El Terror (93 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Si hubiese funcionado, Francis Crozier se habría puesto él mismo en el hielo como cebo. «Si hubiese funcionado.» Si hubiese podido salvar y alimentar a algunos de sus hombres, aunque fuesen pocos, Crozier se habría ofrecido a sí mismo a la bestia como cebo y habría esperado a que sus hombres, que habían demostrado ser unos tiradores malísimos incluso antes de que el último de los marines del
Terror
muriese en el agua fría, pudiesen disparar al monstruo con la suficiente asiduidad, ya que no tenían puntería, para abatirlo, sobreviviese o no el cebo Crozier.

Con el recuerdo de los marines llegó, espontánea, la imagen del cuerpo del soldado Henry Wilkes, que había quedado atrás en uno de los botes abandonados, hacía una semana. Los hombres no se reunieron para el «no funeral» de Wilkes; sólo Crozier, Des Voeux y unos pocos de los amigos más íntimos de los marines dijeron unas pocas palabras ante el cuerpo, antes de amanecer.

«Deberíamos haber usado el cuerpo de Wilkes como cebo», pensó Crozier, echado en el fondo de la ballenera oscilante mientras los demás hombres dormían apiñados en torno a él.

Entonces se dio cuenta, y no por primera vez, de que tenían un cebo mucho más fresco con ellos. David Leys no había sido otra cosa que un peso muerto durante ocho meses, ya desde la noche de diciembre del año pasado en que la cosa dio caza al difunto patrón del hielo Blanky. Leys se quedó mirando al vacío desde aquella noche, indiferente, inútil, acarreado en el bote como sesenta kilos de ropa sucia durante casi cuatro meses; sin embargo, conseguía engullir su caldo de cerdo salado y su ración de ron cada tarde y tragar su cucharadita de té y azúcar cada mañana.

Hacía honor a los hombres que ninguno de ellos, ni siquiera los intrigantes Hickey o Aylmore, hubiesen sugerido dejar atrás a Leys, o a ninguno de los otros hombres enfermos que ya no podían andar. Pero todo el mundo debía de haber tenido el mismo pensamiento...

«Comérselos.»

«Comerse a Leys primero, y luego a los demás, cuando se mueran.»

Francis Crozier tenía tanta hambre que podía imaginarse incluso comer carne humana. No iba a matar a ningún hombre para devorarlo, todavía no, pero una vez muerto, ¿por qué dejar atrás aquella carne para que se pudriera al sol del verano ártico? O peor aún, ¿por qué dejarla para que se la comiera la cosa que iba tras ellos?

Cuando era un joven teniente de veintitantos años, Crozier había oído, como todos los marineros más tarde o más temprano, normalmente ya desde que son simples grumetes, la verdadera historia del capitán Pollard del bergantín US
Essex,
allá por 1820.

El
Essex
fue destrozado y hundido, tal y como explicaron los pocos supervivientes posteriormente, por un cachalote de unos veintiséis metros de largo. El bergantín se hundió en una de las zonas más vacías del Pacífico. Toda la tripulación de veinte hombres había salido a cazar ballenas en los botes en aquel momento; al volver vieron que el buque se hundía con rapidez. Recuperaron algunas herramientas, algunos instrumentos de navegación y una pistola del buque, y los supervivientes se instalaron en las tres balleneras. Sus únicas provisiones eran dos tortugas vivas que habían capturado en las Galápagos, dos barriles de galleta y seis barriles de agua fresca.

Dirigieron las balleneras hacia Sudamérica.

Primero, por supuesto, mataron y se comieron a las grandes tortugas, y se bebieron la sangre cuando se les acabó la carne. Luego consiguieron capturar a algún indefenso pez volador que saltó a los botes por accidente. Mientras los hombres habían conseguido cocinar un poco la carne de tortuga, como pudieron, el pescado se lo comieron crudo. Luego se sumergieron en el mar, rascaron los percebes que llevaban pegados a los cascos de sus tres bbtes y se los comieron.

Milagrosamente, los botes encontraron la isla de Henderson, uno de esos pocos puntitos en el azul sin límites que es el océano Pacífico. Durante cuatro días, los veinte hombres capturaron cangrejos y acecharon a las gaviotas y sus huevos. Pero el capitán Pollard sabía que no había los suficientes cangrejos, ni gaviotas ni huevos de gaviota en la isla para mantener a veinte hombres durante más de unas pocas semanas, de modo que diecisiete de los veinte votaron volver a los botes. Se hicieron pues a la mar y se despidieron de los tres compañeros que quedaban atrás el 27 de diciembre de 1820.

Hacia el 28 de enero, los tres botes se separaron unos de los otros por culpa de una tormenta, y la ballenera del capitán Pollard navegó hacia el este sola bajo el cielo infinito. Las raciones consistían en una onza y media de galleta por hombre al día, para los cinco hombres que iban en la ballenera. Por coincidencia, aunque no demasiada, ésa era precisamente la ración reducida que Crozier acababa de discutir secretamente con el doctor Goodsir y el primer oficial Des Voeux para cuando se les acabase el último cerdo salado, cosa que sucedería al cabo de unos pocos días.

