Tampoco estaba segura al cien por cien. A veces se actúa automáticamente y se hace una cosa creyendo que se hace otra. Ana debió de estar curioseando por la casa y por eso nos compensó con una gran cena. Me parecía mal que traicionara la confianza de su amiga, pero no se había llevado nada. La gente no es perfecta, las personas nos decepcionamos constantemente unas a otras. Hoy por hoy, mi madre no tenía otra amiga que se preocupara por ella. Se había centrado excesivamente en su familia y en sus obsesiones, y se había olvidado de que más allá también hay vida. No le haría ningún favor a mi madre poniéndome exigente con todo el mundo. No era momento de exigir, sino de hacer las cosas lo mejor posible, y Ana trataba de hacernos la vida mejor. Y casi me arrepentí de no haber disfrutado de la gran cena. Los sacrificios tontos no ayudaban a mi madre ni a nadie. Aun así, continuaba sin gustarme que hubiese registrado nuestra casa.
No se lo dije a mi padre, que dijo ¡por fin! cuando sonó el teléfono y pudo irse a la cama y, según pasaban los minutos, peor iba sentándome el comportamiento de Ana. Tiré el vinagre de lujo y las pinzas de diseño de los espaguetis a la basura, y pensé que si tuviese que dar una explicación diría que no los encontraba, y ¿por qué tendría que darle una explicación en mi propia casa a Ana?
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La siguiente vez en que Ana y mi padre se vieron yo no estaba delante. Habían coincidido en el hospital y después fueron a tomar algo por allí cerca. Mi padre casi no tenía gana de cenar porque con las cervezas les pusieron unas tapas.
—Ana siempre se sale con la suya —dijo—. Te juro que no tenía ganas de estar por ahí.
No supe qué decir porque había sido testigo de cómo se empeñaba en que nos distrajésemos.
—Mañana voy a hacerle una visita al detective. ¿Crees que me cobrará algo? —dije como la cosa más natural del mundo.
—¿Qué quieres decir? —dijo ajustándose las gafas.
Habría sido redundante contestar porque él sabía perfectamente que íbamos a hablar de su esposa, mi madre, la mujer del hospital y probablemente de su hija muerta.
—No sé lo que le ocurrió a esa niña, papá, y quiero saberlo. Necesito que mamá pueda dormir con la conciencia tranquila. Da igual que ella esté o no esté equivocada, sufre y ha enfermado por no saber.
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Dudé si no estaría enredándome en la obsesión de mi madre para olvidarme de su enfermedad. La Verónica que había detrás de mí, la que no estaba a simple vista, empezaba a actuar. Mi padre se enfadó y sacó del aparador una botella de whisky y se sirvió tres dedos en un vaso y luego otros dos dedos. Me dijo, sin levantar la vista del vaso, que ya había pasado por esto con mi madre y que él también era humano y que también tenía algo que decir y lo que decía era que si Laura realmente no había muerto al nacer tendría una vida y que a lo mejor no quería saber lo que íbamos a contarle. ¿Qué me proponía? ¿A quién pensaba que iba a ayudar? Había sido una desgracia y no había solución, ninguna solución era buena en un caso así.
Le dije que no bebiera tanto o terminaría pareciéndose al padre de Juanita.
Mi padre me miró dolido y dejó la lata de cerveza de un golpe en la mesa. Nuestra familia estaba hecha polvo. O nos aguantábamos y no decíamos lo que sentíamos o lo decíamos y nos hacíamos daño.
—¿Como el padre de Juanita? ¿Quién es el padre de Juanita?
Como mi padre estaba con el taxi siempre por ahí, no había llegado a fijarse en mi amiga Juanita. Íbamos a la misma clase, éramos vecinas, se le hacían dos hoyos junto a la boca cuando se reía, que me daban mucha envidia, y fingía que no conocía a su padre cuando lo veíamos salir de los bares del centro comercial tambaleándose.
Laura, guarda esa foto
De pronto, en una de las mesitas del salón apareció una foto mía de hacía una eternidad, de cuando iba a mi primer colegio, Esfera. Tenía doce años y ahora diecinueve. En aquel centro no llevábamos uniforme como con las monjas del Santa Marta y teníamos un entrenador de baloncesto que se llamaba Olof. Recordaba todos los detalles de su cara como si lo estuviese viendo ahora mismo. Cuanto más joven se es, más especiales resultan las caras, las pecas, las pestañas, alguna pequeña verruga, la forma de los dedos: se perciben de una forma extraordinariamente clara y definida. De aquella época se me clavaron de por vida los olores de mis compañeros y las voces de los profesores, los desconchados de la cancha… Pero no recordaba que nadie me hubiese hecho una foto. Esa foto. Tampoco la había visto en los álbumes. Suponía una completa novedad.
