Verónica vuelve a la carga
La esperaba en la esquina y, nada más salir, Laura me vio y vino hacia mí. Tenía que pasar por su casa para recoger el echarpe de su abuela: en la tienda, con tanto abrirse y cerrarse la puerta de la calle, había corrientes de aire. Me apoyé en la pared dispuesta a seguir esperando y entonces ella me dijo, ven si quieres.
Era una oportunidad única de conocer el hogar de mi posible hermana. El corazón se me aceleró un poco, como si el corazón supiese algo más que yo. Era el portal justo al lado de la tienda.
—Mi abuela y mi madre no están, acaban de bajar a la tienda —dijo para tranquilizarme y tranquilizarse.
—Y además no me conocen —dije yo—. Podría ser una amiga. Tendrás amigas, ¿no?
Era una casa señorial del año de la pera con un enorme portal para que pudiesen entrar los coches de caballos; al fondo había un jardín.
—Entra tú primero y dile al portero que vas a la clínica dental. Sube al primer piso, luego paso yo.
Nos encontramos en un descansillo con suelo de mármol blanco y negro y una vidriera por donde en los días de sol debía de entrar una luz muy agradable. El piso olía a incienso. El incienso debía de ser cosa de Greta, y los muebles con pinta de muy buenos, de su abuela. Eran primos hermanos de la mesa de caoba de nuestro comedor. Había demasiados: dos mesas de comedor, dos mesas de centro, muchas sillas y sillones. Seguramente tendrían que haberle hecho sitio a los muebles de la casa de El Olivar cuando la dejaron.
—Da sobre la tienda. Cuando no hay mucha clientela, se oye la silla de Lilí.
Era muy grande, con flores de escayola en el techo, con puertas correderas, con arañas de cristal. La seguí por un pasillo interminable hasta el cuarto de su abuela, todo blanco: colcha, cortinas, paredes. Abrió un vestidor y cogió uno de los echarpes blancos colgados por tamaños.
—¿Y cuál es tu habitación?
—Dando la vuelta a la derecha. Ahí están los dominios de mamá —dijo señalando una salita con kilims colgados de las paredes y cojines étnicos.
—¡Qué bonito! —dije desde la entrada.
—Tiene una salita para recibir a sus visitas, el dormitorio —dijo dándome paso libre—, un baño. A ella le gustan estas cosas. Todo lo que ves lo ha traído de Marruecos. Los cuadros los pinta ella.
Parecían hechos por un niño, pero los colores eran alegres. Eché un vistazo y me la imaginé tumbada sobre los cojines con sus largas faldas. Había unas mesas bajas labradas muy bonitas y fue entonces cuando descubrí algo que me resultaba muy familiar. La ceniza entera, casi sin partir, de un cigarrillo en un cenicero de plata grabada. Era una visión que sólo había tenido en casa cuando nos visitaba Ana.
—¿Fuma tu madre?
Laura echó a andar muy deprisa.
—Llegaré tarde al conservatorio —dijo.
—¿La ceniza de ese cenicero es de tu madre?
—Mamá en casa sólo se fuma un porro con Larry de vez en cuando. A mi abuela se la llevan los demonios.
—¿Ha visitado alguien hoy a tu madre?
—No sé —dijo mientras atravesábamos el salón principal, abarrotado de muebles oscuros—. Podría ser Ana. Ana fuma Marlboro Light.
Ana fumaba Marlboro Light. ¿Era o no era casualidad? ¿Qué pintaba Ana allí?
Bajé las escaleras atontada. Si era la misma Ana no podía ser casualidad. Crucé la calle y esperé a que Laura le entregara el echarpe a su abuela. Luego vino corriendo hacia mí y echamos a andar hacia el conservatorio. Empezó a hablarme de sus alumnos, tenía puestas muchas esperanzas en una llamada Samantha, de una elegancia increíble, fresca, perfecta.
