Crozier sabe, con el corazón encogido, que el capitán y los hombres de esos ocho buques de rescate han llegado a la conclusión de que Franklin ha ido hacia el norte..., precisamente la dirección opuesta a la que de hecho navegó.
Se despierta por la noche. Sus propios gemidos le despiertan. Hay luz, pero sus ojos no pueden soportarla, de modo que intenta comprender lo que está ocurriendo entre el contacto que quema y el estrépito del sonido. Dos hombres, su mozo, Jopson, y el cirujano, Goodsir, le están quitando su asqueroso camisón empapado de sudor y le están lavando con un agua milagrosamente cálida, y le visten con mucho cuidado y le ponen un camisón limpio y unos calcetines. Uno de ellos trata de alimentarle con sopa mediante una cuchara. Crozier vomita las claras gachas, pero el contenido de su cubo de vómito lleno hasta el borde está completamente sólido, y es vagamente consciente de que los dos hombres limpian la cubierta. Le hacen beber un poco de agua y cae hacia atrás en sus frías sábanas. Uno de ellos extiende una cálida manta por encima de él (¡una manta caliente, seca, no helada!) y él quiere llorar de gratitud. También quiere hablar, pero vuelve a deslizarse hacia el torbellino de sus visiones y no puede ni encontrar ni ordenar las palabras antes de que todas las palabras se le vuelvan a escapar de nuevo.
Ve a un chico con el pelo negro y la piel verdosa acurrucado en posición fetal contra un muro de ladrillos de color orina. Crozier sabe que el chico es un epiléptico en un asilo, en un manicomio de algún sitio. El chico no mueve nada excepto los ojos oscuros, que parpadean sin cesar, como los de un reptil. «Esa forma soy yo.»
En cuanto piensa eso, Crozier sabe que ese miedo no es «suyo». Es una pesadilla de otro hombre. Ha estado brevemente en la mente de otro.
Sophia Cracroft entra en él. Crozier gime y muerde la tira de cuero.
La ve desnuda, apretándose contra él en el estanque del Ornitorrinco. La ve distante y desdeñosa en el banco de piedra de la Casa del Gobierno. La ve de pie y agitando la mano, aunque no le saluda a él, con un vestido de seda azul, en el muelle, en Greenhide, el día de mayo que el
Erebus
y el
Terror
zarparon. Ahora la ve como nunca antes la había visto, una Sophia Cracroft futura y presente, orgullosa, sufriente, secretamente feliz de sufrir, renovada y renacida como dama de compañía y compañera y amanuense a tiempo completo de su tía, lady Jane Franklin. Viaja por todas partes con lady Jane; dos mujeres indómitas, las llama la prensa; Sophia, casi tanto como su tía, siempre visiblemente seria, esperanzada, estridente, feminista, excéntrica y entregada a la tarea de convencer al mundo de que rescate a sir John Franklin. Ella nunca mencionará a Francis Crozier, ni siquiera en privado. Es, según comprende de inmediato, un papel perfecto para Sophia: valiente, intrépida, merecedora de respeto, capaz de hacerse la coqueta durante décadas con la excusa perfecta de evitar el compromiso o el amor de verdad. Nunca se casará. Viajará por el mundo con lady Jane, ve Crozier, sin abandonar jamás públicamente la esperanza de que se halle al desaparecido sir John, pero, mucho después de haber abandonado la esperanza real, disfrutando todavía del respeto, la simpatía, el poder y la posición que esa viudedad subrogada le permite.
Crozier intenta vomitar, pero su estómago lleva horas o días vacío. Sólo puede acurrucarse y aguantar los calambres.
Está en el salón oscuro de una granja americana, apretujado y amueblado de forma recargada, en Hydesdale, Nueva York, a unos treinta y dos kilómetros al oeste de Rochester. Crozier nunca ha oído hablar de Hydesdale ni de Rochester, Nueva York. Sabe que es la primavera de aquel año, 1848, quizá sólo dentro de unas pocas semanas en el futuro. Visible a través de una grieta entre las gruesas cortinas corridas, una tormenta eléctrica relampaguea. Los truenos sacuden la casa.
