Al levantar yo la luz de la linterna, la chica Esquimal se levantó de la esquina donde había estado durmiendo y los tres nos inclinamos hacia el hombre moribundo.
El viejo Esquimal dobló un potente dedo y con él se dio en el pecho, muy cerca del agujero de bala. Cada jadeo bombeaba fuera mucha sangre roja y arterial, pero él iba tosiendo lo que sólo podían ser palabras. Con un trozo de tiza, intenté escribirlas en la pizarra que Stanley y yo usábamos para comunicarnos cuando los pacientes estaban durmiendo cerca.
—
Angatkut tuquruql Quarubvitchuq... angatkut turquq... Paniga... tuunbaq! Tanik... naluabmiu tuqutauyasiruq... umiaqpak tuqutauyasiruq... nanuq tuqutka! Paniga... tunbaq nanuq... angatkut qururuq!
Y la hemorragia aumentó tanto que él ya no pudo hablar más. La sangre salía a chorros y se escapaba de su cuerpo, atragantándole, hasta que, aunque Stanley y yo procurábamos levantarlo y ayudarlo a limpiar sus vías respiratorias, acabó por inhalar sólo sangre. Después de un terrible momento final así, su pecho dejó de moverse, él cayó hacia atrás en nuestros brazos y su mirada se quedó fija y vidriosa. Stanley y yo lo dejamos en la mesa.
—¡Cuidado! —exclamó Stanley.
Durante un segundo no comprendí la advertencia del otro cirujano: el viejo estaba muerto y tranquilo, yo no encontraba pulso ni respiración al inclinarme hacia él, pero entonces me volví y vi a la mujer esquimal.
Había cogido uno de los escalpelos ensangrentados de nuestra mesa de trabajo y se acercaba, levantando el arma. Resultó obvio para mí de inmediato que no me prestaba ninguna atención, ya que su mirada fija estaba clavada en el Rostro Muerto y el pecho del hombre que podía ser su marido, su padre o un hermano. En esos pocos segundos, no conociendo las costumbres de aquella tribu Pagana, una Miríada de imágenes delirantes llenaron mi mente: que la joven iba a sacarle el corazón al hombre y quizá devorarlo en algún terrible ritual, o le iba a vaciar los ojos al muerto, o quizá cortarse uno de sus propios dedos o añadir alguna cicatriz más a la telaraña de cicatrices antiguas que cubrían el cuerpo del hombre como los tatuajes de un marinero.
Pero ella no hizo nada de eso. Antes de que Stanley pudiera agarrarla y mientras a mí no se me ocurría más que colocarme protectoramente delante del hombre muerto, la chica esquimal movió el escalpelo con una destreza de cirujano (era obvio que había usado cuchillos muy afilados durante toda su vida) y cortó el cordón de cuero que sujetaba el amuleto del hombre.
Cogió la piedra plana, blanca, salpicada de sangre, en forma de oso, y su cordón cortado, se lo guardó en algún lugar de su persona, bajo la parka, y devolvió el escalpelo a la mesa.
Stanley y yo nos miramos el uno al otro. Luego el cirujano jefe del
Erebus
fue a despertar al joven marinero que servía como oficial de Enfermería, y le envió a informar al oficial de guardia y luego al capitán de que el viejo Esquimal había muerto.
4 de Junio (continúa)
Enterramos al hombre esquimal más o menos a la 1.30 de la mañana, a las tres campanadas; echamos su cuerpo envuelto en lona por el agujero para el fuego en el hielo, a sólo unos veinte metros del barco. Ese solitario agujero del fuego que da acceso a las aguas abiertas a cuatro o cinco metros por debajo del hielo era el único que los hombres habían conseguido mantener abierto aquel frío verano, ya que, como he mencionado antes, los marineros no temen a nada tanto como al fuego, y las instrucciones de sir John eran de echar el cuerpo por allí. Mientras Stanley y yo luchábamos por introducir el cuerpo por el estrecho embudo con unos bicheros, oíamos los golpes y ocasionales exabruptos a unos cientos de metros al este en el hielo, donde una partida de veinte hombres llevaba cavando toda la noche para hacer un agujero más decoroso para el entierro del teniente Gore que se iba a celebrar al día siguiente, o en realidad aquel mismo día pero más tarde.