—¿Y tú? ¿Por qué no eres bailarina?
—Lo intenté, pero soy del montón, no soy como Samantha.
Me paré para mirarla, era dos o tres centímetros más baja que yo y con las botas puestas le sacaba la frente.
—¿Eso te lo ha dicho alguien?
—No hace falta, uno se da cuenta. Un bailarín sabe perfectamente qué le falta.
Tendría que pensar en esto en algún momento de mi vida, nunca me había planteado las cosas desde ese punto de vista. Nunca me planteé si yo era perfecta para algo, creía que los demás eran tan torpes como yo.
—Esa Ana, amiga de tu madre, ¿tiene un perro que se llama
Gus
?
—Me parece que tiene un perro, pero no lo trae nunca, a mi abuela no le gusta.
—¿Y es alta, buen tipo, morena con canas que parecen pintadas a propósito, y tiene un amante en Tailandia?
—La misma. Mamá y ella han viajado mucho a ese país, les encanta. Voy a tener que tomar el autobús, llego tarde y no quiero darles mal ejemplo.
La dejé en la marquesina, junto al parque, en medio de la oscuridad, con la luna tras los ramajes altos y las luces de algunas farolas.
—¡Espera! —gritó cuando llevaba andados unos diez metros—. ¿Por qué conoces a Ana?
Continué mi camino. Cuanto menos supiera Laura, mejor. No sabía hasta dónde era capaz de callar, de mentir. Me preocupaba que no supiera fingir y engañar a su adorada abuela. Le habían cerrado la cabeza con una llave de oro. Nadie podía decepcionarla porque se amoldaba a todo el mundo.
Ahora las piezas empezaban a encajar y algún día formarían el dibujo completo de la verdad. Si le contara esto a mamá se quedaría de piedra. Ana conocía a Laura seguramente hacía mucho tiempo, era amiga de su madre hasta el punto de viajar juntas a Tailandia. Mamá no había llegado a saber esto, confiaba en Ana, le contaba sus progresos en la localización de Laura. Ahora estaba segura de que Ana había robado la foto de Laura de la cartera de cocodrilo para que no pudiésemos tener ninguna prueba de su existencia. Tendría que haberle insistido a Laura de que no contara absolutamente nada de mí ni de mis sospechas. Tendría que haberle advertido que fuese fuerte con su abuela y no se dejase doblegar por su voz. La veía muy capaz de que se le escapase algo, y entonces la convencerían de que no me hiciese caso, de que estaba loca, y todo terminaría aquí.
Sospecha, Laura
Los álbumes estaban colocados por orden cronológico en un mueble de caoba al lado de la televisión. Eran de piel y en el lomo se había grabado de qué fecha a qué fecha iban las fotos. En un momento inocente los hubiese cogido y los habría estado repasando mientras veíamos la película, pero ahora mis manos no eran inocentes, se habrían delatado, así es que esperé a que apagasen la luz y se marcharan a la cama para llevármelos. A pesar de que mi cuarto era el más alejado del suyo y de que a la media hora de acostarse empezó a oírse el ronroneo de sus ronquidos que subían y bajaban como un mar de fondo, aun así pasaba las hojas despacio. Me encontraba muy perversa actuando de esta forma, me sentía despreciable, pero no podía dejar de hacerlo. Tenía que saber que Verónica estaba equivocada, y si no había desechado la idea inmediatamente era porque entre las sombras asomaban todas las frases equívocas que recordaba y quizá otras que recordaría.
Pasaba las hojas suavemente porque estaba segura de que, aunque las limpiara con la manga del pijama, Lilí podría detectar mis huellas.
