Salí corriendo detrás de él. Aquel invierno llevaba unas botas de sierra que me vinieron muy bien para la ocasión. Él llevaba deportivas, unas deportivas que debían de haber hecho varias carreras como ésa. Lo había visto de reojo, comprendí sus intenciones antes de que ocurriera, pero sentía esa felicidad tonta que hace que se baje la guardia, el calor de dentro después del frío de fuera, y preferí no darme cuenta de lo que me di cuenta y seguir dándole vueltas al café. Nos habíamos aturdido comprando y no quería despertar.
Mi madre me llamaba. Y salió corriendo detrás de mí sin pensárselo dos veces, dejando nuestras cosas solas, incluidos los bolsos. Luego se lo reproché, pero me habría decepcionado que no lo hiciera. No pudo darnos alcance. Yo no estaba dispuesta a parar. Él a cada poco miraba para atrás. Llevaba el estorbo del abrigo, yo no llevaba ninguno y tenía muchas ganas de hacer eso. Mientras corría sentí que aquello era lo que más deseaba en el mundo, vengarme de lo que nos habían quitado, de todos los ratos como el de esa tarde que los fantasmas nos habían robado, de los ratos de no pensar en nada que no nos habían dejado disfrutar. Los fantasmas nos habían obligado a estar alerta y, mira por dónde, éste no era un fantasma y sentía mucha rabia y muchas ganas de engancharle. Y puede que él sintiera mi furia porque tropezó con el abrigo y se cayó y entonces volé, volé como una flecha, como una piedra ligera lanzada con mucha fuerza, y llegué a tiempo de que no se levantara. Tenía una rodilla en el suelo y sacó una navaja. Me la puso ante la vista. Y entonces le pegué una patada en la cara con la fuerza que me había dado la carrera y todas las ganas que tenía de hacerlo, y cuando se levantó y se llevó la mano libre a la cara, le pegué otra patada en los huevos y no tuvo más remedio que tirar la navaja. También le di una patada a la navaja de mierda y le iba a decir: mira lo que hago con tu navaja y con tu cara, pero no tenía ganas de hablar. Le había roto la nariz, me daba igual, él me habría pinchado y se habría quedado tan fresco.
Iba sacudiéndole el polvo al abrigo cuando vi aparecer a mi madre. Se paró a tomar aire. Era una pena que el abrigo hubiese estado rodando por el suelo.
—¿Estás loca? —dijo ahogándose—. ¿Cómo se te ocurre enfrentarte a un desgraciado como ése? Podría haberte matado.
—No podía —dije dándole el abrigo.
—¿Que no podía? ¿Y si hubiese podido?
—Es un colgado, no tiene fuerza. Yo sí podría haberle matado.
Me miró un poco asustada y me abrazó.
—No hay nada, absolutamente nada por lo que merezca la pena arriesgar la vida.
¿Y alguien? ¿Había alguien por quien mereciese la pena arriesgar la vida de todos nosotros? Me deshice del abrazo y la miré de frente. Sus ojos tan negros y bonitos, igual que estrellas negras, querían comprenderme. Imploraban algo. Era la mujer más asustada que había visto en mi vida. Y yo no quería tener miedo de nadie, por lo menos si era de carne y hueso y podía partirle la cara.
Nada más llegar al café abrimos los bolsos y contamos los paquetes. Nadie se había atrevido a quitarnos nada.
El camarero dijo que los cafés estaban pagados y que nos servía otro con mucho gusto, pero a nosotras nos incomodaba que todo el mundo nos mirara con admiración y nos marchamos. Y no contamos nada para que Ángel no siguiera mi ejemplo.
Y otra vez había vuelto a ocurrir. Cuando por la noche desistí de esperar a que Laura saliera del conservatorio y me aventuré por la zona de bares del curso pasado, de mi juventud, de mi vida de antes, no me encontré con nadie que me interesara. No estaban Rosana ni mis otras amigas, ni los compañeros con los que solía toparme en cuanto aparecía por allí. Estaba entre contenta por los avances hechos con Laura y descontenta por todo lo demás. Quería encontrarme con gente y no quería estar con gente, y estaba intranquila por mi madre y no quería llegar pronto a casa. Y entonces tuve la mala pata de ver al profesor de filosofía del instituto, el que siempre decía que lo mejor estaba por llegar, el que nos leía a Epicuro y los
Diálogos
de Platón. Estaba solo. Estaba bebido, no borracho, en ese punto en que uno se cree ingenioso. Me preguntó en qué carrera me había matriculado. Fue un alivio no tener que mentir y le conté la verdad: mi madre había enfermado y se me había pasado el plazo de matrícula. Excusas, dijo; con esa actitud nunca sería nada en la vida e insistió en que me tomara una cerveza con él. Le pregunté por qué estaba solo. Y por lo que veo tú también, dijo. Mejor, añadió, así puedes quedarte conmigo un rato. Le dije que lo sentía, que tenía que marcharme, que mis amigos habían desaparecido como por arte de magia y que me abría. Si has entrado aquí y me has saludado por algo será. Me pidió otra cerveza de cuarto de litro sin preguntarme. Tenía sed, la primera me la había bebido de dos tragos y ésta la bebí de tres. Dime, dijo, ¿por qué me has saludado? Tenía los ojos brillantes y se me echaba encima para hablarme. Usted era mi profesor preferido. Nos hablaba de la vida y nos decía cosas interesantes. Nos explicaba que lo mejor estaba por venir. Se rió un poco. Te acuerdas de lo más tonto que se me ocurrió deciros, yo mismo no lo podía creer cuando me oía. ¿Quieres que te diga algo bueno de verdad?, dijo cogiéndome el brazo. No, no quiero que me diga nada más. Me gustaban sus clases, pensaba que le agradaría saberlo. Me soltó. Los labios le brillaban por el vino.
