—¿Has comprado alguna vez aquí? ¿Eres clienta? —dije mientras la ayudaba a quitarse las botas.
La chica siguió como estaba, absorta en las escamas de la piel, que iban del gris azulado al gris oscuro, y que le sentarían bien con cualquier tipo de ropa y en cualquier ocasión. Mi abuela nunca confió en que unas botas tan caras y extravagantes tuviesen salida; bueno, pues ya estaban vendidas y estaba deseando decírselo.
—He entrado alguna vez.
—Ya me parecía.
La chica me miró por primera vez directamente. Tenía los ojos muy brillantes, casi a punto de llorar. Sacó de la mochila que llevaba colgada al hombro la tarjeta del banco y pagó.
Cuando se estaba dirigiendo hacia la puerta retrocedió.
—Si en casa cambio de idea puedo devolverlas, ¿verdad?
Luego se entretuvo mirando bolsos, unos monederos de Chanel rebajados, más zapatos. La seguía por el rabillo del ojo mientras repasaba las estanterías, para recolocar lo que ella estuviese descolocando. No me importaba. Era una mañana relativamente tranquila. La chica, antes de salir, vino otra vez hacia mí.
—Hasta luego —dijo.
Qué pocas ganas tiene de salir a la calle, pensé.
Y éste iba a ser el momento más trascendental de mi vida. Hasta ahora creía que los momentos importantes lo parecían, que eran ruidosos como truenos y rojos como el sol, apoteósicos. No siempre es así, a veces una tontería, un suceso absolutamente normal, supone un antes y un después. Para mal o para bien, eso se sabe más tarde, cuando la vida se ha convertido en una montaña que no puede deshacerse. Así que al rato de marcharse la chica de la cobra, ya no volví a pensar en ella porque aún no comprendía lo que significaba esa visita. Enseguida tuve que atender a una larguirucha adolescente con un cuarenta y tres de pie, cuya madre estaba dispuesta a gastarse lo que fuese para que su hija no se acomplejara. La madre le llegaba por el hombro a la niña y llevaba una gran melena rubia y uñas largas y cuadradas. Por el deslumbrante reloj de brillantes de la muñeca y la estatura de su hija supuse que sería la mujer de algún jugador famoso de baloncesto. En la zapatería entraban funcionarias que trabajaban en los ministerios de los alrededores, ejecutivas de los bancos y las aseguradoras, que aprovechaban la hora de la comida para ir al gimnasio y comprarse algo, y esposas de futbolistas y tenistas, con todo el día para ponerse guapas. La mujer de la melena rubia me miró tan angustiada, suplicándome que sacara de debajo de las piedras unos zapatos bonitos del cuarenta y tres, que bajé al almacén esperando que se produjera un milagro, pero la realidad era la realidad, como solía decir mi abuela cada dos por tres, y volví con las manos vacías y tuve que ver cómo salían de la tienda y cómo la madre cogía a la hija de la mano mientras un repentino viento parecía que iba a arrancarlas del suelo.
Sentí un poco de nostalgia al verlas juntas, quizá porque ya era demasiado mayor como para que mi madre me cogiese de la mano, o porque no recordaba una mirada de mi madre como la de la mujer de la melena rubia a su hija, aunque probablemente, al no tener un cuarenta y tres de pie, no había sido necesario. El tiempo había pasado, la infancia había pasado, y la adolescencia, y yo ahora tenía diecinueve años y mi madre sesenta y dos, aunque decía que cincuenta, y mi abuela veinte más.