En medio de la noche todavía había luz suficiente para leer un versículo de la Biblia, si alguien hubiese llevado una Biblia sobre el hielo para leer un verso, cosa que nadie había hecho, y la escasa luz nos ayudaba, a los dos cirujanos y a los dos tripulantes que habían recibido órdenes de ayudarnos, mientras empujábamos, pinchábamos, apretábamos, y finalmente conseguíamos introducir el cuerpo del hombre Esquimal más y más profundamente en el hielo azul, y desde allí a las Aguas Negras de debajo.
La mujer Esquimal estaba de pie, silenciosa, mirando, sin mostrar todavía expresión alguna. Soplaba el viento del oeste-noroeste, y su cabello negro se alzaba de la manchada capucha de su parka y se movía en torno a su rostro como un revoloteo de plumas de cuervo.
Nosotros éramos los únicos integrantes del Cortejo Fúnebre, el cirujano Stanley, los dos tripulantes jadeantes, que maldecían en voz baja, la mujer nativa y yo, hasta que el capitán Crozier y un teniente alto y desgarbado aparecieron entre el viento y la nieve y contemplaron los últimos momentos de nuestra lucha. Finalmente, el cuerpo del hombre esquimal se deslizó el último metro y medio y desapareció entre las negras corrientes, a cinco metros por debajo del hielo.
—Sir John ha ordenado que la mujer no pase la noche a bordo del
Erebus
—dijo el capitán Crozier, en voz baja—. Hemos venido a llevarla al
Terror.
Al teniente alto, cuyo nombre de repente recordé que era Irving, Crozier le dijo:
—John, ella estará a su cargo. Encuéntrele un lugar fuera de la vista de los hombres, probablemente a proa de la enfermería, en el almacén, y procure que no le ocurra nada malo.
—Sí, señor.
—Excúseme, capitán —dije yo entonces—. ¿Por qué no dejarla volver con su pueblo?
Crozier sonrió al oír aquello.
—Normalmente estaría de acuerdo con ese proceder, doctor. Pero no hay ningún asentamiento Esquimal conocido, ni la más pequeña aldea, a una distancia de unos quinientos kilómetros de aquí. Son un pueblo nómada, especialmente aquellos a los que llamamos los de las Montañas del Norte, pero ¿qué habrá sido lo que ha traído a este anciano y a esta joven aquí, a la banquisa, tan al norte y en pleno verano, a un lugar donde no hay ballenas, ni morsas, ni focas, ni caribúes ni animales de ningún tipo, excepto los osos blancos y esas cosas asesinas en el hielo?
Yo no tenía ninguna respuesta, pero aquello tampoco parecía demasiado pertinente con respecto a mi pregunta.
—Podemos llegar a un punto —continuó Crozier— en que nuestras vidas dependan de encontrar y hacernos amigos de esos nativos Esquimales. ¿Debemos dejarla partir antes de habernos hecho amigos suyos?
—Pero nosotros disparamos a su marido o padre—dijo el cirujano Stanley, mirando a la muda joven que todavía miraba el agujero del fuego, ahora vacío—. Nuestra
Lady Silenciosa
quizá no experimente unos sentimientos de lo más caritativo hacia nosotros.
—Precisamente —insistió el capitán Crozier—. Y ya tenemos suficientes problemas ahora mismo para que esta joven traiga una partida de guerra de furiosos Esquimales a nuestros barcos a asesinarnos mientras dormimos. No, yo creo que el capitán Sir John tiene razón..., ella debe quedarse con nosotros hasta que decidamos qué hacer..., no sólo con ella, sino con nosotros mismos. —Crozier sonrió a Stanley. En dos años, era la primera vez que recordaba ver sonreír al capitán Crozier—.