Eran las diez y media y acababa de llegar del conservatorio. Lilí ya estaba metida en su pijama de seda blanca, que le marcaba los pechos y los muslos como si fuera una escultura, y mamá se estaba preparando para salir un rato con unos amigos. A mí a estas horas me apetecía cenar viendo la televisión mientras oía abajo el tráfico de un mundo al que por hoy acababa de cerrar la puerta. Ya no me importaban los pitidos, ni los derrapes, ni la música de salsa que se escapaba de alguna ventanilla.
—¿De dónde habéis sacado esta foto?
Recordaba que el peto que llevaba en la foto, junto con otra ropa que se me había ido quedando pequeña, lo habíamos entregado en la parroquia de la esquina. El balón estaría en el trastero. De los doce a los diecinueve años hay mil años.
—Toma, esto lo ha dejado Ana para ti —dijo mamá dándome una polvera de Dior—. Dice que estos polvos son de tu tono de piel y que te taparán los granos que te salen con la regla.
Estaban casi enteros y había un espejo en la tapa.
—¿Ha traído ella la foto?
—Ha debido de encontrarla por su casa. Guárdala por ahí.
Me acosté temprano, después de darle a Lilí un masaje en los pies y ver la serie en la que salía mi prima Carol. Mi abuela la contemplaba como si fuese ella misma la que estaba actuando, y le sabía a poco cuando terminaba, y cuando Carol no aparecía más de cinco minutos se indignaba y se marchaba cabreada a la cama.
—No aprecian su talento —decía—. Es como echar margaritas a los cerdos.
Verónica quiere saber
Era una oficina pequeña con separaciones de pladur, pintada de gris y blanco. En la mesa de la secretaria había una flor de pascua sobre un plato de cerámica con algo de agua. En una mesita auxiliar, una cafetera y tazas; al lado un archivador metálico con la llave puesta. Algunas fotos de la propia secretaria encima del archivador. El detective jefe se llamaba Martunis y era difícil que pudiera verlo sin cita previa. Le pregunté si ella era su secretaria. María, su ayudante, dijo.
Podía contarle de qué se trataba y me llamarían.
Le dije que me llamaba Verónica y que era la hija de Roberta Morales y que sólo quería saludar al detective. Me escuchaba sin dejar de trabajar en el ordenador con unas manos grandes y fuertes. Quizá estaba consultando la ficha de mi madre.
—¿Saludarle?
—Sí, me gustaría conocerle.
Se me quedó mirando abiertamente por primera vez con unos ojos que no se sabía si eran pardos, verdes o azules. No eran feos, pero tampoco me atrevería a decir que bonitos.
—Bueno, siéntate ahí un momento —dijo señalando un par de silloncitos grises junto a la pared—. Voy a ver qué puedo hacer.
Delante había una mesa baja con revistas, lo que significaba que los clientes a veces tendrían que esperar y quizás les resultaría incómodo encontrarse con un conocido en un sitio así. En el otro sillón había un hombre con dos montoncitos de pelo a los lados de la cabeza. Iba metido en un polo granate y por las mangas salían unos brazos blancos y gordezuelos, sin apenas vello. Llevaba un reloj como un puño de grande, y los vaqueros indicaban que hoy era un día de ocio para él. Llevaba anillo de casado. Las revistas eran tan atrasadas que incluso mi madre podría haberlas hojeado años atrás mientras repasaba lo que le diría al detective o a la ayudante.
Llamó por teléfono y habló tan bajo que era imposible entender lo que decía. No le hacía falta taparse la boca con la mano. Cuando colgó, salió de detrás de la mesa y vino hacia mí con unos zapatos de tiras plateadas y tacón fino que se hundía en la moqueta, vaqueros elásticos ajustados y algo encima rojo medio abierto por la espalda, por el costado y por el pecho. Andaba muy derecha y parecía encantada de que el pelo largo, negro y liso se le echara al andar sobre un hombro, sobre la cara, se le enredara con el tirante del sujetador. Como si luchara contra esa fuerza de la naturaleza que era parte de sí misma.
Creo que yo la seguía con la boca abierta y una revista en las manos en el silloncito gris cuando llegó a mi altura. Se me quedó mirando con las piernas separadas sobre los tacones plateados como si fuese a pegarme un tiro. Seguro que sus grandes manos habían empuñado más de una pistola y que sabía disparar, y seguro que se acordaba de mi madre.
—Estará aquí en media hora. Puedes irte y volver.
—Creo que esperaré —dije.
Se llevó el pelo hacia la derecha y le hizo un nudo sedoso. Le quedaba mejor suelto que recogido, le hacía la cara más pequeña y le ocultaba un poco la mandíbula.
—Quizá sea más de media hora —añadió—. Vas a aburrirte.
—Tengo mucho en que pensar —dije sinceramente. Necesitaba estar en un lugar que no me recordara nada y en el que la mente hiciera su trabajo sin distracciones.
—Como quieras —dijo y se marchó a su mesa deshaciendo el nudo y dejando que la melena flotara sobre la espalda. Estaba orgullosa de su cuerpo y juraría que cuando no estaba allí estaba en el gimnasio o contemplándose en un espejo.
