—Pero ¿elegir qué?
—La verdad o la mentira. Algunas veces se juntan un poco de verdad y un poco de mentira y casi no se distinguen, pero hay otras en que la cosa es verdad o mentira —dijo y pidió otra cerveza levantando la mano derecha, la mano en la que llevaba el anillo y con la que fumaba la otra colgaba del respaldo de la silla.
Yo estaba sentada formalmente, con las piernas cruzadas y las manos alrededor de la taza o cogidas bajo la barbilla. Ella estaba nerviosa pero suelta, yo estaba tranquila, a la expectativa, pero poco desenvuelta. No habría estado así si hubiese sospechado que sentada en esta silla, frente a esta mesa, algo me iba a estallar en la cabeza. Mi mundo iba a estallar y yo estaba tranquila.
—¿Qué sabes de mí, Verónica?
Que pronunciase su nombre le hizo abrazarse las rodillas.
—Poco, y ojalá supiera menos. Lo que sé de ti me ha torturado toda la vida.
Decididamente me encontraba frente a una demente. Incluso el nombre le cuadraba, Verónica la loca, y le estaba dando alas para que la situación empeorase y llegara a un punto en que Lilí se enteraría y entonces me diría que había faltado a mi palabra. Me lo reprocharía mil veces. Pero yo también estaba harta de que fuese tan aprensiva con la gente que se me acercaba. Reconocía que se había sacrificado por mí hasta el extremo de tener que trabajar sin descanso en el negocio y ocuparse de mis caprichos, como cuando no quise quedarme en el comedor del colegio. Lo pasaba tan mal que decidió sacrificarse e ir a buscarme al mediodía, hacerme la comida y luego volver a llevarme. No todas las abuelas del mundo hacen algo así. Además, era una niña enfermiza que cogía todos los virus que andaban a mi alrededor. Cada dos por tres tenía fiebre y debía quedarme en la cama. Mi madre no pudo darme el pecho porque tenía una leche de mala calidad y tuvo que recurrir a los biberones, y creo que Lilí siempre se culpó de que yo no estuviese debidamente inmunizada. Así que era normal que continuara tratándome como a una niña. No le había dado tiempo a transformarse al mismo tiempo que me transformaba yo. Continuaba advirtiéndome de que no había que confiar en nadie y diciéndome una y otra vez que las personas que más me querían y que nunca me fallarían pasara lo que pasara eran ellas: Lilí y mamá. No era consciente de que me agobiaba, a veces hasta la exasperación. Habría preferido que se sacrificara menos por mí y que me dejase en paz, pero la comprendía y era mi deber separar lo importante de las exageraciones. Lo peor de las abuelas y las madres es que no puedes sacudírtelas del alma.
—Yo en tu lugar pensaría las cosas más raras sobre mí. Me extraña que me hayas hecho caso y hayas venido al bar conmigo.
Hablaba con frases que querían decir dos cosas. La que cualquiera habría comprendido y la que comprendía yo. Ésta quería decir: has venido hasta el bar y has venido hasta mí.
La verdad es que la extraña Verónica suponía una novedad en mi vida. Me intrigaba, me entretenía. Era un misterio que se interesara tanto por mí, que supiera algo de mí. No habría sido anormal que fuese detrás de Carol, que salía en televisión casi todas las semanas y que tenía un club de fans. Eso lo habría entendido. Y, sin embargo, Carol podría ser la clave del misterio. Posiblemente Verónica se había enterado de que yo era prima de la actriz y me consideró el camino perfecto para llegar hasta ella.
—¿Conoces a Carol Larios? —dije de golpe.
—¿Carol qué? —contestó pasándose las manos por la cara como si intentase quitarse un velo y recordar.
¿Qué habría pensado, qué habría hecho cualquier otra persona en mi lugar? No se puede saber sin saber, sólo suponer, imaginar. Siempre me decían que tenía una gran imaginación porque inventaba historias y dibujaba bastante bien, aunque también me decían que tenía el don de bailar. Si de verdad tuviese una gran imaginación debería haber acatado con lo de Carol. Mi gran imaginación tendría que adivinar cuáles eran las intenciones de Verónica, por qué había venido a mí.
—No sé quién es esa Carol —dijo.
—Sale en una serie de televisión. Se llama
Los Enemigos
, y ella hace de Úrsula, la chica pelirroja que siempre lleva botas de montar.
—¿Y qué tiene que ver ella con nosotras?