Lady Silenciosa
. Eso está bien, Stanley. Muy bien. Vamos, John. Vamos,
milady.
Caminaron entre la nieve y el viento hacia la primera cresta de presión. Yo volví por la rampa de nieve al
Erebus,
a mi diminuto camarote, que me pareció el mismísimo paraíso, y a la primera noche de auténtico sueño que había pasado desde que el teniente Gore nos condujo al sur-sureste hacia el hielo, hacía más de diez días.
Franklin
Lat. 70° 05' N — Long. 98° 23' O
11 de junio de 1847
El día que iba a morir, sir John casi se había recuperado del impacto de ver desnuda a la joven esquimal.
Era la misma mujer joven, la misma
squaw
adolescente
copper
que el diablo le había enviado a tentarle durante su primera y malhadada expedición en 1819, la licenciosa compañera de cama de Robert Hood, de quince años de edad, que se llamaba
Medias Verdes
. Sir John estaba seguro de ello. Aquella tentadora tenía la misma piel color café que parecía brillar, aun en la oscuridad, los mismos pechos altos y redondos de niña, la misma areola marrón, y el mismo penacho negro como ala de cuervo encima del sexo.
Era el mismo súcubo.
La conmoción que le produjo al capitán sir John Franklin verla desnuda encima de la mesa del cirujano McDonald en la enfermería (¡en su propio barco!) era profunda, pero sir John estaba seguro de que había sido capaz de esconder su reacción a los cirujanos y a los demás capitanes durante el resto de aquel día interminable y desconcertante.
El servicio funerario del teniente Gore tuvo lugar a última hora del viernes 4 de junio. Un numeroso grupo tuvo que trabajar durante más de veinticuatro horas para excavar en el hielo y permitir el entierro en el mar, y antes de que hubiesen acabado, tuvieron que usar pólvora negra para volar los últimos tres metros de hielo duro como la roca, y luego usar picos y palas para excavar un cráter enorme y abrir el último metro y medio, más o menos. Cuando acabaron, en torno al mediodía, el señor Weekes, el carpintero del
Erebus,
y el señor Honey, el carpintero del
Terror,
habían construido un ingenioso y elegante andamiaje de madera de tres metros de largo y metro y medio de ancho, abierto hacia el mar oscuro. Grupos de trabajo con largas picas fueron estacionados junto al cráter, para evitar que el hielo se congelase por debajo de la plataforma.
El cuerpo del teniente Gore había empezado a descomponerse rápidamente en el relativo calor del buque, de modo que los carpinteros construyeron primero un ataúd más sólido de madera de caoba forrada con una caja interior de cedro aromático. Entre las dos capas de madera se encontraba una capa de plomo en lugar de las tradicionales cargas de munición que se cosían al habitual saco de entierro de lona, para asegurar que el cuerpo se hundiese. El señor Smith, el herrero, había forjado, alisado a martillazos y luego había grabado una bonita placa conmemorativa de cobre, que se fijó en la parte superior del ataúd de caoba mediante unos tornillos. Como el servicio funeral era una mezcla entre el entierro en la costa y el más común en el mar, sir John había especificado que el ataúd se hiciera lo bastante pesado para que se hundiera de una vez.
A las ocho campanadas, al principio de la primera guardia de cuartillo (las 16.00 horas), las compañías de los dos buques se reunieron en el lugar del entierro, a medio kilómetro del
Erebus
en el hielo. Sir John había ordenado que todo el mundo excepto las mínimas guardias para cada buque estuviesen presentes para el servicio, y había ordenado también que no llevasen ninguna capa de ropa encima de sus uniformes, de modo que en el momento fijado, más de un centenar de oficiales y hombres temblando de frío, pero formalmente vestidos, se reunieron en el hielo.