Me irritaba Verónica, tan desenvuelta, tan de este mundo, con ese aire de libertad y de haber sufrido más que yo. Empecé por el álbum más antiguo. Mi madre embarazada con un vestido de flores. Estaba en la casa de El Olivar, en el jardín. Por la fecha debía de estar de siete meses. Se la veía morena, feliz, sonriente, guiñando los ojos al sol. El cielo era azul, y en la mesa había un mantel como si fuesen a comer o ya hubiesen comido. Se veía un vaso con tinto de verano en la mano de mi abuela. La arranqué del álbum, y también otra foto donde estaba yo recién nacida en brazos de mamá. Lo miraba todo con los ojos tan abiertos que parecía que se me iban a salir de las órbitas. Si Verónica volvía a molestarme se las enseñaría, y si mi madre las echaba de menos le diría que me apetecía llevarlas en el bolso.
Ana aparecía en bastantes fotos, desde que nací hasta los doce años. Después seguramente no volvió a darse la ocasión de fotografiarse con nosotras.
En las fotos aparecían Alberto I y Alberto II, Ana, Carol y sus padres, y en otra la difunta Sagrario y yo. Recordaba como si fuera ahora mismo que en aquel momento, en aquel instante, Sagrario me cogió por los hombros y me pareció que quería decirme algo. Y hubo un segundo en que creo que yo inconscientemente se lo impedí. ¿Qué sabía yo de mí o de mi familia que no quería saber? Lo había olvidado completamente, lo que fuera se perdió entre palabras, días, ilusiones, pensamientos rápidos. Hasta que llegó Verónica y me hizo volver a las sombras, a lo que hay antes de la luz, antes del recuerdo. Y cerré los ojos y era desesperante, la amnesia es desesperante.
Revisé dos álbumes y vi lo de siempre, aunque ahora lo de siempre me hacía pensar. Dudar era demasiado fácil. Era más difícil mantener la cabeza fría y tener en cuenta las evidencias y sólo las evidencias. Mi vida era mi vida y Verónica o estaba loca o se había confundido de persona.
Laura, ¿quieres saber?
Verónica se hizo esperar. Habíamos quedado en el conservatorio a la salida de la clase y estuve ante la verja un buen rato. Llegó en taxi y estuvo unos minutos hablando con el taxista. Era un hombre alto y delgado, con gafas de fina montura metálica. Aguantó en mangas de camisa a pesar del frío mientras le decía algo a Verónica. Hubo un momento en que miró hacia donde yo estaba aunque sin mirarme directamente, simplemente paseaba la vista mientras hablaban. Pero, si hubiese sabido que ése era el padre de Verónica y mi supuesto padre, me habría fijado más o quizá su presencia me habría intimidado tanto que no habría sido capaz de mirarle.
—Ése es mi padre —dijo Verónica—, le he pedido que me trajera en taxi. Quería que lo vieses.
—¿Por qué no me has avisado? A lo mejor yo no quería verle.
—Por eso no te lo dije, tampoco estaba segura de que pudiera traerme. Se llama Daniel y tiene cuarenta y ocho años.
—Es bastante joven —dije pensando en lo mayores que eran mi madre y Lilí.
—Más o menos lo normal —dijo—. Es taxista. El taxi es nuestro.
Echamos a andar por el parque camino de casa.
—¿Le has dicho quién soy?
—No, le pasa como a ti, se niega a aceptar la realidad.
Cuando llegamos a Goya, dijo que su padre había prometido esperarla en la parada de taxis de la plaza de Colón para llevarla a casa. Nos detuvimos frente al portal, junto a los escaparates de Zara. Estuvimos a punto de despedirnos con un beso, como si fuésemos amigas, pero nos contuvimos porque no éramos lo que se dice amigas. Me metí en la intensa luz del portal y sentí que ésta me tragaba.
