodsir notó que salivaba a pesar del horror que se iba instalando en su interior.
—Quédense aquí—dijo Fitzjames a Des Voeux y Goodsir.
El primer oficial miró primero a proa y luego a popa, haciendo oscilar la linterna en círculo y manteniendo el cuchillo bien alto, esforzándose obviamente por ver más allá en el oscuro pasillo, más allá del pequeño círculo de luz. Goodsir no podía hacer nada salvo permanecer allí y apretar sus heladas manos hasta formar un puño. Tenía la boca llena de saliva ante el casi olvidado olor de la carne asada, y el estómago le rugía, a pesar del miedo.
Fitzjames dio un paso más allá de la puerta de la sala de calderas y desapareció de la vista.
Durante una eternidad, cinco o diez segundos, no se oyó ningún sonido. Luego la suave voz del capitán literalmente hizo eco en la habitación forrada de metal.
—Señor Goodsir. Venga, por favor.
Había dos cuerpos humanos en la habitación. Uno era reconocible: el ingeniero, John Gregory. Estaba destripado. Su cuerpo yacía en el rincón del mamparo de popa, pero algunas partes grises de sus intestinos se habían arrojado por la sala de la caldera, como si fueran serpentinas de una fiesta. Goodsir tenía que mirar con mucho cuidado por dónde pisaba. El otro cuerpo, un hombre grueso con un jersey azul oscuro, yacía de bruces con los brazos a los lados y las palmas hacia arriba, y con la cabeza y los hombros metidos en el horno de la caldera.
—Ayúdeme a sacarlo —dijo Fitzjames.
El cirujano agarró el brazo izquierdo del hombre y su jersey humeante; el capitán cogió la otra pierna y el brazo derecho, y juntos tiraron del cuerpo y lo retiraron de las llamas. La boca abierta del hombre se atascó en el reborde inferior de la rejilla de metal del horno durante un segundo, pero luego se soltó con un chasquido de los dientes.
Goodsir volvió el cadáver mientras Fitzjames le quitaba la chaqueta y con ella golpeaba las llamas que se elevaban de la cara y el cabello del hombre muerto.
Harry Goodsir notaba como si estuviera contemplando aquello desde una gran distancia. La parte profesional de su mente observaba con frío despego que el horno, por muy poco atizadas que estuvieran las llamas de carbón, había fundido los ojos del hombre, le había quemado la nariz y las orejas y había dejado su cara con la textura de una tarta de frambuesas requemada y burbujeante.
—¿Lo reconoce, señor Goodsir? —preguntó Fitzjames.
—No.
—Es Tommy Plater —jadeó Des Voeux, desde el lugar donde estaba de pie, junto a la puerta—. Lo reconozco por el jersey y el pendiente fundido en la mandíbula, donde tenía la oreja.
—Maldita sea, oficial —gruñó Fitzjames—. Permanezca de guardia en el corredor.
—Sí, señor —dijo Des Voeux, y salió.
Goodsir oyó el ruido de las arcadas en la escala de la cámara.
—Deberá usted observar... —empezó el capitán, hablando a Goodsir.
Entonces se oyó un estruendo, un desgarro y un golpe que resonó desde la dirección de la proa, tan fuerte que Goodsir estaba seguro de que el buque se había roto por la mitad.
Fitzjames cogió su linterna y salió en un segundo, tras dejar la chaqueta quemada en la sala de la caldera. Goodsir y Des Voeux le siguieron corriendo hacia delante, junto a barriles y cajas esparcidos y destrozados y luego se escurrieron entre los tanques de hierro que contenían el agua fresca y los pocos sacos de carbón que aún quedaban en el
Erebus.
Pasaron junto a una negra abertura a una de las carboneras, y Goodsir miró a su derecha y vio un brazo humano sin camisa que sobresalía por encima del borde de hierro del marco de la puerta. Hizo una pausa y se inclinó a ver quién estaba allí tirado, pero la luz se había alejado mientras el capitán y el primer oficial continuaban corriendo a proa con las linternas. Goodsir se quedó en la oscuridad más absoluta con lo que era, con toda seguridad, otro cadáver. Se incorporó y echó a correr para alcanzarlos.