El ataúd del teniente Gore se bajó por el costado del
Erebus
y se sujetó a un enorme trineo reforzado para aquel día y objetivo. La Union Jack del propio sir John se colocó encima del ataúd. Luego, treinta y dos marineros, veinte del
Erebus
y una docena del
Terror,
lentamente fueron tirando del ataúd-trineo medio kilómetro hasta el lugar del entierro, mientras cuatro de los marineros más jóvenes, todavía en la lista como grumetes, George Chambers y David Young del
Erebus,
y Robert Golding y Thomas Evans del
Terror,
tocaban una lenta marcha con unos tambores amortiguados con trapos negros. La solemne procesión fue escoltada por veinte hombres, incluyendo al capitán sir John Franklin, el comandante Fitzjames, el capitán Crozier y casi todos los demás oficiales y suboficiales con uniforme completo, excluyendo sólo aquellos que habían quedado al mando en cada buque, casi vacíos ambos.
En el lugar del enterramiento, una partida de guardias de la Marina Real con sus casacas rojas estaba de pie, en posición de firmes. Dirigido por el sargento del
Erebus,
de treinta y tres años de edad, David Bryant, el destacamento consistía en el cabo Pearson, el soldado Hopcraft, el soldado Pilkington, el soldado Healey y el soldado Reed, del
Erebus;
sólo faltaba el soldado Braine del contingente de marines del buque insignia, ya que el hombre había muerto el último invierno y fue enterrado en la isla de Beechey, y también el sargento Tozer, el cabo Hedges, el soldado Wilkes, el soldado Hammond, el soldado Heather y el soldado Daly, del
HMS Terror.
El tricornio del teniente Gore y su espada los llevaba detrás del trineo el teniente H. T. D. Le Vesconte, que había asumido los deberes de mando del teniente Gore. Junto a Le Vesconte caminaba el teniente James W. Fairholme, llevando un cojín de terciopelo azul en el cual se exhibían las seis medallas que el joven Gore había conseguido durante sus años en la Marina Real.
Mientras el destacamento del trineo se acercaba al cráter funerario, la línea de doce marines se separó, abriéndose para formar un pasillo. Los marines se volvieron hacia dentro y permanecieron firmes con las armas a la funerala mientras la procesión que tiraba del trineo, el trineo mismo, la guardia de honor y los demás miembros del cortejo fúnebre pasaban entre sus filas.
Cuando los ciento diez hombres se colocaron en su lugar entre la masa de uniformes de oficiales, en torno al cráter, algunos marineros de pie en las crestas de presión para ver mejor, sir John encabezó a los capitanes y todos se dirigieron a su lugar en un andamio temporal en el extremo este del cráter del hielo. Lenta y cuidadosamente, los treinta y dos hombres que tiraban del trineo desataron juntos el ataúd y lo bajaron por unas tablas colocadas en ángulo preciso hasta su lugar de descanso temporal en la estructura de madera justo por encima del rectángulo de agua negra. Cuando el ataúd quedó en su lugar, descansaba no sólo en las tablas finales, sino en tres robustos cabos que iban sujetos por ambos lados por los mismos hombres que habían sido elegidos para tirar del trineo.
Cuando los tambores amortiguados dejaron de redoblar, todos se quitaron el sombrero. El frío viento alborotó el largo cabello de los hombres, que iba bien lavado, peinado y atado hacia atrás con cintas para aquel servicio. El día era muy frío, no más de quince grados bajo cero en la última medición a las seis campanadas, pero el cielo ártico, lleno de cristales de hielo, era una cúpula de luz dorada. Como si fuera en honor del teniente Gore, al solitario círculo del sol ocluido por el hielo se le habían unido tres soles más, parhelios o falsos soles que flotaban por encima y a cada lado del verdadero sol, que se alzaba al sur, todos conectados por un halo de luz que formaba un arcoiris. Muchos hombres presentes inclinaron la cabeza ante lo acertado de aquella visión.