—¡Ven, mamá! —grita una de las dos niñas que están a la mesa—. Te prometemos que encontrarás esto muy edificante.
—Lo encontraré terrorífico —dice la madre, una mujer gris, de mediana edad, con una arruga perpetua en la frente que la parte en dos separando el moño muy tirante y gris de sus cejas espesas y fruncidas—. No sé por qué os permito que me metáis en esto.
Crozier se maravilla ante la chata fealdad del dialecto rural americano. La mayoría de los americanos a los que había conocido eran marineros desertores, capitanes de la Marina americana o balleneros.
—¡Corre, madre!
La niña que interpela así a su madre con un tono tan mandón es Margaret Fox, de quince años. Va modestamente vestida y es atractiva, aunque de una forma tonta y no especialmente inteligente, algo que Crozier ha observado a menudo en las pocas mujeres americanas a las que ha tratado socialmente.
La otra chica que está a la mesa es la hermana de Margaret, de once daños de edad; su nombre es Catherine. La niña más joven, con su pálido rostro sólo apenas visible a la luz parpadeante de la vela, se parece más a la madre, desde las cejas oscuras y el moño demasiado tirante a la incipiente arruga en la frente.
Los relámpagos iluminan el hueco entre las cortinas polvorientas.
La madre y las dos chicas unen las manos en torno a la mesa circular de roble. Crozier observa que el tapetito de encaje de la mesa ha amarilleado con el tiempo. Las tres mujeres tienen los ojos cerrados. Los truenos estremecen la llama de la única vela.
—¿Hay alguien ahí? —pregunta Margaret, de quince años.
Se oye un golpe estruendoso. No es un trueno, sino un estallido, como si alguien hubiese golpeado una madera con un martillo pequeño. Todas tienen las manos a la vista.
—¡Ay, Dios mío! —grita la madre, obviamente dispuesta a llevarse las manos a la boca, llena de terror. Las dos hijas la sujetan con fuerza e impiden que rompa el círculo. La mesa se tambalea por sus tirones.
—¿Eres nuestra guía esta noche? —pregunta Margaret.
Un fuerte golpe.
—¿Has venido a hacernos algún daño? —pregunta Katy
Dos golpes mucho más fuertes aún.
—¿Lo ves, madre? —susurra Maggie. Cerrando los ojos de nuevo, dice con un susurro teatral—: Guía, ¿eres acaso el amable señor Splitfoot, que se comunicó con nosotros la noche pasada.
PAM.
—Gracias por convencerlos la última noche de que era real, señor Splitfoot —continúa Maggie, hablando casi como si estuviera en trance—. Gracias por contarle a madre los detalles sobre sus hijos, por decirle todas nuestras edades, y por recordarle al sexto hijo que murió. ¿Responderá nuestras preguntas esta noche?
PAM.
—¿Dónde está la expedición Franklin? —pregunta la pequeña Katy
PAM PAM PAM pam pam pam pam PAM PAM pam PAM PAM... La percusión sigue durante medio minuto.
—¿Es éste el Telégrafo Espiritual del cual hablabais? —susurra su madre.
Maggie la hace callar. Cesan los golpes. Crozier percibe, como si pudiera traspasar la madera y ver a través de la lana y el algodón, que ambas niñas tienen las articulaciones flexibles y van chasqueando los dedos gordos de los pies por turno contra el segundo dedo. Es un sonido asombrosamente fuerte para unos dedos tan pequeños.
—El señor Splitfoot dice que sir John Franklin, que todos los periódicos dicen que anda buscando todo el mundo, está bien y está con sus hombres, que también están bien pero muy asustados, en sus barcos y en el hielo junto a una isla situada a cinco días de navegación al sur del frío lugar donde se detuvieron su primer año fuera —recita Maggie.
