Al día siguiente me esperaban cuatro visitas a clientes para las que no tenía que estar muy en forma: con tres o cuatro horas que durmiese me bastaba. Así que me duché. Eran las ocho de la noche, y llamé a Mateo. Podía acercarme a verle ensayar y luego podíamos ir a nuestra plaza. Hoy no tenía prisa. Todo el tiempo era para mí y toda la casa. Podría decirle que entrara un rato. Me palpitaba el corazón, también me palpitaba a veces cuando iba acercándome al hospital, pero ahora era de alegría, felicidad, y sentía remordimientos por sentir algo así en un momento tan amargo. Mateo era otro objeto fuera de tiempo y de lugar, y resultaba imposible encajarle con mi madre y con el misterio de Laura. Según marcaba los números, la cabeza se me iba llenando de su voz, y esa voz imaginada mitad suave, mitad áspera, me daba ganas de correr y volar. Esperé un rato, una llamada, dos, tres, cuatro, cinco… y colgué. Puede que estuviese en la ducha, así que volví a llamar, y… nada. Nada.
Había sido demasiado fría con él, y él se había desilusionado y me había olvidado.
En un minuto el sol me había iluminado y calentado y en otro minuto se había enfriado y apagado. Maldita sea.
Me vestí rápidamente para dar unas cuantas vueltas por el parque a paso rápido, para que me diera el fresco en la cara y descargarme de melancolía y tristeza y rabia antes de irme a la cama. Pero, cuando me vi en la calle, en lugar de dirigirme al parque fui hacia el metro. Bajé al andén y me encontré yendo rumbo al local donde ensayaba Mateo. Lo más probable es que estuviera allí y lo más probable era que se alegrara de verme. Al fin y al cabo era lo que quería, que estuviésemos juntos y que yo le siguiera de concierto en concierto.
Me veía en las ventanas del vagón y me asombraba que mecánicamente me hubiese vestido igual que cuando conocí a Mateo en el metro. De cara a las clientas solía llevar una ropa más clásica, de oficina: blusas, camisas, pantalones de traje, faldas. Mateo no me hubiese reconocido así. Ahora llevaba la cazadora, los pantalones ajustados, deportivas y el pelo suelto. Seguramente en ningún momento desistí de la idea de verle.
La Estaca y otro se apoyaban en la puerta fumando. Me miraron como a una aparición, pero no por nada en especial, sino porque vivían deslumbrados.
Dije hola y pasé.
Sonaban unos acordes, una voz. No era la de Mateo. No estaba en el escenario. Puede que se tratara de otro grupo. Me quedé de pie, algunos de los sentados me echaron un vistazo y luego siguieron a lo suyo. Había poca gente, amigos y novias principalmente. ¿Dónde estaba Mateo? Se lo preguntaría a la Estaca, así que me dirigía hacia la salida cuando se me cruzó una ráfaga dorada.
—Hola —dijo—. ¿Buscas a Mateo?
—¿Dónde está?
Era la Princesa. Estaba ante mí, más alta que yo, observándome de arriba abajo con unos ojos azules tan azules que no parecían reales.
—Hace días que no viene por aquí.
—Y —dije resistiéndome a marcharme—, ¿no sabes nada de él?
—No creo que quiera volver a verte.
Sentí que el estómago me bajaba a los pies. Tuve que meter las manos en los bolsillos para sujetarme a algo.
—¿Por qué?
—Si no te lo ha contado es que no eres muy amiga suya.
—No soy exactamente una amiga. ¿Por qué me has dicho eso?
Ya había visto ese brillo especial en otros ojos. Incluso entre las sombras del local me llegó esa mirada en que parece que dentro del cerebro ha habido un cortocircuito, y yo estaba atrapada en sus reflejos.
Se pasó la mano por la barriga.
—Algo ha cambiado. Mateo va a ser padre. Vamos a comprarnos una caravana para vivir juntos. Él seguirá con la música y hará trabajos por encargo para su padre. Yo le ayudaré, soy muy buena manejando programas de ordenador. Soy muy feliz —dijo abriendo los brazos—. A lo mejor nos casamos. No creo que Mateo tenga la cabeza para hablar contigo. He venido para buscar su gabardina, se la dejó aquí la otra noche.
Yo no paraba de mirarla, cada vez era más alta. Sus hijos serían bellos, igual que ángeles.
Me parecía inútil pedirle la dirección de Mateo, jamás me la daría.
—De todos modos, me gustaría que le dijeras que he venido a verle y que querría hablar con él.
—Claro —dijo.
Salí vacía por dentro. Por la tarde había sentido mucho y ahora no sentía absolutamente nada. Lo importante era mi madre y el trabajo de mañana. Y resultaba completamente absurdo este largo viaje de regreso a casa. Lento, interminable. Abrí la puerta, agotada. Deseché de la mente la idea de hacía unas horas de haber entrado aquí con el antiguo Mateo, de habernos tomado una cerveza o incluso un whisky del mueble bar de espejos del salón. La vi pasar, la idea, como una mosca, y me puse algo de cenar.
