—No sé de qué me hablas. ¿Una niña?
—Tienes que acordarte porque un día te la enseñó. Yo estaba con
Gus
en el porche y vi cómo sacaba la foto de la cartera y te la enseñaba. ¿Quién es esa niña?
—No me acuerdo de nada. Tu madre es una mujer delicada, a veces se obsesiona por cosas que hacen que se deprima. Tienes que cuidarla mucho. Es muy buena.
Bajé la cabeza. A lo mejor no estaba ocupándome de mi madre como debía. Había estado yendo al psiquiatra una temporada y le había mandado unas pastillas que se tomaba por las noches con un vaso de leche. También le recetó lo de las flores y lo del ejercicio.
Ana no pegaba en nuestra casa ni con mi madre. Siempre que la veía en nuestro salón daba la impresión de que había entrado por equivocación. Seguramente tendría otras amigas con estilo y sin obsesiones e irían a tomar una copa a clubes y quedarían a jugar al tenis. Y, sin embargo, siempre la había visto. La conocía de toda la vida. Ana la del perro era amiga de mi madre desde antes de nacer yo. ¿Dónde la conocería? En algún momento serían parecidas, les gustaría el mismo tipo de ropa y de pelo y luego se volvieron muy distintas. ¿Dejaríamos mi amiga Rosana y yo de parecernos?
—El otro día casi encuentra la casa de esa niña.
Ana cruzó las piernas y se encendió otro cigarrillo. Las piernas llegaban a la mitad de la plazoleta.
—Y tú ¿cómo lo sabes?
—Porque se lo dijo a mi padre llorando.
—Pero no la encontró.
—No. Cree que se confundió de casa.
Movió la pierna montada sobre la otra. El zapato parecía que volaba. Qué elegante era.
—¿Y Daniel qué dijo?
—Que no podemos seguir viviendo así.
El zapato se le salió un poco del talón. Se reclinó más en la silla.
—Tenemos que ayudar a tu mamá para que no piense cosas raras. Tu papá la quiere mucho.
—No quiere a mi abuela.
—Ah, ¿no? Bueno, ya se le pasará. Son cosas entre madres e hijas que no tienen importancia.
Esa manera de fumar de Ana y de escribir sus postales me tranquilizaba. No pasaba nada. Tenían que suceder cosas constantemente, pero eso no quería decir que ocurrieran de verdad.
Laura, nos vamos de la playa
Estaba deseando saber fumar como Ana. Era una de sus muchas habilidades. No había nada de ella que desentonara, ni un gesto, ni unos zapatos, ni un pañuelo ni un perfume. Las uñas pintadas le quedaban bien y sin pintar también. Incluso
Gus
parecía haber nacido para realzar a su ama, y el collar y la correa de
Gus
estaban hechos a mano a su imagen y semejanza. El mundo de Ana era el mundo más ideal que había tenido y que probablemente tendría nunca más ante la vista.
Lo que menos me gustaba era que se llevase tan a menudo a Greta a Tailandia. Por culpa de sus romances y de los viajes con Ana, yo había pasado más tiempo con Lilí que con mi propia madre. Lilí decía que mamá era una cabeza loca y que yo debía hacer lo posible para no parecerme a ella. Por eso, quizá, hasta las monjas del colegio me reprochaban que fuera demasiado seria.
A mamá le encantaba la vida de ahí afuera y tener amantes. Cuando se refería a ellos, no los llamaba novios ni amigos, sino amantes. Los hombres se dividían en buenos y malos amantes y, si daba con uno bueno, era completamente feliz. Y desde luego parecía que se divertía mucho más que las madres casadas de mis amigas. Pero a mí me mortificaba que fuésemos diferentes, y su amiga Ana formaba parte de esa diferencia. Lilí decía que Ana era un mal necesario en nuestras vidas (lo que siempre me tomé como una exageración) y que la culpa de que Greta no parase en casa nada más que para recuperar fuerzas no la tenía Ana, que al fin y al cabo aprovecharía esos viajes para hacer dinero (otra exageración sin duda porque, que supiésemos, Ana no tenía ningún negocio como el nuestro), mientras que Greta, lamentablemente, sólo quería apurar la vida, y Lilí echaba de menos la época en que por lo menos intentó ser pintora, pero ni siquiera con eso se había comprometido.
Yo no podía fallarle a Lilí como hacía mamá, debía compensarla por las dos. Debía ser formal y responsable por las dos. Debía contentarla por las dos.
Por lo menos este verano hicimos planes las tres juntas, mejor dicho las cuatro, porque Ana nos llevó en el coche a Alicante. Pensaba estar dos días con nosotras y luego se marcharía porque tenía otros planes en que no debía de haber incluido a mamá. Yo estaba deseando que nos dejara solas porque su presencia siempre me hacía pensar que había una gran vida en otra parte. Lo que no podíamos imaginar a la llegada es que regresaríamos de nuevo las cuatro y
Gus
.