A veces desde la tienda se oía el chirriar de la silla de ruedas en el piso superior. Vivíamos las tres allí, encima de la zapatería, en un piso grande y antiguo que necesitaría una reforma completa para que entrara más luz. Misión imposible: mi abuela consideraba que sus alfombras y lámparas y muebles oscuros eran intocables, piezas de museo. Últimamente tenía que hacer un gran esfuerzo para no deprimirme cuando entraba en el piso y veía todas aquellas antigüedades y a mi abuela en la silla en el pasillo. Era una mujer de huesos grandes y me suponía un esfuerzo enorme ayudarla a levantarse y a vestirse. Tenía artrosis en las rodillas y achaques de la edad, y me quería con delirio. Le costaba salir de paseo a la calle si no era conmigo. Y no quería irse a la cama hasta que llegaba yo. No quería que me fuese a vivir sola hasta que ella muriese porque no soportaría no verme a diario. Morir era una de las palabras que más usaba desde que empezaron los dolores. Y yo hacía continuos esfuerzos por animarla y espantar esas ideas de su cabeza blanca.
Daría cualquier cosa por que mi abuela volviera atrás, cuando iba a buscarme al colegio y andaba bien y hablaba con las profesoras con la misma voz melosa con que me decía: anda, Laura, péiname, nos vamos de paseo.
Nadie se resistía a esa voz. Parecía que cantaba. ¿Por qué resultaba tan agradable? Algo pastosa, algo cantarina, risueña aunque por fuera estuviera seria o enfadada. Un don. En los tiempos en que ella llevaba la zapatería se vendía el doble, porque conseguía que el cliente creyera que sólo le hablaba a él de esa manera. Por entonces comenzaron a darle en la peluquería un reflejo azulado en su abundante cabellera blanca, que acabó pareciendo una nube de agosto. Solía llevar pantalones blancos con blusas blancas, vestía de blanco para que nadie pudiera echarle mal de ojo ni hacerle daño. Me había acostumbrado a que fuese una figura blanca. Lo único de color eran las joyas, pendientes, anillos, collares de esmeraldas, brillantes, oro, que yo heredaría algún día porque su hija, mi madre, no pasaba de la plata. Después, haría cosa de un año, cayó enferma y nos encargábamos del negocio mi madre y yo. Aunque, para ser sincera, el peso recaía sobre mí.
Todo el mundo la llamaba Lilí, incluidas nosotras, su hija y su nieta. A su voz ahora también se habían unido la silla y el sonido de las ruedas. Así que, estuviese donde estuviese, no pasaba desapercibida: siempre congregaba a su alrededor a unos cuantos devotos que apenas si reparaban en mamá o en mí. Mamá ya estaba acostumbrada y había conseguido vivir en otro mundo donde no existía Lilí.
A las siete le hice un gesto a mi madre en señal de adiós. No quería llegar tarde al conservatorio. Mi madre estaba atendiendo de mala gana a una pareja de novios que se probaban modelos sin parar. Momento que aproveché para ir rápidamente al cuartito de atrás a coger el bolso. No quería cruzar ninguna mirada directa con ella para que no me pidiese que me quedara un rato más. Mi madre no soportaba la zapatería y menos a los clientes dubitativos, pesados. Estaría deseando fumarse un Marlboro en el cuartito o en la calle. Lilí me decía que llegaría un momento en que me encargaría yo sola de la tienda porque su hija era una inútil. A veces me desagradaba que Lilí fuese tan dura con su hija, se olvidaba de que era mi madre y que yo le debía más respeto que a nadie. En la puerta respiré profundamente olor a tierra mojada muy lejana. Lo traía el viento. Era tan fuerte que casi me tira. Todos andaban de medio lado sujetándose cualquier cosa que pudiese salir volando, y los toldos blancos de las terrazas lo multiplicaban, como si las casas fuesen a saltar por los aires. Se oía pasar el aire entre las torres de apartamentos gritando, sollozando y silbando. Y pensé que hoy les haría una prueba de nivel a las alumnas. Daba clases de ballet a niñas de seis a doce años, y tenía puestas todas mis ilusiones de profesora en Samantha, la mayor de todas.
Verónica, estas botas están hechas para caminar
El domingo llegó Ángel sin avisar. Había engordado un poco y se quedó muy sorprendido al ver a nuestra madre tan delgada, pero enseguida disimuló y se puso a contar lo mal que guisaba la abuela Marita. Explicó que iba de pesca con el abuelo y a recoger leña por el monte para cuando llegase el invierno. Había hecho amigos y jugaban al fulbito en la playa. Como muchos vecinos de la urbanización sólo iban en verano, algunos chicos se encontraban tan perdidos como él y se juntaban para hacer muchas cosas, pero a estas alturas de septiembre apenas quedaban dos o tres.