Mi padre llamó desde Santander y habría preferido no oírle ni oír a Ana detrás de él diciéndole no sé qué. Continué masticando sin gana, pero con fuerza, triturando la lechuga, las aceitunas y el huevo cocido como si las muelas fueran de piedra.
¿Hay alguien que sepa cómo apagar la conciencia sin tener que morir? Me metí en la cama con uno de los libros que tendría que estar estudiando. Era muy interesante, y mi vida podría haber estado llena de futuro.
• • •
No tenía que pensar en el amor, ni en Mateo. Después de la decepción de la otra noche, Mateo había quedado fuera de mi vida. Era como si sólo me hubiese mojado los pies en la orilla del mar por la parte más fina de la ola. No esperaba saber nada más de él, que fuese muy feliz con su nueva vida en la caravana. Y cuando, en algún momento de distracción, me venía a la cabeza, también venía la princesa de oro que lo tapaba completamente. Me puse en las orejas unas perlas de mi madre y me recogí el pelo. Elegí una blusa blanca y me di un poco de la crema con micropartículas de nácar. Había comprobado que con un aspecto pulcro y saludable me compraban mucho más. Siempre le decía a la clienta que me ponía la crema que teníamos delante y casi siempre picaba. Ordené los productos en los maletines y revisé la agenda. Plano en mano, ordené las direcciones y dejé para el final la más próxima al hospital. Procuraba ir por la tarde para hacer el paripé de que dedicaba las mañanas a la universidad, pero hoy le diría a mi madre que empezaba al mediodía la ronda de visitas.
Ya iba a salir cuando sonó el teléfono. Y esta llamada me la habría esperado incluso menos que la de Mateo.
Era el profesor del colegio de Laura.
Empezó diciendo que no sabía por qué me hacía caso y que el colegio estaba obligado a velar por la privacidad de los alumnos y sus familias, por lo que siempre negaría que la información que iba a darme había salido de él y del colegio. Sería su palabra contra la mía.
La niña se llamaba Laura Valero Rivera. Su domicilio siete años atrás era calle de los Ríos, número 24, El Olivar, Madrid. También me dio el teléfono. El Olivar era una zona residencial bastante cara a unos quince kilómetros al norte. Se había ido construyendo alrededor de un casco urbano de quinientos habitantes, y con el tiempo sus chalés con piscina habían dejado de usarse sólo los fines de semana para convertirse en vivienda habitual.
Me pidió que hiciera buen uso de esta información.
—Llevo en la enseñanza cuarenta años y creo que sé distinguir entre la mala y la buena gente. Creo que te mereces que confíe en ti.
Traté de tranquilizarle y le di las gracias. La verdad es que no me parecía que entrañara tanto riesgo facilitarme estos detalles.
Me apresuré a llamar al número que me había dado.
—¿Laura Valero?
—¿Cómo dice? Ya no vive aquí —contestó una mujer de mediana edad—. Los antiguos inquilinos se llamaban así, dejaron la casa hace siete años y entonces la alquilé yo.
Durante bastante tiempo les habían seguido mandando allí la correspondencia. Iban a buscar las cartas de vez en cuando hasta que dejaron de ir y ella se las devolvía al cartero. No sabía nada más, no sabía dónde vivían ahora.
La mujer tenía ganas de hablar y no se quedó con el gusanillo de preguntarme qué quería de aquella familia. Le dije que era compañera del colegio de Laura y que me habían entrado muchas ganas de localizarla.
—Quizá la dueña de la casa sepa algo.
Me hizo esperar un buen rato y al final me dio el teléfono y el nombre.
Tanto sermonearme el profesor para nada. Esta vía no me servía de gran cosa; de todos modos, algo era algo. Sería tan fácil preguntarle a mi madre qué sabía de Laura y empezar donde ella lo dejó…
• • •
La dueña de la antigua casa de Laura en la calle de los Ríos estaba medio sorda y era muy difícil entenderse con ella. Le pregunté si podría verla y aceptó encantada. Parecía que los habitantes de El Olivar estaban deseando descolgar el teléfono y abrir la puerta. Vivía en la misma zona, en un chalé que ella misma calificó de grande y a continuación de mansión, para que no me hiciera un lío.
No me llevé los maletines, sino que cogí un cuaderno de notas. Era una pena no tener la foto de Laura para poder enseñarla. Los planes habían cambiado completamente, iría primero a ver a mamá, luego comería algo y de allí me marcharía a Chamartín. Llegaría sobre las cuatro y media a El Olivar, una hora prudencial para hacer visitas.
Nada más bajar del tren de cercanías se hizo el silencio. La gente no debía de estar o estaría dormida. Sólo se oían los pájaros y algún aspersor. Los muros y las puertas metálicas sepultaban las casas tras los pinos. Era muy difícil ver algo, lo único que llegaba a las estrechas calles eran racimos de colgantes florecillas y olor a tierra mojada que anunciaba una lluvia lejana, como si uno oliese a perfume horas antes de ponérselo.
