—¡Os pido por favor un poco de paciencia! —dijo enfadada cuando mi hermano se acercó lloriqueando porque se aburría, sin separar la mirada de lo que ocurría en la zona iluminada. La luz caía sobre aquellas chicas que saltaban y corrían y sobre el árbitro que se lo tomaba como si fuera un partido de la NBA.
Como no quería que mi madre se enfadara, le dije a Ángel que íbamos a jugar al veo-veo. Fue una pesadez. Hasta que por fin nuestra madre se giró hacia nosotros, nos miró con los ojos con que nos miraba cuando nos decía que nos quería más que a nada en el mundo y dijo que nos íbamos. Ángel echó a correr delante de nosotras, y ella se quitó el gorro y movió la melena con fuerza en la neblina que despedían los pinos.
—Me han encargado darle un recado a alguien que no ha venido. Nos han hecho perder la tarde. Para compensaros nos vamos a ir a Burger King a tomarnos una hamburguesa.
A Ángel le hizo mucha ilusión porque con la hamburguesa siempre daban un coche pequeño de plástico. Yo cogí a mi madre de la mano y mi madre me apretó, y luego las dos manos cogidas las movimos hacia delante y hacia atrás hasta que llegamos al metro.
Cuando al final aterrizamos en casa, mi padre abrió la puerta antes de que mi madre pudiera meter la llave. Estaba preocupado, pero al vernos tan animados se subió un poco las gafas con la punta del dedo y dijo que en esta casa todos hacíamos lo que nos daba la gana. Examinó a mi madre de reojo. Tenía la cara enrojecida, los ojos brillantes, el pelo oscurecido por el frío. En cuanto se quitó el plumas negro dejó al descubierto un jersey azul ajustado que la hizo diez veces más guapa. Ya no parecía la mujer aturdida del metro, sino Betty. Se acercó a mi padre y le dio un beso en los labios.
—Nosotros ya hemos cenado —dijo ella.
—Una hamburguesa —dijo Ángel.
—Me parece muy bien, y yo, a palo seco —dijo mi padre serio por fuera y muy contento por dentro, lo que hacía la situación el doble de agradable.
Puede que esa tarde hubiésemos estado viendo a Laura sin saberlo. No me fijé en ninguna niña en particular, estaba más pendiente de mi madre, de Ángel y de lo anormal de la situación. Éramos como esos objetos que se encuentran los arqueólogos fuera del tiempo que les corresponde: una bombilla en el paleolítico, un hacha de madera y hierro fosilizada de doscientos mil años, Ángel, mi madre y yo en un colegio que no era el nuestro.
La madre de Verónica o el caracol de Betty
Habían sentado a mi madre en el sillón, sobre una sábana blanca con ribetes azules, y se le veían los tobillos y los pies flacos. Sonrió al verme. Hasta para sonreír tenía que hacer un gran esfuerzo. Tenía los ojos demasiado grandes.
Nunca había sido delgada. Yo me parecía a ella. Éramos anchas, de apariencia fuerte, ni altas ni bajas. La gente nunca nos echaba una mano porque parecía que no necesitábamos nada. El pelo, cuando no se hacía una coleta, se lo peinaba con la raya al lado izquierdo y la mata negra y rizada le caía sobre el derecho. Ahora ni siquiera lo tenía rizado y desde que se teñía las canas, no era ni rubio ni negro. Tenía cuarenta y dos años.
