El Terror (68 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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El
Terror
había tenido más suerte a la hora de conservar a sus suboficiales. El ingeniero de Crozier, el contramaestre principal y el carpintero seguían vivos aún, y activos. El ingeniero del
Erebus,
John Gregory, y su carpintero, John Weekes, quedaron destripados en marzo cuando la criatura del hielo entró a bordo por la noche. El otro suboficial que quedaba, el contramaestre Thomas Terry, fue descabezado por la criatura en noviembre. A Fitzjames no le quedaba vivo ni un solo suboficial.

De los veintiún cabos de mar del
Terror
(oficiales, timoneles, capitanes del castillo de proa, de la bodega y de la cofa, patrones, mozos, calafateros y fogoneros), Crozier sólo había perdido a un hombre: el fogonero John Torrington, el primer hombre que murió en la expedición, hacía mucho tiempo, el 1 de enero de 1846, allá en la isla de Beechey. Y eso, recordó Crozier, fue por una tisis que el joven Torrington ya había traído consigo a bordo desde Inglaterra.

Fitzjames había perdido a otro de sus cabos de mar, el fogonero Tommy Plater, aquel día de marzo en que la cosa arrasó con su furia asesina las cubiertas inferiores. Sólo Thomas Watson, el ayudante de carpintero, había sobrevivido al ataque de la cosa allá abajo en la cubierta de la bodega, aquella noche, y había perdido la mano izquierda.

Como habían enviado de vuelta a Inglaterra desde Groenlandia a Thomas Burt, el armero, antes incluso de encontrar auténtico hielo, eso dejaba al
Erebus
con veinte suboficiales vivos. Algunos de esos hombres, como el antiguo velero John Murray y el propio mozo de Fitzjames, Edmund Hoar, estaban demasiado enfermos de escorbuto para hacer nada. Algunos, como Thomas Watson, habían sufrido heridas demasiado graves para resultar de utilidad, y otros más, como el ayudante de la santabárbara Richard Aylmore, estaban demasiado resentidos para encomendarles cualquier tarea.

Crozier le dijo a uno de los hombres que parecía reventado que descansara un poco y fuese a caminar con la guardia armada mientras él, el capitán, cogía su turno en el arnés. Había seis hombres más tirando con él, pero aun así el terrible cansancio de arrastrar kilos y kilos de comida enlatada, armas y tiendas era un esfuerzo terrible para su debilitado organismo. Aun después de que Crozier cogiera el ritmo (llevaba desde marzo uniéndose a partidas de trineo, momento en el que empezó a despachar botes y material a la Tierra del Rey Guillermo, y conocía muy bien el ejercicio del arrastre), el dolor de las tiras en su pecho resentido, el peso de la mole y la incomodidad por el sudor helado, deshelado y vuelto a helar en la ropa fueron toda una conmoción.

Crozier deseó que hubiese más marineros y marines.

El
Terror
había perdido a dos de sus marineros, Billy Strong, cortado en dos por la criatura, y James Walker, buen amigo de Magnus Manson antes de que el gigante cayese completamente bajo el influjo del pequeño ayudante de calafatero con cara de rata. Fue el temor al fantasma de Jimmy Walker en la bodega, recordó Crozier, lo que llevó al descomunal Manson a su primer amago de motín, muchos meses antes.

Por una vez, el
HMS Erebus
había tenido más suerte que su compañero. El único marinero de primera que había perdido Fitzjames durante la expedición fue John Hartnell, también muerto de tisis y enterrado el invierno de 1846 en la isla de Beechey.

Crozier se apoyó en los arneses y pensó en las caras y los nombres: tantos oficiales muertos, tan pocos marineros, y gruñó mientras iba tirando, pensando que la criatura del hielo parecía ir deliberadamente tras los líderes de aquella expedición.

«No pienses eso —se ordenó Crozier a sí mismo—: Estás atribuyéndole al animal unos poderes de razonamiento que no tiene.»

«¿No los tiene?», preguntó otra parte de la mente de Crozier, más temerosa.

Uno de los marines se acercó, llevando un mosquete en lugar de una escopeta en el hueco del brazo. La cara del hombre estaba completamente escondida bajo gorros y envoltorios, pero por la forma de caminar algo encorvada Crozier supo que se trataba de Robert Hopcraft. El marine había quedado gravemente herido por la criatura un año antes, el día de junio que fue asesinado sir John; mientras las demás heridas de Hopcraft se habían curado, su clavícula destrozada le había dejado cierto encorvamiento hacia la izquierda, como si no pudiera mantener bien la línea recta. Otro marine que andaba con él era William Pilkington, el soldado que había recibido un tiro en el hombro en el aguardo, aquel mismo día. Crozier observó que Pilkington intentaba no forzar el hombro y el brazo aquel día.