La señora vivía en Rododendro número tres y, en efecto, casi se había quedado corta al decirme que era una mansión porque su muro de piedra rosácea se alargaba hasta la mitad de la calle. Por la puerta podía pasar un ejército con elefantes. Y nada más acercarme a ella el perro de la casa y los del vecindario, todos a una, se tiraron contra las puertas. La urbanización tembló.
—Pase. No hacen nada —dijo una criada con uniforme de cuadritos rosas.
A los perros, dos dóberman negros, les goteaban los colmillos. Pero enseguida comprendieron que me daban igual. Ellos estaban en su sitio y yo en el mío. Mi madre siempre decía que bastante tenía con lo que tenía encima como para, además, sacar el perro a mear, así que nunca habíamos tenido uno. Me había limitado a jugar con alguno en el parque, acariciar los de los vecinos, a
Gus
, y nada más.
—Vamos a respetarnos —les dije.
La de los cuadritos rosas me echó una ojeada, los dos perros iban pegados a mí medio gruñendo.
—Ya te he dicho que no hacen nada —dijo.
Por un momento me imaginé a esta buena mujer pasándolas putas con estos mismos perros hasta lograr que se familiarizasen con ella. Y algo en su interior la inducía a comprobar si al resto de los mortales les pasaba igual.
—Si ahora les diera por atacar a alguien no sería a mí. Saben que no les deseo ningún mal y que tampoco me dan miedo.
—¿Es que hablas con los animales?
Su voz sonó irónica y ligeramente amargada.
—No hace falta. Ellos, en lugar de ver ojos, boca y orejas, ven miedo, cobardía, valentía, bondad, maldad. Tienen un cerebro diferente.
Se quedó con ganas de añadir algo de lo que la consumía por dentro ya que salió a nuestro encuentro la señora de la casa con un mantón de ganchillo sobre la espalda que la envolvía completamente. Llevaba mucho colorete, como si se hubiese maquillado a oscuras.
—Tú eres…
—Sí —dije—. Hablamos por teléfono…
—Ya. Pasa. —Miró a los canes—. ¿Te molestan?
—Tranquila. No me dan miedo.
—Pues deberían. Para eso están.
Hablaba muy alto y me obligaba a hablar así. Nuestras voces retumbaban en el techo abovedado del vestíbulo. Le dije que tenía una casa muy bonita.
—Pero si no la has visto —dijo, y comprendí que con esta mujer debería ser muy precisa, casi científica en mis observaciones.
Entramos en un salón que daba a una parte del jardín con tanto césped y follaje que hacía que la tapicería, los jarrones y los muebles fueran un poco verdes. Era muy agradable, muy hermoso y muy solitario. Nos sentamos en un sofá de cuero mullido que prácticamente me succionó. Si no fuese por el tono estruendoso de la voz de la mujer y porque hacía fresco entre aquellos muros me habría quedado dormida.
Tenía el pelo muy negro y ahuecado en lo alto de la cabeza. Me quedé mirándola somnolienta. Los perros también.
—Esa de ahí —dijo señalando la chimenea— soy yo cuando era joven, bella y fuerte.
Sobre el verdoso mármol de la chimenea colgaba el retrato enorme de una bailarina de ballet clásico.
Dije que realmente era joven, bella y fuerte para no pecar de menos ni de más en los halagos. Asintió y dirigió la cara hacia la puerta.
—¡Mari! —gritó de una manera que nos despertó a los perros y a mí.
Mari vino al rato con una bandeja de plata, juego de té de plata y tazas de porcelana. Se notaba que todo el juego pesaba una burrada y al dejarlo en la mesa suspiró aliviada.
Creía que el salón más lujoso que había visto en mi vida era el de la Vampiresa, pero al lado de éste el suyo parecía un chamizo. Me fastidió haberme dejado las cremas en casa. Estaba segura de haber podido venderle la de diamante y la de oro.
—Necesita hidratarse y nutrirse la piel —dije aventurándome a que me echara de su soledad. Pero no, se pasó la mano por la cara y dijo que llega una edad en que con la piel mejor o peor no se deja de ser vieja.
Aproveché la palabra vieja para mencionar a la abuela de Laura.
—Sí, la casita que les alquilé está a tres calles de aquí. De esto hace casi veinte años. De la niña no me acuerdo bien, era una niña normal, modosita, no daba guerra. La abuela era gruesa, tenía la piel muy blanca y el pelo azulado, muchas señoras mayores de entonces lo llevaban así o rosa. La madre de la niña sólo vino una vez. Era una medio hippy de ésas. Estaba requemada por el sol y tenía el pelo largo y enredado, un espanto.
¿Y no sabía dónde vivían ahora?
Negó con la cabeza. En el salón hacía fresco y la buena mujer se recolocaba el mantón grande, negro, brillante que le llegaba casi a los pies, pero yo no quería hacer ningún gesto que le hiciera pensar que quería irme.
Acarició la cabeza de uno de los perros.