Le había cosido el asa larga al maletín y me lo crucé sobre el pecho, por lo que, al bajar de la moto y besarme, nuestros cuerpos no pudieron juntarse. Aparcó en la pequeña plaza de nuestra primera noche, lo que parecía tener algún significado. Hacía fresco y buscamos un claro de sol.
—¿Quieres que tomemos un café?
Negué con la cabeza. Era mejor hablar sin nada en las manos, ni tazas, ni servilletas de papel que arrugar en caso de nerviosismo.
—Voy a casarme.
—Ya —dije dando a entender sin querer que siempre lo había tenido claro.
—Resulta que Patricia está embarazada.
—Luego era verdad…
—No, entonces no era verdad, pero ahora sí lo es.
Si había una persona en este mundo con un objetivo claro ésa era Patricia.
—Bueno, parece que te quiere mucho. Felicidades. ¿Dónde colocaréis la caravana?
—Nada de caravana, sus padres nos ceden una casa de campo con perros y un caballo. Podremos ensayar día y noche y tú podrás venir si quieres.
Se quitó un guante y me pasó la mano por la cara. La dejé ahí un poco y luego la separé. Le sonreí agradecida. Mateo me había dado vida propia, sensaciones mías. Había sido un regalo del metro aquella noche en que iba tras el pasado hipotecado de mi madre.
—Lo tendré en cuenta. Ahora me gustaría que me llevaras a un sitio.
La ruptura definitiva conmigo había resultado tan poco dramática, tan agradable e incluso bonita que no puso pegas. Incluso me esperaría para traerme de vuelta.
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En Alcalá Meco fue muy complicado poder ver a la Vampiresa, pero al final lo conseguí porque llegué en horas de visita.
Casi no la reconocí. Avanzó hacia mí con vaqueros de mercadillo, deportivas, una camisa sin planchar y el pelo recogido en una coleta con una goma rosa y vieja. Al verme se paralizó unos segundos; a ella también le costó reconocerme en ese lugar. Bajó la cabeza, avergonzada, y se sentó. Para romper el hielo le dije que me había traído el chico que más me había gustado nunca y que iba a casarse con otra. Y como tenía mala conciencia por haberme dejado plantada, yo había aprovechado para pedirle que me trajera en la moto hasta aquí. Se relajó y se rió, quizá más de la cuenta.
—Peor para la otra, eres demasiado joven para atarte a nadie, créeme.
No le dije para no meter la pata que sin la bata de seda ni el pelo tan liso ni la manicura francesa, ni los zapatos de tacón estaba mucho más guapa y parecía más joven. La hinchazón de las manos hacía pensar en fregar y agua fría.
—Siento que te hayas enterado, pero me alegra que hayas venido.
—Los jardineros están cuidando la casa. Fui a enseñarte una línea nueva y me contaron que estabas aquí.
—Odio esa casa. Jamás volvería a meterme allí. Prefiero estar aquí.
Se miró las manos y se tapó una con la otra. Podría haberme esperado cualquier cosa en la vida menos ver a la Vampiresa con esas manos y esas uñas carcomidas.
—Él…, el hombre que tú…, está en el hospital. Los jardineros van a ir a verle.
No expresó nada, su mirada no cambió, las pupilas continuaron siendo puntas de alfileres. Al natural tenía los ojos más pequeños de lo que suponía y con el brillo de haber llorado incansablemente.
—Hay cosas que no debes saber ni sentir. Olvida todo esto, no es asunto tuyo.
—Mi madre me ha dicho que venga a verte por si necesitas algo.
—¿También lo sabe tu madre?
Estaba descorazonada, pero se rehízo.
—Esa línea nueva. Me interesa. ¿La has traído? No me dejaron ni recoger las cremas —dijo moviendo la cabeza con pesadumbre—. También quiero regalarle algo a las chicas. Déjale a una funcionaria que se llama Bea todo lo que lleves en ese maletín con el que vas siempre cargada y dame tu número de cuenta. Ordenaré que te hagan una transferencia.
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Me fié y busqué a Bea, una mujer pequeña con cara de mala leche. No se sorprendió del encargo. Le dejé tres juegos de la línea nueva por valor de trescientas mil pesetas. Daba por hecho que podría pagarme, pero ¿y si no podía? Lo que tiene la cárcel es que empiezas a pasar rastrillos y hay un momento en que estás fuera y es un lío volver a entrar. Pero debía confiar en la Vampiresa y en Bea.
Mateo estaba esperándome frente al centro penitenciario fumándose un canuto; debía de darle morbo hacerlo cerca de un sitio así.
Aplastó el filtro con la bota y arrancamos. Era probablemente mi último viaje con él, ésta sería la última vez que iba abrazada a su espalda y no podía pensar nada más que en las trescientas mil pesetas. Era completamente absurdo haber venido a venderle cremas a la Vampiresa a la cárcel. Y más absurdo aún era que ella aceptara.
