Entra en mi vida (3 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

BOOK: Entra en mi vida
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Se suponía que yo debía acompañar a mi hermano a kárate, pero entre nosotros dos llegamos a un pacto por el cual iría él solo con mucho cuidado mirando bien a derecha e izquierda antes de cruzar la calle. Todos los niños de su edad lo hacían. Daban una vuelta completa a la urbanización en bicicleta. Corrían como locos de un lado a otro. Nadie estaba todo el rato a su lado. Pero a mi madre le costaba darse cuenta de que sus hijos crecían. No comprendía que la vida tiene que descubrirla uno solo. Cuando yo tenía ocho años como Ángel engañaba a mi madre diciéndole que estaba jugando en la casa de otra niña y que la madre de esta niña me acompañaría a casa por la noche, cuando en realidad estaba en la calle y regresaba sola ya oscurecido cruzando por semáforos y pasos peatonales, haciendo todo lo que mi madre consideraba mortal. Enseguida comprendí que los temores de mi madre eran exagerados y que había que combatirlos con astucia. A trancas y barrancas logré llevar la vida de una niña normal, incluso con más libertad porque mi madre no se enteraba de nada. Siempre estaba distraída pensando quizá en esa otra niña de la foto, Laura, mucho antes de que yo supiese que existía, o en Dios sabe qué. Si al menos mi madre tuviese hermanos podría compartir con ellos sus angustias, pero era hija única y sus padres, la abuela Marita y el abuelo Fernando, vivían en Alicante. Tanto la escasa familia materna como la paterna vivían lejos, en otras ciudades, y los veíamos en Navidades como mucho. Mi madre no era una persona familiar, no era sentimental, no se volvía loca por ir a Alicante a ver a sus padres, ni por que ellos vinieran aquí a pasar unos días. Cuando mi padre y yo alguna vez le reprochábamos que debían de encontrarse muy solos tan lejos, ella nos contestaba que sus padres no tenían ni la más remota idea de lo que era sentirse completamente solos. Y así se zanjaba la cuestión.

Ángel siempre había estado al margen de los problemas, y oía y veía estas escenas como si fuesen una pequeña obra de teatro en medio de la vida. Muchas veces me preguntaba cómo sería de mayor cuando se pusiera traje y corbata. Ahora tenía el pelo liso, de color cobre, como los cables de la luz, y muy fino. Apenas si se veían los cabellos que quedaban en el cepillo. Ojos también de cobre y, lo blanco, azulado. Piernas tan delgadas que bailaban dentro de los pantalones. Era largo, debilucho y reconcentrado como si estuviera construyendo la vida con su mente. No era tan vistoso como los hermanos de otras amigas mías. Y yo tenía que cargar con él prácticamente a todas partes. Íbamos y volvíamos juntos del colegio. Me lo llevaba al parque con mis amigos. Era lo más parecido a una sombra. No podía decirse que fuésemos juntos, sino que Ángel me seguía, arrastrando un poco los pies, y sabía perfectamente cuál era su posición: intervenir sólo si se le pedía. Oír, ver y callar. Como la mayoría de los hermanos segundos, estaba revestido de una aureola de seriedad. Parecen más observadores que los mayores y su mundo es un misterio.

Cuanto más trabajaba mi madre, más agotada se encontraba, y cuanto más agotada, más libertad para Ángel y para mí. Estaba llegando a la conclusión de que los mayores en el fondo sólo son necesarios para traer dinero. Mi padre, Daniel, aprovechaba la gran actividad de su mujer para hacer más horas en el taxi. La vida funcionaba, y Ángel empezó a tener unas pantorrillas más potentes y mejor color de cara. Cada vez se iba más lejos a jugar y cada vez tenía que correr más para llegar a casa antes que nuestros padres. Por si acaso un día se alteraba el sistema solar, habíamos acordado decir que estaba en casa de un amigo y que el padre del amigo le acompañaría a casa, y nos habíamos marcado como hora tope las diez.