—Está muy oscuro en el lugar donde están —añade Katy.
Se oyen más golpes.
—Sir John le dice a su esposa, Jane, que no se preocupe —interpreta Maggie—. Dice que pronto la verá... en el otro mundo, si no en éste.
—¡Ay, Dios mío! —dice de nuevo la señora Fox—. Tenemos que ir a buscar a Mary Redfield y al señor Redfield, y a Leah, por supuesto, y al señor y la señora Duesler, y a la señora Hyde, y al señor y la señora Jewell...
—¡Chisttt! —sisea Katy.
PAM PAM PAM pampampampam, PAM.
—El guía no quiere que hables cuando se nos está dirigiendo —susurra Katy.
Crozier gime y muerde la tira de cuero. Los calambres que habían empezado en sus intestinos ahora sacuden todo su cuerpo. Se estremece de frío en un momento dado y se arranca las mantas al siguiente.
Hay un hombre vestido como un esquimal, con una parka de piel de animal, unas altas botas de pelo también, capucha de piel, como la de
Lady Silenciosa
. Pero ese hombre está de pie en un escenario de madera frenfe a unas candilejas. Hace mucho calor. Detrás del hombre, un telón de fondo pintado muestra hielo, icebergs, un cielo invernal. Nieve falsa recubre el escenario. También hay cuatro perros sofocados de calor, del tipo que usan los esquimales de Groenlandia, echados en el escenario, con la lengua colgando.
El hombre barbudo de la pesada parka está hablando desde el podio manchado de blanco.
—Os hablo hoy por humanidad, no por dinero —dice el hombrecillo. Su acento americano raspa en el dolorido oído de Crozier tan agudamente como el de las niñas—. Y he viajado a Inglaterra para hablar con la mismísima lady Franklin. Ella me desea buena fortuna para mi próxima expedición, que depende, por supuesto, de si conseguimos recaudar el dinero aquí en Filadelfia, en Nueva York y en Boston para organizar la expedición, y dice que se sentiría muy honrada si los hijos de Estados Unidos le devolvieran a su marido a casa. De modo que hoy apelo a vuestra generosidad, pero sólo por humanidad. Os lo pido en nombre de lady Franklin, en el nombre de su marido perdido, y en la esperanza segura de traer la gloria a los Estados Unidos de América...
Crozier ve de nuevo al hombre. El tipo barbudo se ha quitado la parka y está desnudo en la cama en el hotel Union en Nueva York con una mujer desnuda muy joven. Hace calor aquella noche, y han echado hacia abajo las ropas de la cama. No hay señal alguna de los perros de trineo.
—Sean cuales sean mis defectos —está diciendo el hombre, hablando bajito porque la ventana y el montante están abiertos a la noche de Nueva York—, al menos te he amado. Aunque fueras una emperatriz, mi querida Maggie, en lugar de una niñita sin nombre que sigue una profesión oscura y «ambigua», sería lo mismo.
Crozier se da cuenta de que la joven desnuda es Maggie Fox, sólo unos pocos años mayor. Todavía sigue siendo atractiva a su manera americana, simplona, aun sin ropa.
Maggie dice en un tono mucho más ronco que la voz imperiosa de niña que Crozier había oído antes:
—Doctor Kane, sabes que te amo.
El hombre menea la cabeza. Ha cogido una pipa de la mesilla de noche y ahora libera su brazo izquierdo de debajo de la chica para apretar el tabaco y encenderla.
—Maggie, querida, oigo salir todas esas palabras de tu pequeña y engañosa boquita, noto tu pelo que cae sobre mi pecho, y me gustaría creerte. Pero no puedes elevarte por encima de tu condición, querida. Tienes muchos rasgos que te colocan por encima de tu profesión, Maggie... Eres refinada y encantadora y, con una educación distinta, habrías sido inocente e ingenua. Pero ahora no eres merecedora de que te considere de forma permanente, señorita Fox.