Los abuelos le habían dicho que tenía que venir a vernos.
—¡Qué sabrán ellos! —dijo mamá cabreada—. Has hecho el viaje para nada.
—Allí es donde mejor estás —dijo mi padre—. Cuando empieces el curso, todo habrá vuelto a la normalidad.
La verdad era que quizá habían hecho bien en obligarle a venir y que nuestra madre pudiera verle con ese aspecto saludable, la piel requemada, los ojos chispeantes, de enamoriscado. Se volvía al día siguiente al mediodía porque tenía partido, así que no hubo cine. Dijeron que el cine podía esperar y pasamos el día jugando al póquer, viendo la televisión y comiendo.
El lunes me vino muy bien que se quedara en casa con nuestra madre para volver a la tienda de Laura. Descolgué la cazadora del perchero y me metí en ella como en una armadura, que me ayudaría a terminar lo que mi madre había empezado. Quizá ella no lo sabría nunca porque no le diría nada que ya no quisiera oír, pero yo necesitaba saber. Había pasado la noche dándole vueltas a la idea de abandonar. No sentía nada por la tal Laura, jamás podría considerarla mi hermana, así que, de serlo realmente, sería muy inhumano no poder considerarla ni en un miligramo como a Ángel. Además, no nos necesitaba. Tenía una buena vida. Una madre moderna, una abuela ideal, un negocio de campanillas que probablemente heredaría. Llevaba una ropa que costaba como la de todos nosotros juntos, incluido el abrigo de visón de mi madre y la chaqueta azul de alpaca de mi padre. ¿Para qué irrumpir en su vida y fastidiársela? ¿Para qué cargar nosotros con una persona a la que tendríamos que querer sin quererla? Ni siquiera mi madre la quería. Quería a aquella recién nacida que murió o que le robaron, pero no podía querer a la chica rubia que no había visto durante diecinueve años, que estaba acostumbrada a un estilo de vida muy por encima de nuestras posibilidades y que no se identificaría con nosotros en nada. Las vidas ya estaban hechas y no se podía volver atrás. Y, sin embargo, me revolvía el estómago que esa chica no llegara a saber todo sobre sí misma y que yo me lo callara. Desconocía hasta dónde habría llegado mi madre, puede que ya supiese con toda certeza que Laura era su hija y que dudase si intervenir o no en su vida, pero lo cierto era que se había comportado como una madre y que había luchado por saber la verdad, y algún día esto debía saberlo Laura.
Me asusté. Estaba observando a Greta por el escaparate. Aquel día nos sorprendía con pantalones muy anchos de crepé marrón oscuro, que flotaban sobre sus piernas, y una blusa verde en la que resaltaba el rojo del pelo. La cara le brillaba como si se hubiese dado nuestro flux de perlas. Iba y venía muy derecha haciendo ondear los pantalones y mirando la hora de mal humor, seguramente porque faltaría una eternidad para ver a su novio. Entraron un par de clientes que atendió la dependienta. Tuvo que dejar de colocar las cajas y encargarse de ellos porque Greta hizo una llamada en el momento más crítico. Se concentró en la llamada. Habló, escuchó, se rió y se puso de espalda para despedirse. La llamada le dejó un semblante risueño. Se puso a hablar con la dependienta, que no paraba de trasladar cajas de un lado para otro. Greta iba detrás contándole algo; necesitaría compartir tanta felicidad, pero sin coger una sola caja. Greta me maravillaba: quizá por vivir con una madre tan adulta como la mía, nunca me habría imaginado que una mujer tan mayor pudiera conseguir tener quince años.