Mi padre nunca prestaba atención a las mujeres que puede llevarse el viento, aunque fuesen supermodelos. Le gustaban con peso específico y era de suponer que, cuando se conocieron, mi madre sería alegre, simpática, valiente. Él la admiraba porque, cuando se quedó embarazada de Laura en ningún momento pensó en el matrimonio ni en formalizar nada; no le asustaba el futuro y por eso mi padre jamás habría puesto los ojos en ninguna otra mujer, a pesar de que sus padres estaban empeñados en que se merecía algo mejor. Cuando mi padre me hizo esta confidencia la noche anterior, sin pena y sin ninguna emoción especial, con seriedad y la cerveza en la mano, se me pasaron por la cabeza esas veces en que mi madre cantaba a pleno pulmón o se reía de algo o cogía a mi hermano pequeño de los brazos y giraba haciéndolo volar por los aires, cuando corría con nosotros por la playa y cuando dejaba que la enterráramos en la arena y que encima le hiciéramos unos enormes pechos con unos enormes pezones, cuando le hacía cosquillas a mi padre y él lloraba de risa, cuando se olvidaba de que no era una mujer normal, cuando se olvidaba de que le había ocurrido una de esas cosas que sólo ocurren a las personas trágicas. Cuando se compraba un vestido nuevo y se dejaba el pelo suelto y se maquillaba y salía con su marido, el marido más guapo de todos los maridos, al cine o a cenar por ahí. Cuando lograba quitarse un par de kilos y que los vaqueros le bailaran y nos íbamos las dos de compras. Entonces yo era feliz, casi dramáticamente, sin saber que siempre tendría que haber sido así, que podría haber sido así si aquella criatura hubiese vivido.
Me senté en el borde de la cama y me quedé mirando a mi madre intensamente, intentando que me contestase sin preguntarle. Dime todo lo que sepas de Laura. Maldita sea, tú no tienes la culpa ni nosotros tampoco y menos ella, y a todos nos ha jodido la vida. Cuando te pongas bien la buscaremos juntas y la encontraremos. Vendrá a vivir con nosotros o por lo menos te tranquilizará ver que está bien y que no la has perdido. Ésa iba a ser mi meta.
—¿Te ha pasado algo? ¿Te has matriculado? ¿Está bien Ángel? —dijo incorporándose un poco en el sillón.
Afirmé con la cabeza.
—Por los resultados no tienes que preocuparte. Ellos saben lo que hacen.
Se refería a los médicos. Ahora era consciente de los pasos en falso que había dado mi madre en la ocultación del secreto de Laura. Casi no lo había ocultado, pero yo no había sabido comprenderlo del todo porque nunca quise ser un objeto fuera de tiempo y de lugar. Le cogí la mano de doscientos años. Habría dado cualquier cosa por que entendiera que lo sabía todo y que no me daba igual, que lo consideraba una prueba del destino y que lucharía por ella.
—Por lo menos me han metido aquí antes de que empiece el curso, no quiero que pierdas ni un día de clase.
—No te preocupes, seguro que para esas fechas ya estarás en casa.
Los médicos dijeron que aún no era prudente operar, lo que en el fondo fue un alivio. Un poco más de tiempo.
Bajé a comprarle unas revistas y a la hora me marché. Le dije que tenía que sacar unos libros de la biblioteca y arreglar la casa, cosas que ella consideraba ineludibles. Me pidió que le llevara la agenda de clientes: no quería dejar colgada a la empresa ni a Ana, que tanto confiaban en ella. Y entonces caí en la cuenta de que Ana no tenía ni idea de que estaba en el hospital y que quizá debería decírselo para que fuese a verla y la animara.
En cuanto a mí, iba a encontrar a Laura y se la iba a llevar a mi madre a la habitación del hospital, y aunque probablemente eso no daría el mismo resultado que una válvula nueva, su mente se apaciguaría y se calmaría, y después de veinte años se acabaría el tormento. Sentada en el autobús fui preparando el que consideraba un programa de actuación.
Desde la parada a casa fui andando despacio bordeando el polideportivo. Se oían raquetazos, los pájaros, el griterío de los chavales; llegaba el olor a hierba cortada. La gente andaba con parsimonia por la calle, los árboles nos salpicaban con su sombra. Podría dejarme llevar y ser feliz en este momento. La casa se me cayó encima. Abrí todas las ventanas que mamá solía dejar entornadas y con las persianas bajas, y puse música en la radio. Tarareé todo lo alto que pude mientras sacaba de los cajones del escritorio la agenda que me había pedido, las carpetas y varios montones de papeles. Me los llevé a la mesa de caoba y empecé a examinarlos. Había una relación de productos que tenía que servir en unas cuantas casas periódicamente. A los indecisos los tenía aparte. Había pedidos, ofertas, algunas devoluciones. Más o menos estaba todo ordenado, aunque de algunas anotaciones, fechas y círculos sólo ella tenía la clave.