Entra en mi vida
Verónica y toda la fuerza de un espíritu
Incineramos a mi madre una mañana de finales de septiembre en que los pájaros trinaban a pleno pulmón. El sol era más brillante que nunca, las ramas de los árboles teñían el aire de verde y amarillo, a algunos se les empezaban a caer las hojas. Mis amigos iban a la universidad, otros ayudaban a sus padres en sus negocios o estaban buscando trabajo. La vida había cambiado para todos, pero para mí había acabado. Ángel era un niño y un hombre al mismo tiempo. Lo trajeron mis abuelos desde Alicante, vestido con ropa oscura como ellos. La chaqueta y los pantalones le estaban grandes y se dejaba zarandear como un muñeco de trapo, no quería tener conciencia de lo que hacía allí, parecía que no iba con él. Miraba las nubes, los árboles y a algo que le llamaba la atención a lo lejos. No miraba el féretro, ni a nosotros, ni al cura. No quería saber nada de lo que estaba pasando. Mi padre le cogía por los hombros y lloraba. Ana se abrazó a mi padre y a mí me dio un beso y nos preguntó si necesitábamos algo. Nos quedamos alelados, sin contestar. Todo fue rápido y lento. El hecho de que aquello terminase no significaba que volviésemos a la normalidad. La gente se fue despidiendo. Empezó a correr un aire frío. Alguien dijo en voz baja que ahora empezaba el mal tiempo. Era todo como un ballet. Abuelita, en la puerta de la casa, dijo que a su hija no le habría gustado que se quedaran allí y se marcharon otra vez a Alicante; mi abuelo, como siempre, no dijo nada. Cuando nos vimos los tres solos en el salón nos abrazamos. Mi padre nos besó en la cabeza. Yo hice unas tortillas francesas, pero no nos las comimos. Le abrí una cerveza a mi padre y no se la tomó. Tenía las mandíbulas tan apretadas que parecía que le iban a estallar. Yo también. Le quité la chaqueta a Ángel, que no era capaz de hacer nada.
—Anda, quítate también esos pantalones —le dije, sorprendiéndome de oírme hablar.
Sonó el teléfono y no lo cogimos. Ya no podían llamar del hospital ni de ninguna otra parte que nos interesara.
—Pon en una bolsa los pijamas y lo que necesitéis. Esta noche dormiremos en un hotel.
Entonces Ángel se levantó. Creía que iba a quitarse por fin aquellos pantalones demasiado grandes, pero no, se internó en la oscuridad del pasillo y al rato volvió con sacos de dormir y esterillas, y llenó tres botellas de agua en la cocina, sin abrir la boca. Mi padre y yo le veíamos hacer.
Llegamos con el coche hasta la entrada de un bosque y dormimos al raso, bajo las estrellas. La luna estaba casi llena y todas las sombras traían una palabra de mi madre, todos los animales que había por allí traían una palabra de mi madre. Sentí con absoluta claridad, como cuando uno se enamora, como cuando uno odia, que mi madre estaba allí. Dejé de llorar y contemplé el universo a mi alrededor, me dejé envolver por él, me dejé llevar entre terciopelo negro y diamantes a lugares muy lejanos, extraños. Apenas podía entender lo que veía, pero no tenía miedo porque era inútil tener miedo. Lo más parecido era estar montado en la montaña rusa; una vez que se está allí ya no se puede hacer nada, ya no depende de uno. No hay que resistirse. Quizá mi madre quería decirme eso. Si no me resistía, si no pensaba en contra de lo que veía, todo sería más fácil, más comprensible. Debía subirme en la montaña rusa y confiar en que iba bien sujeta.
Me removí en el saco, algunas piedrecillas se me clavaban en el costado. Entonces le pedí a mi madre una prueba de que estaba allí. Sólo se la pediría una vez y la dejaría en paz. Estuve un rato observando las sombras de los árboles y la luna, hasta que me dormí. Me despertó el sol, me daba de lleno en la cabeza y me encontraba sudorosa. Unos montañeros pasaron a nuestro lado tratando de no pisarnos. Ángel seguía en el saco con la cabeza tapada, ajeno a todo, pero mi padre iba de un lado para otro pegándole sorbos a la botella de agua.