Pero aquella noche, la noche de los nervios rotos, Ángel no llegó a las siete ni a las ocho. Me estaba aprendiendo el tema de sociales mientras hacía unos tallarines con setas. Por lo general, llegaba antes mi padre, sobre las ocho, y a las ocho y media mi madre. Mi padre se duchaba y se ponía a leer el periódico, y a veces se quedaba mirándome como tratando de discernir qué rumbo llevaba la familia. Mamá nada más entrar por la puerta se quitaba los zapatos y los hacía rodar por el vestíbulo. Dejaba el maletín con los productos y las llaves del coche con un golpe seco sobre la consola de mármol y se iba quitando ropa camino del dormitorio. Se duchaba y luego, de vuelta, lo recogía todo.

—¡Por Dios, qué día! —decía dándole un beso a su marido.

Luego iba a la cocina y permanecía unos segundos parada en el umbral contemplándonos estudiar en la mesa.

—¡Qué suerte tengo! ¡Qué afortunada soy! Nadie en el mundo tiene unos hijos como los míos. Estoy batiendo un récord en la empresa. Ana dice que los jefes están muy contentos conmigo. Este año nos vamos a marchar un mes entero de vacaciones.

Siempre me había preguntado por qué Ana no trabajaría también allí. Parecía un buen negocio. La verdad era que no se sabía muy bien en qué trabajaba Ana. Era como si no necesitara dinero o como si no necesitara trabajar para tenerlo. Y era como si fuese normal que mis padres tuviesen que trabajar tanto y ella no. Nadie se lo cuestionaba. Hay gente rica, que no tiene que luchar día a día por conseguir dinero y que tampoco tiene que contarlo. Se nacía como Ana o se nacía como mis padres. ¿Qué me esperaría en el futuro?

Pero la noche de los nervios rotos, cuando mi madre se puso un brazo en la cadera y otro en el marco de la puerta de la cocina para contemplar a sus maravillosos hijos Ángel no estaba. Eran casi las nueve. Se había marchado a jugar al fútbol a las cinco, después de merendar y hacer unos ejercicios de matemáticas deprisa y corriendo, y a las ocho empecé a sentir un cosquilleo en el estómago. Porque el estómago no sólo me servía para hacer la digestión, sino también para avisarme de las novedades y los contratiempos, como si tuviera un cerebro allí al que bajasen los datos recogidos por el otro cerebro y pudiera anticipar que lo que iba a pasar era bueno o malo. Lo que iba a pasar ahora era malo, claramente malo. El cosquilleo casi me daba náuseas. Por lo pronto, mi madre no preguntó: pensaría que estaba en su cuarto. El cerebro de su estómago no le avisó de nada. Destapó el plato de tallarines y se llevó uno a la boca paladeándolo.

—Cuando les cuento a mis clientas lo bien que guisas con diez años no se lo creen. Una se echó las manos a la cabeza porque según ella los niños no deben trabajar, y yo le contesté que no dijera tonterías, que los niños tienen que aprender a valerse por sí mismos.

Más de las nueve y media, casi las diez menos cuarto. Le sonreí a mi madre.

—Después de esto, me devolvió el bote de algas que iba a comprar. Tendría que haber esperado a que me pagara para responderle —dijo.

Se tomó otro tallarín mientras yo recogía los libros. Lo masticaba entre seria y extrañada.

—¿Y Ángel?

Hice como que no escuchaba y fui a la habitación a dejar los libros. Me senté en el borde de la cama. ¿Dónde te has metido? Ven ya, por favor. No me hagas esto.

A no ser que sonara el timbre de repente, era cuestión de minutos que estallara la tormenta. Miré el reloj. Las diez menos cinco. Mi madre apareció en la habitación. Los ojos tenían un brillo que anunciaba un brillo más grande, una explosión de brillo aterrador.

—¿Y Ángel?

Aparté a mi madre suavemente con la mano para ir al baño.

—Está en casa de un amigo. Ahora lo traerá su padre.

Abrí el grifo. En el baño estaba a salvo, aún podía llegar mi hermano. No tendría que haberle dado libertad. Ángel no era como yo. Yo nunca di lugar a una situación así. Jamás me despisté. Más de una vez llegué con el corazón en la garganta de tanto correr y más de una vez pensé que al llegar al portal me encontraría con coches de la policía, el Samur y todas esas luces de la desgracia en la oscuridad que tanto miedo me daban. Pero al final mi madre abría la puerta y la pesadilla acababa. Daba por hecho que una persona mayor me había acompañado hasta casa. Daba por hecho que su hija no tendría valor para engañarla de esa manera.