El sargento David Bryant, el marine de más rango del
Erebus,
fue decapitado unos segundos antes de que la bestia se llevase a sir John bajo el hielo. Con el soldado William Braine muerto en la isla de Beechey en 1846 y el soldado William Reed desaparecido en el hielo el 9 de noviembre del otoño pasado, al llevar un mensaje al
Terror
(Crozier recordaba bien el dato, puesto que él había caminado desde el
Erebus
al
Terror
en la oscuridad aquel primer día de plena oscuridad invernal), el animal había reducido la guardia de Fitzjames a sólo cuatro: el cabo Alexander Pearson al mando, el soldado Hopcraft con su hombro estropeado, el soldado Pilkington con la herida de bala, y el soldado Joseph Healey.

El propio destacamento de marines de Crozier había perdido sólo al soldado William Heather por la criatura del hielo, la noche de noviembre en que la criatura subió a bordo y aplastó el cráneo del hombre mientras éste se hallaba de guardia. Pero, sorprendentemente, de forma increíble, Heather se negaba a morir. Después de yacer comatoso en la enfermería durante semanas, vacilando de una forma casi obscena entre la vida y la muerte, el soldado Heather fue transportado por sus compañeros marines a su hamaca a proa, en la zona de alojamiento de la tripulación, y ellos le alimentaban y le cuidaban y le llevaban a la letrina y le vestían cada día desde entonces. Era como si aquel hombre inmóvil y babeante fuese su mascota. Lo habían evacuado al campamento
Terror
la semana anterior, bien abrigado por los otros marines y colocado con mucho cuidado, casi de forma regia, en un trineo especial fabricado para él por Alex Wilson,
el Gordo,
el ayudante del carpintero. Los marineros no habían puesto objeción alguna a la carga extra, y se habían ofrecido voluntarios para hacer turnos y tirar del pequeño trineo de aquel cadáver viviente por encima del hielo y las crestas de presión hasta el campamento
Terror
.

Así que a Crozier le quedaban cinco marines: Daly, Hammond, Wilkes, Hedges y el sargento Soloman Tozer, de treinta y siete años de edad, un idiota sin instrucción pero que ahora era el oficial al mando del total de nueve marines supervivientes y funcionales de la expedición de sir John Franklin.

Después de las primeras horas al arnés, el trineo parecía correr con mayor facilidad, y Crozier cogió el ritmo de jadeos que pasaban por respiración mientras tiraban de aquel peso muerto por un hielo tan poco deslizante.

Y ésas eran todas las categorías de hombres muertos que se le ocurrían a Crozier.

Excepto los grumetes, claro, esos jóvenes voluntarios que se habían alistado en la expedición en el último minuto y fueron consignados en la lista como «grumetes», aunque tres de los cuatro eran ya hombres crecidos de dieciocho años de edad. Robert Golding tenía diecinueve cuando zarparon.

Tres de los cuatro «grumetes» sobrevivían, aunque el propio Crozier se había visto obligado a cargar al inconsciente George Chambers desde los compartimentos incendiados del carnaval, la noche del fuego. La única baja entre los grumetes era Tom Evans, el menor tanto en comportamiento como en edad; la criatura del hielo había arrebatado al muchacho literalmente de delante de las narices del capitán Crozier mientras estaban allí fuera en el hielo, buscando al perdido William Strong.

George Chambers, aunque recuperó la conciencia dos días después de carnaval, nunca volvió a ser el mismo. Antes de su violento encuentro con la criatura era un chico inteligente, pero la conmoción que sufrió le redujo a un nivel de inteligencia incluso por debajo del de Magnus Manson. George no era un cadáver viviente, como el soldado Heather (según el segundo contramaestre del
Erebus,
obedecía órdenes sencillas), pero apenas habló después de aquel terrible Año Nuevo.

Davey Leys, uno de los hombres con más experiencia de la expedición, era otro de los que había sobrevivido físicamente a dos encontronazos con la cosa blanca del hielo, pero que era tan inútil como el soldado Heather, literalmente descerebrado. Después de la noche que la cosa blanca dio con Leys y John Handford de guardia y persiguió al patrón del hielo Thomas Blanky por la oscuridad, Leys volvió a su antiguo estado de falta de respuesta y no salió ya de él. Fue transportado al campamento
Terror
, junto con los heridos más graves o aquellos demasiado enfermos para caminar, como el mozo de Fitzjames, Hoar, envuelto en mantas y metido en uno de los botes, colocado encima de un trineo. Había demasiados hombres enfermos con escorbuto, heridas o con la moral baja y que resultaban de poca utilidad para Crozier o para Fitzjames. Más bocas que alimentar, más cuerpos que arrastrar con ellos cuando los hombres estaban hambrientos, enfermos y apenas eran capaces de caminar.

Cansado, dándose cuenta de que en realidad llevaba dos noches enteras sin dormir, Crozier hizo un recuento de los muertos.

Seis oficiales del
Erebus.
Cuatro muertos del
Terror.

Los tres contramaestres del
Erebus.
Ninguno del
Terror.

Un cabo de mar del
Erebus.
Otro del
Terror.