Mis padres se conocieron en la playa por casualidad, nunca se habían visto antes. Sus vidas no tenían nada en común. Mi padre estudiaba Turismo y mi madre era dependienta en unos grandes almacenes. Sus familias eran de lugares muy distintos. La de mi padre de Canarias, la de mi madre de Levante. Cuántas cosas tuvieron que encajar en el universo para que ellos existieran y luego se encontraran y naciéramos mi hermano y yo. Cuántos millones de ojos, de bocas, de huesos, de células, cuántos miles de millones de personas fueron necesarios para que viniéramos al mundo, y antes de ellos, cuántos miles de millones de animales, de bacterias, de años, de tinieblas… y de esperar que llegásemos. ¿Qué sentido podía tener entonces la muerte de Laura?
Nada de divagaciones. Con esta ayudante y llamándose Martunis me había formado la idea de que el detective sería fuerte, con acento del Este y brazos tatuados. Nunca había hablado con alguien así, por lo que debía ser muy exacta con mis palabras. Frases cortas y claras, nada de mezclar la tragedia y la pena, mis sentimientos con la información objetiva. El hombre que esperaba a mi lado se levantó.
—Les he prometido a mis hijos llevarlos al zoo. Se me hace tarde. Volveré mañana —dijo pasándose las manos por los montoncitos de pelo.
En cuanto salió, María me hizo una señal y pasamos al otro lado del panel, que debía de ser el despacho del jefe. No soporto a los hombres celosos, dijo, y me pidió que le hablase como si ella fuese el mismísimo Martunis porque él no regresaría hasta dentro de quince días.
—Creo que mi madre os contrató para buscar a mi hermana.
Se cogió una mano con la otra dando sensación de fuerza y confianza en sí misma. Las manos eran el alma de su cuerpo como en otros los ojos o la boca.
—Mi hermana Laura —dije.
—Me parece que tu madre no sabe que has venido.
Negué con la cabeza. María llevaba una buena capa de maquillaje cubriendo las huellas de antiguos granos.
—Sólo quería preguntar si mi hermana murió al nacer o está viva. ¿Lo sabe el señor Martunis?
—¿Por qué no se lo preguntas a tu madre?
—Cree que no me he enterado de nada. Lo descubrí por casualidad. Por lo que sé, a día de hoy solamente ella, ni siquiera mi padre, está convencida de que vive y que se la arrebataron al nacer.
—Es un asunto familiar, de confianza entre padres e hijos, entre marido y mujer. No puedo meterme en eso. Nuestro cometido es recopilar información y entregarla.
—¿Le entregasteis a mi madre la foto de una niña de unos doce años con un balón en las manos?
Se estaba impacientando.
—Mi madre está en el hospital. Van a operarla del corazón, a vida o muerte. Necesito ayudarla. Si su hija murió querría abrirle los ojos con alguna prueba y que vaya al quirófano tranquila.
—Mucho cuidado —dijo—, la intuición de una madre es casi un dato objetivo y yo, con lo que sé, diría que Laura está más viva que muerta. Lamentablemente no pudimos continuar indagando. Estiramos el dinero todo lo que pudimos, pero esto es un negocio. Y cuando digo negocio no me refiero a un gran negocio, nos da para lo justo.
—No lo puedo afirmar con rotundidad —siguió—, pero creo que logramos dar con el colegio de la supuesta Laura.
—Y le hicisteis la foto.
—No, se la hizo tu madre. Se pasaba el día merodeando por el colegio, observándola en el recreo, preguntando a los profesores, hasta que alguien hizo saltar la alarma y sacaron de allí a la niña de un día para otro, lo que nos confirmó que no íbamos desencaminados. Podríamos haber seguido investigando, pero tu madre nos pidió que paráramos, no podía costear los gastos y además estaba emocionalmente hecha polvo, como si no supiese qué hacer con la verdad.
—¿Cómo se llama el colegio? —pregunté con miedo.
Alzó la vista hacia el techo buscando respuesta.
—No lo recuerdo. Tendría que leer el expediente.
Se levantó y se miró en la muñeca un relojito con una cadena muy fina de oro. Sacudió la cabeza, era más tarde de lo que creía.
Le di las gracias con el hueso de melocotón atravesado en la garganta.
—Sabéis más de mi madre que yo. Creo que habéis tenido más fe en ella que mi propio padre.
—No te confundas, sé cosas increíbles de mucha gente. Cosas que no podrías imaginarte, pero conocer a una persona es mucho más difícil. Se la conoce en el corazón, no en la cabeza —dijo sentándose en su sitio de ayudante.
Agradecí su franqueza y que fuera ligeramente sentimental. Tuve que ir al baño a orinar, a refrescarme la cara y a mirarme en el espejo para volver a mí de alguna manera. Bordeé su mesa camino de la salida. Estaba hablando por teléfono y le dije adiós con la mano, pero entonces la alargó y me cogió por la muñeca sin dejar de hablar. Comprobé la fuerza de su mano.