—¿Y qué hago yo?
—Tú no eres tu madre. A ti no te ciega la pasión.
—Me gustaría enseñarle a Martunis la información que voy reuniendo, quizá él me diga cómo atajar y llegar antes a la verdad.
—Ay, la verdad, la verdad —dijo poniéndose el teléfono en la oreja sin pendiente—. Ya verás como llega un momento en que las piezas empiezan a encajar por sí solas, sin que fuerces las cosas. El agua siempre encuentra una salida por microscópica que sea. Cuantos más datos tengas, mejor, porque llegará un momento en que cada uno buscará su sitio y lo encontrará. Es lo que hacemos aquí, dejar que los detalles ocupen el lugar que les corresponde y que el agua nos conduzca al agujero. Piensas demasiado. Le diré que has venido.
• • •
Fue tiempo perdido. No había sacado nada en claro: María se había limitado a apartarme muy educadamente del camino de su jefe. ¿Por qué no les entregaba parte del millón de pesetas y dejaba que los profesionales se encargaran de encontrar a Laura? Me extrañaba que mi madre hubiese cortado con el detective teniendo tanto dinero ahorrado, lo que significaba que quería destinarlo a otra cosa.
Callajeé un rato, camino del metro. En el barrio, aún quedaban pequeños comercios que le daban un aire familiar, una carnicería, una frutería y una papelería. En el escaparate había unas plumas muy bonitas. Recordé una tarde, a los nueve años, en que, al salir del colegio, mi padre y yo le compramos a mi madre una postal que cuando se abría salía de dentro un ramo de rosas muy perfumado. Y luego, la de la papelería, siempre que entraba a comprar algo me preguntaba por mi padre.
No me metí en el metro, seguí andando hasta un bar y me dejé caer en una silla de madera maciza que se me clavaba en la espalda, pero que me permitía descansar del maletín. Con el café con leche añadieron unas pastas. Yo era su única clientela. Cada cinco minutos un camarero me preguntaba si quería algo más. Enfrente había una pequeña plaza con árboles y unos pedales junto a los bancos para hacer ejercicio. Dos ancianos pedaleaban, y los pájaros salían de las ramas de los árboles como si el aire, en un segundo, arrancara miles de hojas. No sabía qué hacer. Quizá estaba buscando a mi hermana fantasma para olvidarme del problema real: la vida de mi madre pendiente de un hilo. Y lo más monstruoso de todo era que yo podía disfrutar de la vida, y los ancianos que estaban pedaleando, también. Eso era lo más extraño de todo. Una señora entró canturreando con el carrito de la compra. La vida podía llegar a ser maravillosa.
Noté la presencia del camarero ante mí. ¿Por qué iba a ser Ana, la única persona que había conocido que había estado en Tailandia, la que cogiese la foto de Laura de la cartera de piel de cocodrilo?
—¿Quiere algo más? ¿Se encuentra bien?
Podría haber sido mi padre. Estaba harto de que alguien que no existía nos amargase la vida. Le echaría la culpa a la pobre Laura de que mi madre hubiese enfermado. Culpar a alguien de lo que nos ocurría era un alivio, y mi padre pensaría que parte de esa culpa la tenía la foto de las narices. Por eso él no dudaba de Ana.
Me pedí otro café. El trabajo que había estado haciendo el cerebro durante aquel rato me había dejado rendida. Por un instante el camarero debió de pensar que era una yonqui o una tía rara. Me había puesto el maletín entre las piernas, apoyado en el suelo, como me había aconsejado mi madre. Cuando vayas en el metro, cuando te tomes un café, cuando te pares a hablar con alguien, no pierdas el contacto con el maletín porque si te lo roban, te roban medio millón de pesetas. Así que para el camarero estaba somnolienta, un poco ida y sujetaba un maletín entre las piernas. Aunque no parecía peligrosa, le extrañaba. Estaba deseando que me largara de allí.
Pagué y fui a ver a tres clientes que ya me conocían y para los que me había vestido de punta en blanco. Despaché lecitina de soja, perlas de onagra, una crema de oro y varios tarros que pesaban un huevo. Me comí un sándwich en la habitación de mi madre. Le dije que hoy no había tenido clase y que la encontraba mejor, pero no era verdad. Estaba consumida.
—Tu padre está más delgado.
Le dije que no se preocupara, que comía bien.
—Ahora tú eres la que importa —dije—. No importa nadie más. Todos los demás —y aquí englobaba también a Laura aunque ella no lo supiese— estamos bien.
Me miró con unos ojos extraordinariamente agrandados por la delgadez.
—¿Tú crees?
—Estoy segura. El hecho de que no veas a cada segundo que estamos bien no quiere decir que no lo estemos.
Lo dije con total convicción, intentando que esta frase fuese como una inyección que llegase hasta el centro de su obsesión por Laura. Quería que comprendiera que Laura también estaba bien.
—Sí —dijo—, quizá es culpa mía. Mis ganas de controlar, de saber. —Pareció relajarse—. Cuánta razón tienes, la vida sigue su curso y no soy yo quien la hace funcionar. Nunca se sabe lo que es mejor para una persona. Tu padre tampoco tiene la culpa de que yo no lo sepa todo.