El bocadito de galleta y los sorbitos de agua mantuvieron vivos durante semanas a los hombres de Pollard: su sobrino Owen Coffin, un liberto negro llamado Barzillai Ray y dos marineros.

Estaban todavía a más de dos mil quinientos kilómetros de tierra cuando se les acabó la galleta; al mismo tiempo se bebieron el último sorbo de agua. Crozier se imaginaba que si las galletas les duraban a sus hombres un mes más, estarían todavía a más de mil doscientos kilómetros de cualquier población humana en invierno cuando llegasen a la boca del río Back.

Pollard no tenía hombres recién muertos providencialmente en su bote, de modo que lo echaron a suertes con unas pajitas. El joven sobrino de Pollard, Owen Coffin, sacó la más corta. Luego echaron a suertes una vez más quién lo haría. Charles Ramsdell sacó la pajita más corta, en esta ocasión.

El chico dijo adiós con voz temblorosa a los demás hombres (Crozier siempre recordaba la sensación de horror que le oprimió el escroto la primera vez que oyó aquella parte de la historia mientras estaba de guardia con un hombre mayor, arriba, en el palo de mesana de un buque de guerra en aguas de Argentina, cuando el viejo marinero aterrorizó al teniente Crozier diciendo adiós con voz temblorosa, como el muchacho), y el joven Coffin apoyó la cabeza en la borda del bote y cerró los ojos.

El capitán Pollard, como más tarde testificó con sus propias palabras, le dio a Ramsdell su pistola y apartó la vista.

Ramsdell disparó al muchacho en la nuca.

Los otros cinco, incluyendo el capitán Pollard, tío del muchacho, se bebieron de inmediato la sangre, mientras todavía estaba caliente. Aunque salada, a diferencia del mar interminable que los rodeaba, se podía beber.

Entonces rebanaron la carne del chico, la separaron de los huesos y se la comieron cruda.

Luego abrieron los huesos de Owen Coffin y chuparon la médula hasta la última migaja.

El cadáver del grumete los mantuvo durante trece días, y cuando estaban pensando ya en volver a echarlo a suertes, el negro, Barzillai Ray, murió de sed y de cansancio. De nuevo bebieron la sangre, cortaron la carne, abrieron los huesos y chuparon la médula; se mantuvieron así hasta que fueron rescatados por el ballenero
Dauphin
el 23 de febrero de 1821.

Francis Crozier no conoció al capitán Pollard, pero siguió su carrera. El desgraciado americano había mantenido su rango y salió al mar sólo una vez más..., y una vez más naufragó. Después de ser rescatado por segunda vez nunca más se le confió el mando de ningún buque. Lo último que Crozier supo de él, sólo unos meses antes de que la expedición zarpase, tres años antes, en 1845, es que el capitán Pollard era vigilante en la ciudad de Nantucket, y le rehuían tanto sus conciudadanos como los balleneros que recalaban allí. Se decía que Pollard había envejecido prematuramente y que hablaba solo consigo mismo y con su sobrino, muerto hacía tanto tiempo, y que escondía galleta y cerdo salado en las vigas de su casa.

Crozier sabía que su gente podría tener que tomar una decisión y comerse a sus propios muertos al cabo de las siguientes semanas, o incluso de los siguientes días.

Los hombres se estaban acercando ya a un punto en que eran muy pocos y esos pocos estaban demasiado débiles para arrastrar los botes. Pero el descanso de cuatro días en el témpano de hielo, desde el 18 al 22 de julio, no había conseguido devolverles las energías. Crozier, Des Voeux, Couch (el joven teniente Hodgson, aunque técnicamente era el segundo al mando, no recibía ninguna autoridad por parte del capitán en aquellos momentos) despertaban a los hombres y les ordenaban que salieran a cazar, a reparar los patines de los trineos o a calafatear y reparar los botes, en lugar de dejarlos allí echados en sus sacos de dormir congelados y en sus tiendas chorreantes todo el día, pero esencialmente, lo único que podían hacer era quedarse sentados en sus témpanos unidos entre sí durante días, ya que les rodeaban demasiados canales diminutos, fisuras, pequeñas zonas de agua abierta y trozos de hielo delgado y podrido para permitir cualquier progreso hacia el sur, el este o el norte.

Crozier se negaba a volverse hacia el oeste y hacia el noroeste.

Pero los témpanos no se movían en la dirección en la que ellos querían ir, hacia el sudeste, hacia la boca del Gran Río del Pez de Back. Simplemente iban dando vueltas y girando sobre sí mismos como había hecho la banquisa que sujetaba el
Erebus
y el
Terror
durante dos largos inviernos.

Finalmente, la tarde del sábado 22 de julio, su propio témpano empezó a crujir tanto que Crozier ordenó que todos subieran a los botes.