—Necesito comer algo y tú necesitas sabiduría. Vamos —dijo cogiéndome otra vez del brazo. Dejó un billete para que se cobrasen y recogió el cambio. Estaba animado.
—Tú eras mi mejor alumna, recuerdo la atención con la que escuchabas.
—Bueno, es hora de irme —dije—, me alegra haberle visto.
Me apretó más fuerte el brazo.
—Prestabas atención, pero no entendías nada. Nada de nada. La frase no era así. ¿Quieres oír exactamente cómo era?
—Lo siento —dije tratando de desprender el brazo de su mano—, no puedo quedarme.
—Lo sientes, lo sientes. Lo mejor vendrá mañana, pero mañana es el futuro y el futuro no es nada, es el vacío. Así era la frase —remachó atrayéndome hacia él con una fuerza descomunal. Sus labios brillantes me llegaban a la frente, casi la rozaban.
—Profesor, me hace daño—. ¿Cómo se llamaba? En ese momento acababa de olvidarlo, no podía pensar ni recordar. Ya no podía oír.
—No necesito que me admires ni que me recuerdes, sólo necesito que vengas a cenar conmigo.
Andando y parándonos, andando y parándonos habíamos recalado en una calle de restaurantes con manteles de cuadros y velas. Aunque hacía frío, los extranjeros cenaban en las pequeñas terrazas dispuestas a la entrada y separadas de la calle por jardineras con plantas. Él, con su gran fuerza, me empujaba hacia el interior de uno de ellos, tropezando con las mesas. Me estaba dando mucha vergüenza y habría querido desaparecer ante los ojos de aquellos guiris. No quería formar parte de una estampa costumbrista, así que no tuve más remedio que darle una patada en la espinilla ya en el umbral del mismo restaurante.
—No quiero entrar —y me marché corriendo.
Jamás en clase me había parecido tan alto ni tan fuerte. La chaqueta marrón oscuro que llevaba lo hacía corpulento y temible.
Vino detrás de mí, con enormes zancadas. Yo corría, él también. Y de pronto me paré en seco y fui hacia él.
—Ya lo sabía yo —masculló.
Le pegué otra patada en la pierna y le tiré del pelo. Le arañé la cara y cuando me cogió los brazos por detrás le pisé con toda la fuerza que se me estaba formando dentro y gritó de dolor. Le pegué un puñetazo en el cuello y por último cogí una banqueta de una de las terrazas y se la tiré a la cabeza. Me pareció que se tambaleaba y me marché corriendo. Sudaba y tenía que parar para respirar y entonces alguien me saludó con la mano desde un bar. Era uno de mis antiguos amigos.
Vacilé si seguir mi camino o si tratar de quitarme de la cabeza al profesor. La opción estaba tomada. Mi amigo salió del local para esperarme. Le llamábamos Orejones por lo que cualquiera puede imaginar y jamás me imaginé que me alegraría tanto de verle. Le abracé y todo. Me tomé unas cuantas cervezas más con él y su peña, gente que nunca sospecharía que acababa de arrearle a un tipo de uno ochenta y tantos.
De camino al autobús pedí al cielo que lo de esa noche no hubiese pasado o que por lo menos no me hubiese encontrado con el profesor, sino con alguien parecido a él, con su fantasma.
Y me levanté preocupada por si le había herido de gravedad con la banqueta. Lo peor de todo era que me gustaba sentir furia. Estar furiosa me quitaba la timidez y el sentido del ridículo. En la furia yo era yo. Y todavía me quedaba un poco para ir a ver a Laura por la tarde y hablarle. Necesitaba salir de dudas. Puede que al final mi madre hubiese descubierto que esta Laura no era su Laura y que todo había sido en balde y que enfermara por eso. O puede que no tuviese suficiente valor para tomar la decisión que iba a tomar yo. La pelea con el profesor me había llenado de ganas de más. Y si yo desgraciadamente no había tenido más remedio que enterarme de la existencia de Laura, ya era hora de que también ella se enterase de la mía. Y si me equivocaba, mejor para ella, se quedaba como estaba. Yo tampoco tenía la culpa de nada.
A eso del mediodía llamaron a la puerta. Menos mal que papá llegaba sobre las cuatro, justo después de que acabase la telenovela. Era entrar él y salir yo.