Mamá, ayúdame, ¿por dónde empiezo?, ¿por el psiquiatra?, ¿el que hubiese abierto la agenda por la eme y me encontrase con él de bruces significaría algo? Doctor Montalvo. También el psiquiatra había supuesto una sangría para nuestra economía, sobre todo en la época en que mi madre no trabajaba. Por algún sitio había que empezar. Así sabría de boca de una persona autorizada si era bueno encontrar a mi hermana, en caso de que estuviese viva, o si la postura de mi padre era la mejor.
Creo que mi madre estuvo yendo al psiquiatra dos años. Al principio iba más a menudo, luego una vez al mes, siempre los jueves por las tardes cuando llegábamos del colegio, a veces nos cuidaba la hija del vecino, que tenía dos o tres años más que yo. Se arreglaba y antes de salir de casa se miraba por última vez en el espejo, como recordando todo lo malo que tenía que contarle al doctor, y le cambiaba la cara.
• • •
Llamé a la consulta sin pensarlo más, con la esperanza, la súplica, de que hubiese vuelto de vacaciones. Había vuelto, pero no tenía hueco hasta dentro de dos meses y no había manera de convencer a la insensible recepcionista de que era un asunto muy urgente. Dos meses. Normalmente es un plazo corto, en el caso de mi madre podría ser toda una vida. No pensaba dejar que nadie me impusiera su ritmo. Mi madre se refería al doctor Montalvo como ese hombre que sabe lo que es la vida, hasta que dejó de ir seguramente por problemas de dinero y ya no volvió a mencionarlo.
Esa misma tarde, a las cuatro, antes de que empezaran a llegar los pacientes, me presenté allí. En ese momento caía del cielo un sol brillante y cálido. La consulta estaba en la calle General Díaz Porlier, en un piso con parqué barnizado hasta la extenuación que crujía al pisar. No se oía un ruido, ni una respiración, solamente el rumor de las hojas de una revista que leía la recepcionista. Le dije que necesitaba darle un recado urgente al doctor, y ella me miró maliciosamente: la de cosas que se inventan para hablar con él sin pedir cita. Le dije que yo la había pedido y que me era de todo punto imposible esperar dos meses. Por un oído le entraba y por otro le salía. Estaba acostumbrada a la desesperación de la gente, pero yo había tenido que tomar un autobús y hacer dos trasbordos de metro y no estaba dispuesta a irme.
—Por lo menos podría decirle que estoy aquí. Soy la hija de Roberta Morales.
Mi madre no le sonaba de nada y aunque le hubiese sonado le habría dado igual.
—El doctor no está aún y cuando llegue no podrá atenderla. En noviembre, sí.
—Está bien —dije—. Entonces deme hora.
—A finales.
—Fenomenal —concluí con mi mejor sonrisa cuando me tendió la tarjeta de visita—. ¿El baño?
—Al fondo.
El pasillo, además de crujir como si se estuviera rompiendo a mi paso, era muy largo, con vueltas y esquinas, por lo que el baño debía de estar al otro lado de la manzana. Cuando anduve lo suficiente para que la recepcionista no se mosqueara, lo desanduve y esperé en las proximidades de la recepción hasta que un hombre de unos setenta y cinco años, con sombrero de entretiempo en la mano y bigote gris, saludó y fue saludado por el ser insensible.
—¿Qué tal, doctor? ¿Preparado para una larga tarde?
—Como todos los días, Judit. Dame diez minutos y que entre el primero.
—Los expedientes están sobre la mesa.