Durante seis días flotaron, sujetos por unas sogas, en trozos y canales demasiado cortos o pequeños para poder remar o avanzar a vela por ellos. Crozier tenía el único sextante que les quedaba, ya que había dejado atrás el pesado teodolito, y mientras los demás dormían intentaba obtener las mejores lecturas que podía durante las ocasionales y breves aberturas en la cubierta de nubes. Calculaba que su posición era de unos ciento treinta y cinco kilómetros hacia el noroeste de la boca del río Back.

Esperando ver un estrecho istmo por delante de ellos en cualquier momento (la supuesta península que conectaba el bulbo que era la Tierra del Rey Guillermo con la península de Adelaida, ya cartografiada), Crozier se había despertado en el bote al amanecer de la mañana del miércoles 26 de julio y había encontrado el aire más frío, el cielo más azul y sin nubes, y atisbos de tierra que oscurecían el cielo a más de veinticinco kilómetros de distancia tanto del norte como del sur.

Llamando a los cinco botes para que se reunieran más tarde, Crozier se puso de pie en la proa de su ballenera, en vanguardia, y gritó:

—Hombres, la Tierra del Rey Guillermo es la «isla» del Rey Guillermo. Ahora estoy seguro de que hay mar todo el camino hacia el este y el sur del río Back, pero me apuesto mi última libra a que no hay tierra que conecte el cabo que veis lejos, al sudoeste de aquí, y la que se ve mucho más lejos al nordeste. Estamos en un estrecho. Y como tenemos que estar hacia el norte de la península de Adelaida, hemos completado el objetivo de la expedición de sir John Franklin. Este es el pasaje del Noroeste. Por Dios que lo hemos conseguido.

Hubo un débil grito de alegría, seguido de algunas toses.

Si los botes y témpanos hubiesen derivado hacia el sur, semanas de arrastre o de navegación se habrían evitado. Pero los canales y zonas de agua abierta en las cuales flotaban seguían abriéndose sólo hacia el norte.

La vida en los botes era tan espantosa como la vida en los témpanos, en las tiendas. Los hombres estaban apiñados, demasiado juntos. Aunque las tablas y las bancadas les ofrecían un segundo nivel para dormir en aquellas balleneras y cúteres cuyas bordas habían sido elevadas por el señor Honey (los trineos desmontados también servían como cubierta en forma de T cruzada en la mitad de los botes, en los atestados cúteres y pinazas), los cuerpos cubiertos de lana húmeda se veían apretados contra otros cuerpos también húmedos día y noche. Los hombres tenían que asomarse por encima de la borda para defecar, un acontecimiento que se hacía cada vez menos necesario, hasta para los que padecían los peores efectos del escorbuto, a medida que la comida y el agua escaseaban; sin embargo, mientras todos los hombres habían perdido todo vestigio de decoro, una oleada repentina empapaba, a menudo, la piel desnuda y los pantalones bajados, provocando maldiciones, reniegos y largas noches de sufrimiento y temblores.

La mañana del viernes 28 de julio de 1848, el vigía del bote de Crozier, ya que el hombre más menudo de cada bote fue enviado arriba, al mástil poco elevado, con un catalejo, avistó un laberinto de canales que se abrían todo el camino hacia un punto de tierra al noroeste, quizás a unos cinco kilómetros de distancia.

Los hombres que estaban más capacitados en los cinco botes se pusieron a tirar, y cuando era necesario, a empujar con pértigas entre los bordes de hielo que se iban estrechando, y el hombre más sano a la proa iba cortando con las piquetas y empujando con los bicheros, y así durante dieciocho horas.

Desembarcaron en una playa de guijarros, en una oscuridad rota sólo por breves períodos de luz lunar cuando se separaban las nubes que volvieron, un poco después de las once, aquella noche.

Los hombres estaban demasiado fatigados para desmontar los trineos y levantar los cúteres y las pinazas encima de ellos. Estaban demasiado cansados para desempaquetar sus empapadas tiendas Holland y sus sacos de dormir.

Cayeron sobre las rugosas piedras allí donde habían dejado de arrastrar los botes, por encima del hielo de la costa y las rocas resbaladizas por la marea alta. Durmieron apelotonados en grupos, manteniéndose con vida sólo por el desfalleciente calor de los cuerpos de sus propios compañeros.

Crozier ni siquiera puso a nadie de guardia. Si la cosa quería cogerlos aquella noche, pues bueno, allí estaban. Pero antes de dormir pasó una hora entera intentando obtener una buena medición con el sextante y aclararse con las tablas y mapas de navegación que todavía llevaba consigo.

Por lo que pudo calcular, llevaban encima del hielo veinticinco días y habían arrastrado, empujado y remado durante un total de setenta y cuatro kilómetros hacia el este-sudeste. Habían vuelto a la Tierra del Rey Guillermo en alguna zona al norte del grueso de la península de Adelaida y ahora incluso más lejos de la boca del río Back de lo que habían estado hacía dos días: unos cincuenta y cinco kilómetros al noroeste, en la ensenada, al otro lado del estrecho sin nombre que no habían sido capaces de cruzar. Si cruzaban aquel estrecho, estarían a más de noventa y cinco kilómetros de la ensenada de la boca del río, a un total de más de mil cuatrocientos kilómetros del lago Gran Esclavo y de su salvación.

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