Miré por la mirilla y vi flores blancas, el color de la amistad y de la inocencia. Eran dos docenas de rosas, y prendida al celofán había una tarjeta. Una tarjeta del profesor. Me pedía disculpas, estaba muy avergonzado, se le había ido la cabeza y confiaba en que pudiéramos encontrarnos en circunstancias normales. La próxima vez sería mucho mejor. La rompí en trozos muy pequeños y los tiré por el váter. Las rosas eran muy bonitas y no tenían la culpa de nada, así que se las llevé a mi madre. Le dije que las había traído por la noche. Le pareció raro, pero fingió que era normal que yo apareciera con grandes ramos de flores. Las coloqué en el jarrón de la mesa de caoba y cuando se levantó y se sentó en el sillón se quedó mirando el conjunto y dijo que definitivamente las rosas blancas eran lo que le iba a la mesa y que teníamos una casa muy bonita. El cielo estaba gris, unas cuantas gotas estallaron contra los cristales, todo era melancolía tras ellos. Después de hacer las camas y arreglar un poco la casa me tumbé en el sofá junto a ella con el libro de la carrera que había comprado.
—¿Por qué no traes a tus compañeros de la facultad? Podéis estudiar aquí.
—Aún no tengo amigos. En primero estamos muy despistados.
—Esto no tendría que haber pasado, tú deberías estar concentrada en lo tuyo y no andar vendiendo cosméticos por ahí.
—Hay tiempo para todo. Tus cremas hacen feliz a mucha gente.
Y entonces me acordé de la Vampiresa y de las trescientas mil pesetas que me debía y de que si no hacía ya la transferencia a mi cuenta me veía otra vez en Alcalá Meco. Me había dejado llevar, me había fiado de una mujer que había intentado matar a su marido. Y yo ahora no tenía surtido suficiente para servir los pedidos. Pasaba la vista por la página y no me enteraba de nada. Si mi madre llegaba a enterarse, se llevaría un soponcio. Trescientas mil pesetas. Como última alternativa estaba mi padre, no se enfadaría conmigo, sólo me diría que dejara de hacer tonterías.
• • •
Lo siento, Laura, pensé mientras esperaba frente a la tienda a que saliera. Dentro estaban Greta y su novio, y Laura se puso la chaqueta despacio mirando a una y a otro, a la caja registradora donde su madre metería mano con demasiada frecuencia, y a los carísimos artículos a su alrededor con pavor porque Greta podría llevarles a la ruina en cinco minutos y más con su amor siguiéndola a todas partes. Ella no paraba de pasarle la mano por la cara, de entrelazarse con él, de ofrecerle el cuello para que la besara, y él se dejaba hacer. Menos mal que antes de que Laura los dejara solos llegó doña Lilí en la silla, empujada por el chico extranjero caluroso del otro día. A Greta le fastidió verla, pero el novio se inclinó sobre su pelo azulado para darle un beso: habría comprendido que había que querer a doña Lilí. También le dio un beso Laura. La única que no la besaba era Greta. La verdad, no sé qué esperaba Laura para salir corriendo de allí hacia las clases de ballet. Parecía pegada con pegamento a los deseos de su abuela.
Sabía por dónde pasaría, era una persona de costumbres. Cruzaría por el semáforo, ni un segundo antes de que se pusiera en rojo y hubiesen parado todos los coches, y aun así miraría a derecha e izquierda. A todos alguna vez nos habían enseñado a cruzar así la calle y a no hacer mil cosas que podrían perjudicarnos, pero luego uno iba adaptando el peligro a sus necesidades. Laura no había dado ese paso. Me apoyé en la puerta de Zara, frente a la zapatería. Ella iba mirando el suelo y tendría que hacerme ver.
Al principio no me reconoció. Normal. A una clienta se la reconocía en la tienda, no allí, en medio de la calle.
Le enseñé una bota para que hiciese memoria.
Laura, pero ¿quién es la chica de la cobra?
Los clientes no se daban cuenta, pero yo sí que oía de vez en cuando la silla de ruedas de Lilí sobre mi cabeza. La sentía recorriendo el pasillo del piso y girándola en el salón para ir a las habitaciones, de modo que la presencia de mi abuela era constante, atravesaba el techo de la tienda y lo inundaba todo. Me atravesaba el cráneo. Sólo desaparecía en las clases del conservatorio. Pero, al terminar, su imagen volvía y se quedaba hasta la clase siguiente. Sin darme cuenta, esperaba ese momento en que, por así decirlo, apagaba a Lilí.
Así que a las siete salí de la tienda. Hacía un viento muy agradable, inesperadamente más fresco de lo normal, una mezcla de verano e invierno muy de agradecer porque le daba un toque algo salvaje al parque que recorría hasta el conservatorio y que servía para separarlo de la tienda. Esto tenía en la cabeza cuando la vi.
Estaba apoyada en la puerta de Zara, frente a la tienda, y casi me tropiezo con ella porque al pasar estiró una pierna y movió una puntera de piel de pitón. Reconocí la bota y luego la miré a ella. Tardé unos segundos en darme cuenta.
—¿Me recuerdas? —dijo acercándose a mí.
—La chica de la cobra.
Miró a derecha e izquierda.
—Estaba esperando a un amigo, pero creo que me ha dado plantón.