Aguanté sin contarle nada a mamá porque entonces me habría preguntado por las clases y no tenía ganas de más confusión. Lo dejaría para el día siguiente, sábado. Así nos entretendríamos cavilando sobre la vida de la Vampiresa. Me dormí pensando en Mateo en una casa tipo rancho con los caballos y los perros que les resultaban tan imprescindibles a él y a la Princesa.
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El comienzo del fin de semana siempre había sido bastante alegre en nuestra casa. Y me daba rabia pensar en todo lo inmensamente feliz que podríamos haber sido sin el fantasma de Laura. Mi padre era un hombre sencillo que disfrutaba con poco, con el aire que respiraba, y que lo pasaba bien preparando un desayuno descomunal los sábados, poniendo la cocina perdida, estropeándola aún más al tratar de adecentarla, y luego cogiendo la caja de los betunes y cepillos y poniendo los zapatos en hilera, incluso los que ya no usábamos, y limpiándolos hasta arrancarles un brillo acharolado.
Preparaba beicon muy crujiente, huevos fritos, picatostes, café, chocolate caliente, tostadas, patatas fritas y zumo de naranja. Ponía música y abría las ventanas para que saliera el humo y entrara el griterío de los pájaros, de los niños, el ruido de coches, de la vida. Ni la cena de Nochebuena era comparable a esos desayunos.
Mi padre le había preparado a mi madre el sillón de orejas, que era muy cómodo. Le colocó cojines y una banqueta para que estirara las piernas y así, cuando se fatigaba, podía estar mirando la calle. Ahora hacíamos las comidas allí, en una mesa camilla para no estropear la de caoba. Le encantaban sus muebles, su casa, y no la habría cambiado por un palacio.
Después de desayunar y de recoger la mesa y de ayudar a mi madre para que se arreglara, me marché corriendo a la zapatería. A eso de las doce ya estaba allí. Sería el mejor momento para ver a la supuesta Laura, porque cualquier chica normal querría tener la tarde libre. Afortunadamente había clientela como para pasar desapercibida. Unos cuantos japoneses compraban unos bolsos, tan caros que estaban en una vitrina bajo llave, para las esposas que les esperaban en Japón. Y había unas estudiantes norteamericanas buscando los artículos más baratos. La hija se encargaba de las chicas, y la madre, de los japoneses, que eran pan comido.
La madre llevaba unas botas altas marrones falsamente desgastadas y una falda larga parecida a la del otro día pero en azul claro, con un jersey marrón de lana muy fina. La hija iba vestida más o menos como la vez anterior, con unos espectaculares zapatos de tacón alto. Las chicas querían probarse unos como los suyos. Yo remoloneaba por allí jurándome que jamás caería en la tentación de disfrazarme de rica. La hija hablaba y pronunciaba con sonidos perfectos, como los artículos que la rodeaban. Tenía la voz suave y clara de las chicas de mi edad que nunca han fumado, ni bebido, ni han hablado a gritos. A mí las cuerdas vocales se me habían endurecido de hablar a voces en las discotecas. Ni mis amigas ni yo sabíamos hablar bajo. Había pasado la época de los tacos, había pasado la época de tener que hacerme oír entre bestias pardas cuando nos juntábamos en el parque, había pasado la época de no parar de fumar tabaco negro y porros y beber, eso había pasado, pero me había quedado de recuerdo la voz grave y algo ronca, algo que la Princesa de Mateo no podría conseguir nunca, no lo llevaba en la sangre por mucha cresta que se pusiera. La supuesta Laura tampoco había hecho nada de esto. Daba la impresión de haber andado toda la vida sobre un pañuelo de seda con zapatos de cien mil pesetas. Si de verdad ésta era mi hermana, me alegraría que llevase una vida maravillosa. Y mi madre, nuestra madre, merecería saberlo.
Y fue entonces, mientras la observaba por el rabillo del ojo, la piel blanca, el pelo que se le escapaba de un cogedor de carey, las perlas de las orejas, cuando su madre, que tenía un acento inclasificable de medio extranjera, se dirigió a ella.
—Laura —dijo—, ¿recuerdas el precio de este bolso?
¿Había oído bien? ¿Laura? Mucha gente se llama Laura. Quizá mi madre había pasado por esto y yo estaba sufriendo el mismo espejismo.
Como Laura movió ligeramente la cabeza hacia ella, pero no contestaba, la madre insistió.
—¡Laura!
—Disculpe —le dijo a la clienta a la que estaba atendiendo y fue hacia su madre.
—A ver —dijo mirando el interior del bolso—. Aquí tienes la etiqueta.
—Pues yo no la veía —dijo la madre sin separar mucho los labios, seguramente para que no se le vieran los dientes.
Laura volvió a su puesto. Era lista: les había encasquetado tres pares de zapatos a unas estudiantes que en adelante tendrían que alimentarse de pizza.
Su madre volvió a llamarla varias veces más. También tenía problemas para pasar las tarjetas bancarias, los nervios de intentarlo una y otra vez parecieron agotarla, así que, tras despachar a los japoneses, dijo que se marchaba a tomar un café. No puedo más, dijo, con la gabardina más bonita que yo nunca había visto sobre los hombros. La falda ondeó alegremente alrededor de las botas cuando empujó la puerta de la calle.