Creo que todo empezó cuando perdí en la playa la gorra que mamá me trajo de Nueva York. Se notaba que era auténticamente americana y me gustaba mucho. Aunque, para ser sincera, más que perderla me la quitaron. La dejé en la toalla para bañarme y desde el agua vi cómo una mujer la cogía y se la llevaba. Salí corriendo, pero cuando llegué a la arena ya no la encontré. Se lo dije a Lilí, que estaba bajo la sombrilla y que no se había enterado de nada. Mamá y Ana no paraban de andar por la arena para moldearse las piernas.
No te preocupes, ya compraremos otra, dijo y volvió a cerrar los ojos.
A partir de ese momento buscar una gorra igual se convirtió en una excusa para que por las tardes Lilí fuese parándose en todos los tenderetes con bolsos, gafas, camisas y gorras de imitación que chicos negros altos y delgados desplegaban en el suelo. Era insoportable porque yo debía acompañarla, mientras Ana y mamá se sentaban en una terraza a esperarnos. Preguntaba precios y todo tipo de cosas, el caso era no arrancar. Estaba pensando que nunca encontraríamos una gorra parecida y que ya me daba igual, cuando vi pasar a
Gus
corriendo y, tras unos cuantos segundos, a Ana. No me atreví a salir detrás y dejar sola a Lilí, así que me subí a un poyete y pude ver a
Gus
con un grupo de personas entre las que había una niña que jugaba con él. Ana volvió al rato. Mamá ya se había unido a nosotras.
—Me he encontrado con unos amigos —dijo muy seria, como si más que amigos fuesen enemigos— y tengo que cenar con ellos.
Mi madre y Lilí permanecieron unos minutos mirando con cara de preocupación cómo se marchaba y mamá dijo enfadada que esto no iba a terminar nunca.
—Todo ha sido por tu bien —dijo Lilí reprendiéndola.
—Ya estamos otra vez con mi bien —dijo mamá moviéndose de un lado a otro con un vestido blanco hasta los pies comprado el día anterior en el mercadillo—. Te recuerdo que yo no quería meterme en esto. Pero ya estoy metida. Me dijisteis que no habría ningún problema, era absolutamente seguro. ¿Y ahora qué? Ya nos hemos cambiado de casa y ahora nos cambiamos de playa, ¿y después?
—Me parece que la gorra tendrá que esperar. No me gustan las que veo —dijo Lilí dándole la espalda a mamá y apretándome contra su pecho.
Y a la mañana siguiente nos marchamos como habíamos venido. Lilí dijo que con la humedad del mar le dolían muchísimo las rodillas. Mamá dijo que no tenía ganas de más veraneo familiar y que si Ana le hacía sitio se iría con ella, pero Ana contestó que sus compromisos también eran familiares y entonces se hizo un enorme silencio en el coche porque nunca había mencionado a su familia, al menos delante de mí. Siempre la veía sola o con
Gus
y casi daba por hecho que había venido al mundo así, como era ahora, vestida y con el perro de la correa.
Verónica, la vida maravillosa
Me quedaron las mates para septiembre, pero no importó demasiado porque, aquel verano, los primeros días de las vacaciones fueron de vida maravillosa. Los abuelos de Alicante nos dejaron un apartamento que alquilaban por temporadas a extranjeros y que estaba libre. Lo habían preparado para la batalla con muebles fuertes que soportarían un tornado, los que no eran de pino robusto eran de plástico indestructible, y las plantas de las macetas ni siquiera había que regarlas. Esto es vida, decía mi padre estrujando la lata de cerveza, la bolsa de las patatas fritas, la servilleta del restaurante.
Mi madre, con los preparativos del viaje, se convirtió en una madre normal. Íbamos a pasar allí un mes y tuvo que aprovechar las rebajas para comprarnos bañadores y pantalones cortos. A mi padre le compró unas bermudas hasta las rodillas y polos de distintos colores, y para ella, dos bikinis y un pareo. Compró una nevera portátil porque el apartamento estaba algo lejos de la playa, una cesta de paja para llevar las toallas y cuatro toallas grandes, como de terciopelo, granate, verde, azul y amarilla, que eran las mejores toallas que habíamos tenido nunca. Por la tarde, después de un día de playa, mi madre se arreglaba y nos íbamos al paseo marítimo a tomarnos un helado y luego a cenar. Se le habían puesto los ojos más claros y la piel más oscura, y mi padre la besaba mucho. Estaba muy guapa con el vestido blanco de tirantes y el pelo suelto.
En la playa nos pasábamos las horas muertas. Clavábamos la sombrilla a las diez de la mañana y no nos marchábamos hasta las tres. En la nevera había refrescos y cervezas. Mi hermano y yo vivíamos nuestra vida entre las olas y la arena, y nuestros padres leían bajo la sombrilla y se turnaban para dar largos paseos y no dejarnos solos. Mamá estaba convencida de que si andaba por la arena dos o tres horas seguidas, al cabo de un mes tendría piernas de modelo, y mi padre iba a nadar por donde no había gente. Nadaba muy bien y también esquiaba. Siempre estaba diciendo que nos iba a enseñar a mi hermano y a mí. Mientras tanto, su equipo de esquiador se pasaba de moda en el trastero y a veces Ángel se metía en las enormes botas para hacer de superhéroe.