Asentí y le recoloqué las sábanas. Mi madre empezaba a pensar que quizá su hija fantasma tuviese una buena vida fuera de nosotros.
—Quién sabe —dijo.
No podemos sentirnos responsables de lo que no está en nuestra mano hacer. Se hace lo que se puede, dije también para mí misma.
Saqué una de las cremas del maletín y le di un masaje en la cara con ella. Apenas tenía piel sobre los huesos.
—¿Es la de diamante?
Se la dejé en el pequeño cajón de la mesilla.
—La vendo como churros.
Sonrió. Estaba orgullosa de mí. Continuó sonriendo hasta que salí por la puerta, no sé si después continuaría sonriendo un poco más.
• • •
Era terrible, pero iba acostumbrándome a estas idas y venidas, a mi nueva vida, a la casa sin mi madre. No era feliz, pero sobrevivía y me daba cuenta de que no podría salir de esta prisión hasta que me sintiera en paz. Así que cuando el domingo por la mañana llamaron a la puerta y era Mateo no me desmayé.
Mi padre acababa de desayunar y se marchaba al hospital. Era el segundo fin de semana que hacía esta misma rutina. En el quiosco del hospital compraría la prensa y unas revistas y pasaría el día leyéndolas con su mujer. Si él estaba allí yo me sentía tranquila y me olvidaba por un rato de todo. Mientras ponía la lavadora planeaba ir a correr al parque, hacerme unos quince kilómetros o más, hasta que las piernas se me doblaran. Entonces sonó el timbre. Mi padre se estaba guardando la cartera en el pantalón cuando abrió la puerta. Me quedé paralizada en el cuarto de la lavadora al oír aquella voz, que me disparó un millón de sensaciones. Me eché un vistazo mentalmente. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta, una coleta hecha sin mirar. Oí los pasos de mi padre.
—Dice que es un amigo, un tal…
—Ya sé quién es. Dile que espere en el salón.
Cuando mi padre salió, cerré la puerta de la cocina, por la que Mateo tendría que pasar irremediablemente para llegar al llamado salón, donde todo estaría tirado. Me parecía muy atrevido que se presentara así en mi casa, sin más. ¿Acaso había ido yo a la suya? Ni siquiera sabía dónde vivía. Me arreglé el pelo como pude, mirándome en una bandeja de aluminio, y me cambié la camiseta por otra del cesto de la ropa limpia. Me lavé la cara. ¿Y para qué me tomaba tantas molestias?
Al entrar en el salón vi que estaba mirando la colección de clásicos de las estanterías. Iba con su atuendo de siempre, la camiseta negra y la gabardina recuerdo de su padre en la mano para ir en la moto.
—Hola —dije.
Cuando se volvió me dieron ganas de sonreír, de ablandarme. Me alegraba verle, pero me contuve. Desde que vendía los cosméticos y productos dietéticos, sabía que no es bueno dejarse llevar y que no hay que perder de vista los objetivos por muy bien que caigan los clientes.
—¿Ése era tu padre? —dijo admirado, como todo el que lo veía por primera vez—. ¿Y tu madre?
—No está en este momento.
Se aproximó a mí y me cogió la cara con las manos. Sentí el frío del anillo. Me besó. Cerré los ojos para simular que era de noche como la primera vez, pero, aunque se cierren los ojos, siempre entra un poco de claridad por los párpados. No fue igual, estábamos en mi casa y no podía no pensar en nada.
—Me extraña que hayas venido. No sé qué decirte —dije mientras se me iba enfriando la saliva que me había dejado en los labios.
—Necesitaba verte. Pensé llamarte, pero de pronto me monté en la moto y aquí estoy. ¿Quieres que demos una vuelta por ahí?
—Está bien. Voy a cambiarme, y no me sigas, por favor.
No habría soportado verle en mi cuarto, aunque en el fondo me hubiera gustado meterme en la cama con él.
Fuimos en la moto hasta la Casa de Campo y paramos junto al lago. Era una mañana gris con posibilidad de lluvia. No había mucha gente. Las piraguas se deslizaban a toda velocidad con hombres dentro que parecía que sólo tenían tronco, y las carpas de los restaurantes tenían un aire decadente como de fuera de temporada. La cercanía de Mateo, su olor, me hacían inmensamente feliz. En este momento la vida era y no era maravillosa.
Nos sentamos lo más cerca posible del agua, en unas piedras. La Estaca le había contado que yo había ido por el local hacía unos días.
—He estado muy enfermo, con bronquitis aguda. Creo que la pillé cuando te traje a casa sin gabardina.
Le dije lo que me había contado la Princesa.
—Os vais a ir a vivir a una caravana.
Dijo que tenía mucha imaginación y que antes de conocerme quizá lo habría hecho, pero que ahora todo era distinto.
—Patricia es una manipuladora —dijo irritado—, casi me fastidia lo mejor que me ha pasado últimamente.