Al otro lado la esperaba un chico unos treinta años más joven que ella. Llevaba pantalones de color lila y unas botas de suela gorda que debía de haberle regalado ella. Sobre la chaqueta le caía una bandolera grande que recordaba haber visto en la tienda. Llevaba un pañuelo al cuello y sobre el pañuelo una arrebatadora barba de dos días. Ella le cogió por la cintura y él por los hombros, se dieron un beso en la boca. Se la veía completamente feliz. Andaban tambaleándose.
Laura se sopló un mechón que le caía sobre los ojos azules mientras revisaba unas facturas. Con una de ellas en la mano se dirigió a consultar los modelos de bolso que había vendido su madre. Movió la cabeza con desesperación. Parecía que su madre lo había hecho todo mal. Junto al ordenador dejó caer el bolígrafo con toda la ira que le permitían sus modales y luego miró para comprobar si la había visto alguien. Yo disimulé junto a unas maletas Louis Vuitton, como las que veía en los mercadillos.
En ningún momento reparó en mí. Estaba demasiado ocupada con la tienda y con una madre que parecía estar en otro mundo, lo que encajaba con lo que me habían dicho en El Olivar, la bailarina y la señora del chándal rosa. No había ningún padre de Laura. Su madre sería una viuda alegre, una divorciada alegre o una soltera alegre. En cualquier caso, alegre. Lo pensaba con envidia porque, con tal de que mi madre hubiese disfrutado de la vida, no habría importado que tuviese una aventura con un veinteañero y que sólo se preocupara de sí misma, quizá así no habría enfermado. Aunque, la verdad, no me habría hecho gracia que no estuviera enamorada de mi padre y que lo sustituyera por uno que podría ser mi novio. Así que también envidiaba la naturalidad con que Laura llevaba esta situación. Sólo parecía desear que la tienda, y por extensión todo, le importara un poco más a su madre, como yo deseaba desde los cuatro años que a la mía le importara todo un poco menos.
La hija no se parecía a la madre absolutamente nada, puede que por rechazo a su manera de ser. Físicamente tampoco tenían nada en común. La cara de la madre era huesuda, angulosa y con pecas por toda ella y, por lo que se veía del escote y los brazos, recuerdo de eternas jornadas de sol. Tenía nariz ancha y fuerte de leona y mirada vagamente risueña y distraída. Lo opuesto a la cara redonda de Laura y a sus ojos azules, que abría mucho como si le asustara un poco lo que veía. Y era terrible porque, si no me negaba a reconocerlo, me recordaban en algo a los de mi padre.
Podría preguntarle si ya le había consultado a su abuela sobre la cartera de piel de cocodrilo, pero entonces me tendría fichada y no podría merodear por allí. Tenía que oír más, saber más, debía tener muchos datos para que fueran encajando. Y, sobre todo, me moría de ganas de conocer a esa abuela que en algún momento se dejaría caer por la tienda.
El aire fresco de la calle me devolvió a mi mundo y dejó a Laura tras los cristales andando de acá para allá con sus fantásticos zapatos de tacón. Era muy delgada, con el mismo cuerpo fino que Ángel. Me pregunté cómo se quedarían mis amigas cuando les contase la historia de la hermana fantasma y les presentase a Laura, algo muy improbable porque aún no era real. Yo conocía esta tienda porque mi madre había comprado aquí una cartera cuando buscaba a su hija desaparecida. Podría haber entrado un día por casualidad y haberse hecho la ilusión de que esta Laura era su hija, y yo ahora estaba repitiendo la misma situación. Si fuese María, la ayudante de Martunis, pensaría que no tenía datos objetivos para enlazar a esta chica con mi familia.
Al pasar por la cafetería del otro día camino del metro, vi a la madre de Laura y al joven con las manos entrelazadas. Ella lo miraba completamente embelesada. Entré y me pedí un café de pie en la barra, y mientras me lo tomaba llamé a Rosana, que era como llamar al pasado. Y nada más marcar deseé que no cogiera el teléfono. Y nada más oír su voz me arrepentí de haber llamado.
Saltó de alegría porque tenía montones de cosas que contarme. Salí de la cafetería cuando la madre de Laura le cogía la cara con las manos al chico y le besaba. El camarero los miraba de reojo, yo también. Sentíamos algo de envidia porque a nosotros nadie nos hacía volar.
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Rosana me había citado en su facultad. Estudiaba Periodismo, era la delegada de su curso y asistía a muchas asambleas. Ahora, de pronto, le interesaba mucho la política y se sabía los nombres de todos los ministros. Tenía la voz fuerte, como yo, y el camarero de la cafetería la oyó por encima de todas las otras voces que formaban varias filas junto a la barra. No sabía si ella me había contagiado esa manera de defenderme en grupo o yo a ella. El caso es que nadie nos intimidaba.