¿Puedo ayudarla?, oí que me decía alguien detrás de mí. Era la voz de presentadora de telediario de Laura. La vi por el cristal sobre la silueta de su madre y de los bolsos de Prada, y tardé en girarme hacia ella mil años, quizá más, todos los que la humanidad había tardado en conseguir que ella y yo existiéramos y nos encontráramos. Millones de ojos castaños, millones de ojos azules, millones de ojos castaños y azules enamorándose, millones de sueños, millones de decepciones. Millones de Bettys y de Gretas.
—Me gustaría probarme esas botas de piel de pitón.
Me sostuvo la puerta para que entrara. Llevaba un vestido azul marino ajustado al cuerpo y abotonado hasta el cuello y una chaqueta blanca. Dejó la chaqueta, perfectamente doblada, y el bolso detrás del mostrador, fue hacia el escaparate sobre los altos tacones y sacó del escaparate las botas. Eran las que me habían entrado por los ojos el día que descubrí la tienda, pero ahora me fijaba más en Laura que en las botas. Estaba triste. Sonreía sin ganas. Me ayudó a ponérmelas. Me tocó las piernas con unas manos delicadas por las que podría estar corriendo mi misma sangre, millones de años de genes. Sentía sobre mí los dedos de la hija de mi madre y no oía bien lo que me estaba diciendo.
—Parecen hechas para ti. No sé por qué me quedé con un par. Me las quedé por algo, porque sabía que algún día aparecería alguien como tú.
No me salían las palabras. El hueso de melocotón había hecho su aparición. Los brazos me recordaban a los de Ángel antes de que se marchara a Alicante y empezara a fortalecerse. No era pecosa como Greta. Cuando me hablaba no comprendía lo que me decía. Podría estar diciéndome que el sol estaba colapsando y que nos quedaba un minuto de vida y no sería capaz de procesar la información. Se me habían cerrado los oídos y la mente. Veía las botas, la veía a ella. Me las probé y anduve de un lado a otro sin pensar si me venían bien o mal. Ella me miraba pensando en otra cosa. Se sentó en un módulo de piel crema y apoyó el codo en la rodilla y la cara en la mano con desgana, como si en las horas bajas no le encontrara sentido a su vida, y ésta debía de ser una hora baja. Y sin darme cuenta estaba pagando en la caja y dejando mi esmirriada cuenta casi a cero. Luego ella desplegó un papel de seda malva, que hizo crujir el aire suavemente.
—Espero que las disfrutes y que te lleven a muchos sitios. Están hechas para ti —dijo tendiéndome la bolsa satinada que nunca imaginé que fuese a colgar de mi mano.
• • •
¿Por qué mi madre no le había hecho una foto de mayor y se había conformado con la foto hurtada de la cartera de cocodrilo? Descubrió la tienda cuando Laura tenía unos doce años, la época de la foto robada, lo que significaba que habría abandonado esa vía, quizá porque habría comprobado que Laura no iba por allí. Sobre todo si llegó a entrar en la casa como vendedora de unos productos que tenían todas las papeletas de gustarle a Greta. Era un misterio la relación de mi madre con esa casa, cuyo número de teléfono estaba encerrado en un círculo rojo y tachado con cierta saña, pasando el bolígrafo por encima varias veces. Me prohibió que fuese por allí, lo que tenía sentido en caso de que esa familia tuviese la mosca detrás de la oreja. Estaba dando por supuesto que la abuela y la madre no querrían que Laura se enterase de nada. Quizá mamá tendría que haber abordado el problema con decisión y naturalidad. Si algo tenía Greta es que era moderna y abierta, y doña Lilí estaba segura de que habría entrado en razón; al fin y al cabo era una pobre inválida a la que todo el mundo adoraba. Si mamá les hubiese contado, de mujer a mujer, sus sospechas, de entrada les habría molestado, pero como madres comprenderían su tormento y todo se habría aclarado. A lo mejor incluso podríamos haber formado una gran familia. ¿Por qué no podía ser así de fácil? Mi madre tendría parte de la respuesta. Sólo tenía que acercarme al sillón o a la cama y preguntarle, que sería lo mismo que acabar con ella en unos cuantos minutos.