A los ocho años Ángel ya era reflexivo: después de acarrear un cubo de arena se quedaba contemplando el mar de pie, con las manos apoyadas en la cintura, un buen rato. ¿En qué pensaría? ¿Se daría tanta cuenta como yo de los cambios de humor de nuestra madre? Aquella mañana, su caminata fue más corta y regresó a eso de la una agitada, con la cara descompuesta y con una gorra de visera en la mano. Todo mi cerebro, mis ojos y mis oídos se concentraron en mi madre.
Agitaba la gorra y abría los brazos delante de mi padre. Le hablaba como si le suplicara, iba y venía delante de él. Mi padre la escuchaba asustado y luego le decía cálmate, por favor. Tardó un rato en levantarse de la toalla de terciopelo granate y en cogerla por el hombro. Mi madre se deshizo de la mano.
—Estoy segura de que es ella. Si vienes…, a lo mejor aún no se han marchado —dijo medio ahogándose.
—No podemos dejar a los niños solos.
Mi madre me miró. Estaba en la orilla tapándome las piernas con arena, no podía imaginarse que en ese momento me había convertido en un ser sobrehumano que los oía y los veía como si estuviese a su lado.
—Voy a volver. Voy a hablar con ella.
—Pero ¿no comprendes que entre todas las playas del país es demasiada casualidad que esté justo donde estamos nosotros? Por Dios, razona.
—No puedo. Sé lo que he visto.
Metió la gorra en la cesta de paja y se marchó a paso veloz. Tuvimos que esperarla hasta las tres y media. Ángel se quejaba de hambre, pero yo no tenía ninguna. Miraba sin parar hacia las grúas que había a unos cinco kilómetros de distancia entre el resplandor, esperando verla aparecer.
—¿Qué le ocurre a mamá? ¿Por qué se ha marchado? —le pregunté a mi padre, que había pasado de la felicidad a la indiferencia.
—Quiere aprovechar para darse otro paseo.
—¿Y la gorra esa? —dije mirando hacia el cesto.
—Se la ha encontrado.
—¿Puedo ponérmela?
—No. Imagínate que pasa su dueña y la reconoce, sería muy embarazoso.
Hablaba mecánicamente, sin ilusión. Luego se estiró en la toalla y se pasó las manos por la frente.
No dije más. Sabía que la situación era anormal por mucho que mi padre le diera a todo una explicación. La vida maravillosa se había acabado.
Mi madre llegó, nos secó a Ángel y a mí con la toalla llena de arena. Luego las sacudió todas montando una polvareda, las metió en la cesta junto con la gorra y se puso el pareo. Mi padre la observaba de reojo mientras recogía la sombrilla. No hablaron. Las piernas de mi madre cada vez eran más bonitas y se lo hubiese tenido que decir hacía cuatro horas. Ahora estaba fuera de lugar.
Esa tarde mi madre no se arregló como todos los días. Se peinó sin mirarse al espejo, no se pintó los labios. Se puso los vaqueros y una camisa (el vestido blanco debía de resultarle demasiado festivo), mientras una gran sombra salía de ella y pasaba sobre nuestras cabezas como si fuese a estallar una tormenta. Durante la cena en un restaurante italiano al que nos habíamos aficionado por sus espaguetis, mi padre le preguntó ¿has vuelto a verla? Y ella negó con la cabeza. Él movió pensativamente la suya.
La gorra desapareció de la cesta y de mi vista. Podría haberla buscado por el apartamento y en el equipaje, pero no quise: había llegado con la sombra y debía marcharse con ella. No volví a mencionarla ni a pensar en ella. Sobre todo porque ocurrió algo que rompió el maleficio que acababa de caer sobre la vida maravillosa.
De repente, después del asunto de la gorra, cuando comprábamos los helados de todas las tardes que luego nos comíamos en el paseo marítimo haciendo tiempo para la cena, vimos a Ana la del perro. Jamás me alegré tanto de ver a alguien. Primero vimos al perro y luego a Ana, como si su cometido fuese aparecer en nuestra vida como un relámpago estuviésemos donde estuviésemos.
—No puedo creérmelo —dijo mi madre alborozada—. ¿No es ése el perro de Ana? ¡
Gus
! —le gritó.
Gus
vino hacia nosotros medio corriendo y medio meneando el rabo, medio alegre. Seguramente estaba tan sorprendido como nosotros de encontrarnos fuera de nuestro mundo. Toda la familia nos volcamos sobre él. Le necesitábamos. Era una tromba de agua fresca que necesitábamos para beber y de aire para respirar. La sombra que nos iba a aplastar hasta el final de las vacaciones se acababa de rasgar.
—¿Dónde está tu dueña? —preguntó mi madre.
Gus
se giró y olfateó alrededor como nosotros. Ni rastro de Ana, pero no dejábamos que el perro se marchara porque si estaba con nosotros ella vendría. Necesitábamos mucha gente con nosotros, gente que hablara y que rompiera nuestros pensamientos.
Ana apareció enseguida, y
Gus
se deshizo como pudo de nosotros para saltar hacia ella.