—Pero ¿y el niño? Me dijo que está embarazada.
—No te creas nada. Es capaz de cualquier cosa por retenerme. Estoy harto.
Me atrajo hacia sí y nos besamos. Ya era como aquella noche en aquella plazoleta. Era como si fuésemos sellando lugar tras lugar. Su lengua, sus labios, sus manos en mí. Demasiado maravilloso.
—¿Cómo puede decir algo así si no es verdad?
—Es una fantasiosa. Lleva un siglo con eso de la caravana. ¿Dónde vamos a instalar una caravana? Quiero que estemos juntos todo el día, hoy no tengo ensayo.
—Podemos comer por aquí si quieres y caminamos un poco. Después podríamos ir al cine.
Desde allí se veían los lejanos edificios de la plaza de España como fósiles.
—¿Por qué no vamos a tu casa, a tu habitación? —dijo enredando su cabeza con la mía, su pelo con el mío.
—Está mi hermano —dije pensando que Ángel estaba cada vez más instalado en Alicante.
—Podemos echar el cerrojo.
Me levanté. La piedra se me había clavado en el culo.
—Me gustaría, me gustaría mucho estar contigo pero no hay cerrojo en mi cuarto.
—Es por Patricia.
Le dije que no, pero acabamos discutiendo. Le pedí que me dejara en casa. Empezaba a lloviznar.
Me arrepentí de no haber llevado a Mateo a mi cama en cuanto le vi poner la moto en marcha y se subía las solapas de la gabardina. Empezaba a lloviznar y ya no se le veía. Me arrepentí durante las dos vueltas que di corriendo por el parque y mientras abría la verja y la puerta de la casa y sacaba la ropa de la lavadora y la tendía. ¿Por qué no? ¿Por qué no me había dejado a mí misma disfrutar de este momento?
No pude dejar de echar de menos lo inmensamente feliz que habría sido con Mateo, el chico que más me había gustado desde la guardería.
No sabía cómo consumir la rabia que sentía hacia mí misma y me puse a guisar; así tendríamos buena comida toda la semana. Sólo habría que descongelar o destapar los tupperware. Albóndigas en salsa, macarrones al horno. Fui al supermercado a buscar lo necesario para hacer un bacalao con pasas, verdura hervida, guisado de carne, croquetas. Cuando ya estuve cansada no estaba lo suficientemente cansada y ordené los productos de los maletines. Hice las cuentas concienzudamente y las pasé a limpio. Organicé mi armario como nunca jamás lo había estado en toda la existencia de este armario, y como no llegaba a estar tan agotada que pudiera descansar tumbada en el sofá, me duché y me vestí como la vez que conocí a Mateo en el metro, y emprendí el camino que llevaba al local de ensayo.
Lo había pensado mejor, ahora sí quería estar con él. Si ya no podía ser en mi cuarto, buscaríamos otro sitio; el suyo por ejemplo.
Llegué a la nave sobre las once. Se me había olvidado cenar y en lugar de fatigada por todo el trabajo que había estado haciendo me sentía ligera, como si volara entre la gente de la puerta y entre las sombras de dentro. La música sonaba y siempre parecía la misma canción. La Estaca me trajo una cerveza. Te he visto afuera, dijo. Yo no miré a nadie para no sentirme mirada. Me habría gustado ser invisible para todos menos para Mateo. Le pregunté que cuándo terminaría de tocar Mateo.
—Me ha dicho que le esperes.
—¿De veras?
Me sorprendía que ya hubiesen hablado de mí. La cerveza estaba revolviéndome el estómago.
—Dile que le espero fuera.
Me alejé del fuerte olor a canuto de la entrada. Estaba a segundos de vomitar. A varios metros de allí el fresco de la noche me sentó bien. Busqué la moto de Mateo y me senté. Apoyé los brazos en los mandos y la cabeza encima. Había muchas cosas en mi cabeza y nada en el estómago. Estaba mi madre, las estrellas, Mateo, la princesa embarazada, mi padre, la carrera que no estaba haciendo y los profesores que no tenía, la Vampiresa con el morado en el hombro y su lujosa vida, todo estaba, el que menos me preocupaba era Ángel. Y estaba Laura, el centro del universo. Estaba la luna entre ráfagas de humo.
Noté una mano en el hombro.
—Hola —dijo la princesa de oro.
No me bajé de la moto. Estaba harta de ella y de sus lloriqueos, de sus manipulaciones. Era ese tipo de chica que parece que tiene más derecho que los demás a quedarse con lo que le gusta.
—Estoy esperando a Mateo.
—Ya lo sé y ya no me importa. Ya no nos vamos a la caravana.
—¿Y eso?
—Quiere vivir en una casa normal.
Me quedé absorta en el fondo de sus ojos azules. Había peces y castillos, barcos perdidos, coral.
—¿En qué casa normal?
—En una que nos regalan mis padres a cincuenta kilómetros de aquí. Podremos tener perros y un caballo.
—¿Saben lo del niño?
—Están entusiasmados, pero yo no estoy segura de querer tenerlo.