Ya eran las diez. Esperaría unos minutos más cepillándome los dientes.

Al otro lado de la puerta se oyó la voz de mi madre.

—¿Quién dices que lo va a traer?

Me hice la sorda. Un poco más de tortura. Un castigo por haber mentido tanto, por haber hecho locuras. Por dejar solo a mi hermano. Ahora que mi madre se encontraba tan bien y que casi no abría la cartera de cocodrilo, ocurría esta desgracia, y yo tenía la culpa.

Las diez y diez.

No tenía más remedio que salir del baño. Lo recorrí con la mirada como si fuera la última vez, como si fuera a morirme o fuesen a echarme de casa. Baldosas imitando mármol blanco con vetas marrones, suelo de gres azul oscuro, bañera, taza del váter y lavabo blancos con el nombre de Roca. Un armario azul, como el suelo, colgado de la pared. Peces de silicona pegados a los mosaicos y estrellas imitando el fondo del mar. Flores de tela cayendo en cascada desde lo alto del armarito azul. Compartía el baño con mi hermano, pero de mi hermano sólo era una esponja natural, el cepillo de dientes y el albornoz. Lo demás era mío. Un decolorante para el vello de las piernas y los brazos, un pintalabios, regalo de Ana la del perro, horquillas, gomas para el pelo, varios cepillos y peines, frascos de colonia que me regalaban en mis cumpleaños y que de vez en cuando me traía mi madre por sorpresa, y un albornoz de terciopelo rosa con capucha. Siempre puede ocurrir algo peor, pensé mientras abría la puerta.

—Es muy tarde. Dame el teléfono de la casa de ese amigo suyo.

Hice como que iba a buscarlo.

Mi padre dejó el periódico y bajó el volumen de la televisión al nivel de susurro. Se puso en pie; los dos estaban de pie con los brazos cruzados, serios. Mala señal. Eran las cosas que se hacían en los momentos malos, cuando mi hermano o yo estábamos enfermos, cuando mi padre no tenía trabajo. ¿Por qué no vienes de una maldita vez? Ayúdame.

Regresé al salón con las manos vacías y cara seria, triste. Mi padre me interrogó con la mirada. Una mirada asustada. Mi madre se estaba poniendo los vaqueros. El cerebro del estómago le había reaccionado. Otra señal de los malos momentos, vestirse fuera de horario.

—Salió a jugar a las cinco y aún no ha vuelto.

—Eso es imposible —dijo mi madre mirándome fijamente y separando mucho las palabras, como si pensara en todo el mal del mundo, en todo el mal de la familia y en todo el mal que yo sería capaz de hacer.

Siempre me había aterrado tener que comunicarles algo importante a mis padres, sobre todo a los dos juntos. Era en estos casos cuando me daba cuenta de que ante todo formaban un equipo, formaban un muro que había que atravesar.

—¿Por qué le has dejado salir solo? —gritó mi padre, que nunca había visto mal que saliera solo.

—Porque sus amigos lo hacen —dije rompiendo a llorar.

—No llores ahora —me dijo mi madre anudándose las deportivas a toda velocidad—. Ahora no es momento de lloros. ¿Dónde juega?

—Por todas partes —dije.

—¿Por todas partes? —preguntó mi padre.

—Sí, van hasta el fondo y vuelven, y por la calle de atrás. Cruzan hasta el parque para jugar al fútbol, luego van a casa de algún amigo.

—Qué ciega he estado —dijo mi madre mirándome con rencor.

Habría dado cualquier cosa por morirme y no pasar este suplicio. Nunca en la vida volverían a confiar en mí. Podría matarme. Eso sí podría hacerlo. Me clavaría el cuchillo de cortar carne en rodajas finas. Era tan afilado que no tendría que hacer ninguna fuerza. Me tomaría todas las pastillas que había en las mesillas de noche de mis padres. Mi madre se atiborraba de pastillas para los nervios y el dolor de cabeza. Se necesitaba receta para comprarlas y enseñar el carné de identidad. En las cajas ponía «dejar fuera del alcance de los niños», pero daba igual dejar los medicamentos en el cajón o en cualquier otro sitio. Nada en la casa estaba fuera de mi alcance, ninguna cosa, ningún papel, ninguna mirada, ningún sentimiento.

Mamá abrió de un tirón el armario del vestíbulo y sacó el bolso.