Más estrépitos. Gritos que ahora procedían de la cubierta superior. Un disparo de mosquete o de pistola. Otro. Gritos. Varios hombres chillando.
Goodsir, fuera de los oscilantes círculos de luz de la linterna, salió al estrecho corredor en una zona abierta y oscura y se dio de cabeza con un grueso poste de roble. Cayó de espaldas en veinte centímetros de hielo y agua fundida y fangosa. No podía centrar la vista, las linternas por encima de él eran sólo unos borrones de color naranja; él luchaba por permanecer consciente, y todo, en aquel momento, apestaba a alcantarilla, a polvo de carbón y a sangre.
—¡La escala ha desaparecido! —gritó Des Voeux.
Sentado en aquel fango asqueroso, Goodsir pudo ir viendo mejor, a medida que las linternas se estabilizaron. La escala de proa, hecha de grueso roble y capaz de aguantar fácilmente el peso de varios hombres acarreando sacos de carbón de cuarenta y cinco kilos arriba y abajo, había quedado hecha astillas. Los fragmentos colgaban desde el marco de la escotilla abierta arriba.
Los chillidos procedían de la cubierta del sollado.
—¡Súbanme! —gritó Fitzjames, que se había metido la pistola en el cinturón y había dejado la linterna, y ahora estaba intentando sujetarse al astillado marco de la escotilla. Empezó a subir. Des Voeux fue a sujetarlo.
Las llamas explotaron de pronto arriba y a través de la abertura cuadrada.
Fitzjames lanzó una maldición y cayó de espaldas en el agua helada, sólo a unos metros de Goodsir. Parecía que toda la escotilla delantera y lo que había encima en la cubierta del sollado estaba en llamas.
«Fuego», pensó Goodsir. Un humo acre le llenó la nariz.
«No hay ningún sitio adonde huir.» Estaban a aproximadamente setenta y cinco grados bajo cero, y la ventisca rugía con fuerza. Si el barco ardía, todos morirían allí dentro.
—La escala principal —dijo Fitzjames, y se puso de pie, buscó la linterna y empezó a correr a popa.
Des Voeux le siguió.
Goodsir corrió a cuatro patas por entre el hielo y el agua, se puso de pie, se cayó de nuevo, anduvo a gatas y luego corrió detrás de las linternas.
Algo rugió en la cubierta del sollado. De allí vino el sonido de una descarga de mosquetes y el estampido de las escopetas.
Goodsir quería detenerse en la carbonera a ver si el hombre al que pertenecía el brazo estaba vivo o muerto, o unido al brazo que sobresalía, pero no había luz alguna cuando llegó allí. Corrió hacia delante en la oscuridad, golpeándose en los mamparos de hierro de los depósitos de carbón y de agua.
Las linternas ya desaparecían por la escala de la cubierta del sollado. El humo bajaba espeso.
Goodsir trepó hacia arriba, recibió una patada en la cara por parte de una bota que pertenecía al capitán o al primer oficial, y luego se encontró en la cubierta del sollado.
No podía respirar. No podía ver. Las linternas oscilaban a su alrededor, pero el aire estaba tan cargado de humo que no había iluminación alguna.
El impulso de Goodsir fue encontrar la escala hacia la cubierta inferior y seguir trepando, y trepando, hasta encontrarse arriba, al aire libre, pero había hombres que gritaban a su derecha, hacia la proa, de modo que cayó a cuatro patas. El aire era respirable allí. Apenas. Hacia la proa se veía un resplandor anaranjado, demasiado brillante para que fuesen linternas.
Goodsir gateó hacia delante, encontró la escala de babor a la izquierda de la sala del pan, siguió gateando. Ante él, en algún lugar entre el humo, había unos hombres golpeando las llamas con unas mantas. Las mantas se prendían también.
—¡Formen una cadena con cubos! —gritó Fitzjames desde algún lugar ante él, entre el humo—. ¡Bajen agua aquí!