Me metí detrás de él en el despacho.
—Disculpe, Judit me ha dicho que podía pasar.
—Pero si ni siquiera me he puesto la bata —dijo cogiendo el teléfono.
—Espere, por favor, serán dos minutos. Puede ponerse la bata delante de mí. Mire, no sé si recordará a mi madre. Se llama Roberta Morales.
Noté que la recordaba.
—¿Qué le ocurre? Interrumpió las visitas de repente.
Se había quedado en una camisa de rayas rosas y blancas y una corbata morada. Con la bata sólo se le veía la corbata. Se sentó detrás de la mesa y se reclinó en el sillón.
—Mi madre siempre decía que para saber lo que es la vida había que hablar con usted.
Una ligera media sonrisa que le contrajo los músculos alrededor de los labios mostró su complacencia por el halago y esperó a que yo dijera algo más.
—Acabo de enterarme hace poco de la tragedia de mi madre. No sé si se acordará, de lo de la hija muerta que ella cree que está viva. Ahora mi madre está enferma en el hospital, grave, pero hasta este momento la ha estado buscando sin cesar.
Según yo iba hablando él se iba estirando dentro de la bata. Fue cuestión de segundos, pero en la mente eran más que minutos porque daba tiempo para ver cómo su cara cambiaba de color.
—¿Y la ha encontrado?
Negué con la cabeza. Entonces dio un golpe con la mano abierta en la mesa.
—Le dije que dejara ese asunto en paz. Se lo dije incluso a tu padre. ¿Es que estamos locos? En casos como el de tu madre es lo peor que puede hacerse. El paciente se mete en un estado caracol y así es muy difícil ayudarle. No entiendo por qué no me hizo caso. Tú tienes que convencerla de que lo deje. Si le dijeron que había muerto sería porque había muerto, lo demás no tiene sentido, no tiene lógica.
—¿Cree que lo de que la niña está viva son fantasías?
—Pues claro que son fantasías. Es un signo de inmadurez no saber superar los golpes adversos.
El doctor se había acalorado y hablaba alto. Por lo menos mi madre le preocupaba y sentí que hubiese interrumpido las visitas: quizá si hubiese insistido en el tratamiento habría logrado ser más feliz. Le iba a decir que quizá seguiría su consejo cuando entró Judit completamente destemplada.
—Lo sabía —dijo mirándome con odio—. Al ver que no regresaba del baño me he imaginado la faena. Se ha colado, doctor.
—No importa. Ha sido mejor así.
Le di las gracias, recogí la mochila que usaba como bolso y me dirigí a la salida pensando que mi padre y el doctor Montalvo eran de la misma opinión, pero la voz de Judit me hizo retroceder. Me llamaba.
—La visita son…
Traeré el dinero en noviembre, le dije alejándome hacia la puerta y bajando rápidamente las escaleras. A mi madre le había ocurrido algo muy doloroso en la vida y todo el mundo le sacaba dinero por ese dolor. Me imaginé la ira de Judit. Me la imaginé haciendo crujir la madera hasta el despacho del doctor y poniéndome a parir. También me imaginé al doctor escuchándola sin hacerle caso y comprendiendo la situación de mi familia. No era uno de esos loqueros impasibles de las películas, él de alguna forma también sentía las heridas de sus pacientes.
Por lo que decía el doctor, hacía bien en no confesarle a mi madre que sabía su secreto, sería como meterme yo también en su caracol. Aunque la realidad era que ya estaba en el caracol, no podía dar carpetazo, cada vez sabía más. Si mi hermana estaba viva, la encontraría. Mientras andaba hacia el centro buscando las aceras sombreadas, mirando los escaparates sin verlos de verdad, mientras la vida me traspasaba por todos los poros sin poder remediarlo, trataba de recordar el camino que hicimos mi madre, mi hermano y yo aquella tarde de invierno en que fuimos a mirar cómo jugaban unas niñas en una cancha de baloncesto.