—¿A dónde vas? —preguntó él.

Mamá se atragantaba al hablar, ni siquiera podía llorar. Por su cabeza debían de volar miles de imágenes horribles que me apretaban el corazón.

—Espera —dijo mi padre—. Voy yo. Tú llama a la policía.

La pesadilla de las luces y las sirenas de la policía junto a mi casa se estaba cumpliendo, como si lo que tiene que ocurrir estuviera ocurriendo, pero otro día y a otra persona.

Eran más de las diez y media.

Papá se vistió rápidamente. Desde la puerta volvió corriendo para coger la cartera.

—¿Y si nos lo quitan? —gritó mamá—. ¿Y si alguien lo ha secuestrado? Dios mío, no puede ser. Otra vez no puede ser.

—Llama a la policía —dijo mi padre dando un portazo.

Yo miraba a mi madre, que iba de un lado a otro. La vida era maravillosa hasta hacía un momento y ahora era horrible.

—Podría ir a buscarlo. Yo sé por dónde va —dije.

—¿Estás loca? Nunca, ¿me oyes?, nunca vas a ir sola a ninguna parte.

Y entonces empezó a salirle un llanto muy raro: no era llanto, eran sonidos huecos de ahogo.

—¿Quieres que llame yo a la policía? —dije.

Me tendió el teléfono.

—Explícales lo que ha pasado y después me pongo yo —dijo con la voz entrecortada—. Ahora no puedo…

La policía no podía hacer nada. El niño se habría despistado y estaría dando vueltas por ahí. Lo mejor era que salieran a buscarlo, pero que alguien se quedara en la casa por si regresaba solo. Mamá me arrebató el teléfono y les dijo que no tenían conciencia y que si su hijo no aparecía ellos serían los culpables. Debían de estar acostumbrados a oír estas cosas porque no le hicieron mucho caso.

Pasó una hora en que el mundo iba derrumbándose poco a poco, ladrillo a ladrillo, niño a niño. Los cómics de mi hermano, las zapatillas en el porche, los pantalones en la cesta de la ropa sin planchar. Hasta ahora no me había dado cuenta de todos los sitios donde estaba Ángel o las cosas de Ángel o las huellas invisibles de Ángel. La televisión seguía puesta sin sonido.

De pronto, mi madre cogió el bolso y dijo que no podía más.

—Voy a buscarle. Tú no te muevas de aquí.

Di una vuelta por la casa sin saber qué hacer. La recorrí centímetro a centímetro como si fuese la última vez que la veía. Entré en el cuarto de Ángel y me quedé mirando los pósteres de motos. Los cuadernos ordenados encima del escritorio y las motos en miniatura sobre la estantería, el balón en un rincón, sobre la bolsa con el equipo de kárate, y la colcha estirada. Ángel iba a ser tan ordenado como nuestros padres. Ninguno de los tres podía resistir el impulso de ordenar las cosas, de recoger lo que estuviera por en medio, de colgar la ropa en perchas y doblar las camisas y los jerséis y meterlos en los cajones correspondientes. En el cuarto de baño Ángel tenía sus cuatro cosas en perfecto estado de revista, mientras que las mías estaban tan revueltas que a veces las tenía delante de las narices y no las encontraba. ¿Y si no volvíamos a ver a Ángel? En la puerta había pintado una luna con cráteres; de mayor quería ser astrónomo, y yo había pensado regalarle un telescopio para su cumpleaños. Por primera vez en medio de la tragedia pensaba de verdad en mi hermano; hasta ahora toda mi atención la concentraba la angustia de mi madre, después la de mi padre, y luego el sentirme culpable. Ahora el pensamiento de que le hubiese ocurrido algo malo, de que nunca encontrase la casa, de que le atropellase un coche era tan grande que salía de la cabeza y ocupaba todas las habitaciones y se pegaba al papel pintado de las paredes, a los juguetes de mi hermano, a los platos, al sofá imitando cuero, se metía por todos los rincones y entre las páginas de los libros. Y no sabía si podría soportar algo tan terrible. Era imposible que nos ocurriese esta desgracia y me arrodillé para pedirle a Dios que nos devolviera a Ángel con sus piernas flacuchas y sus ganas de hacerme rabiar. Quería que volviesen las tardes en que estábamos los dos en la cocina.

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