—No soy merecedora —repite Maggie. Sus ojos, quizás el rasgo más bonito ahora que sus pechos llenos están cubiertos a la mirada de Crozier, parecen rebosantes de lágrimas.
—Me debo a un destino muy diferente, niña mía —dice el doctor Kane—. Recuerda que tengo mis propias y tristes vanidades que perseguir, aunque tú y tus insignificantes hermanos y madre persigáis las vuestras también. Estoy tan consagrado a mi vocación como tú, pobre niña, puedes estar a la tuya, si esa paparrucha de espiritismo teatral se puede llamar vocación. Recuerda pues, como una especie de sueño, que el doctor Kane de los mares árticos amó a Maggie Fox, la de los toques espiritistas.
Crozier se despierta en la oscuridad. No sabe dónde está ni cuándo. Su cubículo está oscuro. El barco parece oscuro. Las cuadernas gimen..., ¿o es el eco de sus propios quejidos de las últimas horas y días? Hace mucho frío. La manta cálida que parece recordar que Jopson y Goodsir le pusieron encima ahora está húmeda y congelada, como las demás ropas de cama. El hielo gime contra el barco. El barco continúa sus gemidos de respuesta que parten del roble oprimido y del hierro tenso por el hielo.
Crozier quiere levantarse, pero ve que está demasiado débil y demacrado para moverse. Apenas puede mover los brazos. El dolor y las visiones se abaten sobre él como una ola que rompe.
Rostros de hombres que ha conocido o ha visto en el servicio.
Allí está Robert McClure, uno de los hombres más astutos y ambiciosos que jamás ha conocido Francis Crozier, otro irlandés decidido a hacer fortuna en un mundo inglés. McClure está en la cubierta de un buque, en el hielo. Acantilados de hielo y rocas se alzan todo alrededor, a unos doscientos metros de altura. Crozier nunca ha visto nada semejante.
Está también el viejo John Ross en la cubierta de popa de un barquito pequeño, una especie de yate, dirigiéndose hacia el este. A casa.
También está James Clark Ross, más envejecido y gordo, y menos feliz de lo que jamás le había visto Crozier. El sol naciente brilla a través de los foques mientras su buque deja el hielo y se adentra en mar abierto. Vuelve a casa.
Está Francis Leopold M'Clintock, que Crozier, de alguna manera, sabe que buscó a Franklin con James Ross y ha vuelto por su cuenta en los últimos años. ¿Qué últimos años? ¿A qué distancia desde ahora? ¿Cuándo, en qué futuro?
Crozier ve que las imágenes revolotean como si estuvieran en una linterna mágica, pero no oye respuestas a sus preguntas.
Allí está M'Clintock en trineo, arrastrándolo, moviéndose con más rapidez y eficiencia que el teniente Gore o que ninguno de los hombres que tuvo jamás sir John o Crozier.
Allí está M'Clintock, de pie en un mojón, leyendo una nota que acaba de sacar de un cilindro de latón. ¿Es la nota que dejó Gore en la Tierra del Rey Guillermo hace siete meses? Crozier se lo pregunta. La grava helada y los cielos grises detrás de M'Clintock parecen indicarlo así.
De pronto ahí está M'Clintock, solo en el hielo y la grava, con su partida de trineo visible, acercándose a varios cientos de metros detrás de él en la nieve arremolinada. Está de pie frente al horror: un enorme bote atado y anclado encima de un trineo enorme improvisado con hierro y roble.
El trineo parece algo que podría construir el carpintero de Crozier, el señor Honey. Se ha preparado como si tuviera que durar un siglo. Todas las uniones demuestran un gran cuidado. La cosa es maciza, debe de pesar al menos 290 kilos. Encima hay un bote que pesa otras 360 kilos.