Sólo un marinero del
Erebus.
Cuatro del
Terror.

Eso sumaba en total veinte muertos, sin contar a los tres marines y el grumete Evans. Veinticuatro hombres perdidos ya en aquella expedición. Unas pérdidas terribles..., mucho mayores de las que Crozier podía recordar de ninguna expedición ártica en la historia naval.

Pero allí había un número mucho más importante, en el cual intentó concentrarse Francis Rawdon Moira Crozier: ciento cinco hombres vivos que seguían a su cargo.

Ciento cinco hombres vivos, incluido él mismo, que aquel día se habían visto obligados a abandonar el
HMS Terror
y seguir por el hielo.

Crozier bajó la cabeza y se apoyó más en el arnés. El viento había arreciado y les echaba nieve encima, oscureciendo el trineo que tenían delante y ocultando a los marines que caminaban a su lado.

¿Estaba seguro de aquel recuento? ¿Veinte muertos, sin contar a los tres marines y un grumete? Sí, estaba seguro de que él y el teniente Little habían revisado bien la lista aquella mañana y confirmado que los ciento cinco hombres se repartían entre los trineos, el campamento
Terror
y el
HMS Terror,
aquella mañana... Pero ¿estaba seguro? ¿Había olvidado a alguien?

Francis Crozier quizá se hubiese confundido en el recuento durante un momento, porque llevaba dos, no, tres noches sin dormir, pero no se había olvidado de la cara o del nombre de un solo hombre. Ni se olvidaría jamás.

—¡Capitán!

Crozier salió del trance en el que había caído mientras tiraba del trineo. En aquel momento no hubiera sido capaz de decirle a nadie si llevaba con el arnés una hora o seis horas. El mundo se había convertido en el resplandor del frío sol en el cielo del sudeste, los cristales de hielo que llevaba el viento, el dolor que le causaba respirar, el dolor que sentía en el cuerpo, el peso compartido, tras él, la resistencia del mar de hielo y de la nieve reciente, y sobre todo, el cielo extrañamente azul, con jirones de nubes blancas enroscándose por todos lados, como si estuvieran caminando por un cuenco con un borde azul y blanco.

—¡Capitán! —Era el teniente Little el que gritaba.

Crozier se dio cuenta de que sus compañeros en los arneses se habían detenido. Todos los trineos estaban parados en el hielo.

Ante ellos, al sudeste, quizá kilómetro y medio más allá de la siguiente cresta de presión de hielo amontonado, un buque de tres palos se movía de norte a sur. Sus velas iban arrizadas y envueltas, y las vergas aparejadas para fondear, pero de todos modos se movían como por una fuerte corriente, deslizándose lenta y majestuosamente sobre lo que debía de ser una amplia avenida de agua abierta justo al otro lado del siguiente risco.

«Rescate. Salvación.»

La llama azul de esperanza que iluminaba el dolorido pecho de Crozier brilló con mucha más intensidad aún durante unos pocos y jubilosos segundos.

El patrón del hielo Thomas Blanky con su pata de palo colocada en algo parecido a una bota de madera que le había inventado el carpintero Honey, se adelantó a Crozier y le dijo:

—Un espejismo.

—Por supuesto —dijo el capitán.

Había reconocido los típicos palos de bombardero y la obencadura del
HMS Terror
casi de inmediato, a través de aquel aire tembloroso y movible, y durante unos pocos segundos de confusión que bordeaban el vértigo, Crozier se había preguntado si de alguna manera no se habrían perdido, dado la vuelta y no se estarían dirigiendo en realidad hacia el noroeste, hacia el buque que habían abandonado unas horas antes.

No. Allí estaban las huellas antiguas de los trineos, algo borradas en algunos puntos, pero hondamente grabadas en el hielo por un mes de repetido paso arriba y abajo, dirigiéndose rectas desde la elevada cresta de presión con sus estrechos pasos abiertos por picos y palas. Y el sol seguía ante ellos y a su derecha, muy al sur. Más allá de las crestas de presión, los tres mástiles brillaron, se disolvieron brevemente y luego volvieron, más sólidos que nunca, sólo que boca abajo, con el casco del
Terror,
rodeado de hielo, mezclándose con un cielo lleno de cirros blancos.

Crozier, Blanky y tantos otros habían visto ese fenómeno muchas veces antes: cosas falsas en el cielo. Años atrás, en una bella mañana de invierno, atrapados en el hielo costero junto a la tierra que llamaban Antártida, Crozier había visto un volcán humeante, el mismísimo volcán que daba nombre a su barco, surgiendo de un mar sólido hacia el norte. Otra vez, en aquella misma expedición, la primavera de 1847, Crozier subió a la cubierta y encontró unas esferas negras flotando en el cielo del sur. Las esferas se convirtieron en sólidas figuras de ochos, luego se dividieron de nuevo en lo que parecía una progresión simétrica de bolas de ébano, y después, al cabo de un cuarto de hora, desaparecieron por completo.

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