—Eso me pregunto yo.
Mi contestación la desorientó y por un instante las dos estábamos en el mismo bando.
—Está bien —dijo—. Si tienes un rato te contaré una historia.
Se encendió otro cigarrillo y pidió otra cerveza. Eructó y el camarero se quedó mirándola.
—Estoy nerviosa. Lo habrás notado.
—No te conozco —dije— y no sé cómo eres el resto del tiempo.
Alzó la botella como apreciando mi contestación o burlándose de mí o brindando por algo. Era irritante su manera de considerarse mejor que yo, de beber, de fumar y de eructar. Hice el amago de levantarme, todo tenía un límite, aunque en el fondo, en un fondo que hay en la profundidad de los deseos, no quería irme.
—Había una vez… —empezó a balbucear con la voz entrecortada—. Había una vez —repitió— una chica que buscaba a su hermana. La hermana se había perdido y ella la buscaba.
Permanecí en silencio, un gran silencio. Ella clavó sus ojos en los míos, hasta que tuvo que desviarlos hacia la calle. Yo ni siquiera parpadeé, quería saber qué había detrás de esa mirada dura y dolida, como a veces ponía Carol en la serie.
—¿No serás actriz como Carol? ¿No será esto una broma que os traéis entre manos?
De pronto se me había ocurrido esta posibilidad. Le había oído decir a Carol que a veces se hacía pasar por otras personas como ejercicio. Se metía en el papel de una secretaria, de una estudiante, de una enfermera. Verónica podría estar haciendo lo mismo. Carol y ella habrían urdido este plan para ver hasta dónde se podía llegar y me habían elegido a mí porque Carol me conocía bien y sabía que yo llevaba una vida aburrida.
—No van por ahí los tiros. Busco a una hermana perdida y quiero saber si esa hermana eres tú.
Me hizo gracia. ¡Menuda historia se habían montado!
—Dile a mi prima que casi me la cuela.
—Es cierto. Sé quién es tu prima y tu abuela y tu madre. Lilí y Greta. Sé dónde trabajas. Ahora sólo me gustaría asegurarme de quién eres de verdad.
A punto estuve de soltar una carcajada de no ser por la cara de Verónica. Ojos tristes, labios apretados; se quitó el anillo del dedo y lo apretaba en el puño.
El cenicero lleno de colillas y las botellas de cerveza vacías daban sensación de tiempo quemado. Los jirones negros que cruzaban el cristal se iban retirando hacia otra parte. Verónica se quitó la cazadora y la dejó colgando de un lado de la silla. Llevaba una camiseta muy usada o que lo parecía. Ya no me la imaginaba poniéndose ropa nueva y planchada como yo. Le gustaba lo que estaba machacado por la vida. Y algo me impedía volver a casa, a mi vida sin sentido. En el fondo no tenía nada más interesante que hacer que seguirle un poco más el juego. Mis amigas eran de mi estilo, y ni siquiera Carol, que era actriz y que se suponía que debía tener una vida bohemia, era como Verónica. Carol había tirado por el lado de la alta costura, de los cortes de pelo asimétricos y el rubio californiano. Cuidaba su dieta hasta la extenuación y nunca se habría soplado cinco cervezas de golpe. Se conservaba tan delgada como a los doce años y se ponía bótox aunque aún no tuviese arrugas. Por el contrario, a Verónica le daba igual no ser perfecta y que la manga de la chupa arrastrara por el suelo. Decididamente no era actriz, por lo menos no una actriz como Carol.
Carol siempre supo lo que sería. De niña ya era prácticamente como ahora. No es que se hubiese quedado estancada en la infancia, es que tenía el futuro comprimido en su pequeña cabeza y en sus pequeños pies, en sus pequeñas orejas. Levantaba la cabeza porque no era muy alta y eso le daba un aire altivo y por eso en la serie era la hija del hacendado. Habría dado lo que fuese por tener los ojos azules o verdes, pero los tenía del montón y eso la obligaba a no engordar y a tener la autoestima en lo más alto.
—¿Y quién eres tú? ¿De dónde vienes? —pregunté con la vista puesta en los labios un poco amoratados por la más que probable mala circulación de la sangre.
—Ya te lo he dicho, te estoy buscando.
—Esto es demasiado. Me voy.
—Tienes miedo —dijo sujetando contra su pecho mi chaqueta doblada en un cuadrado—. Y ya no hay vuelta atrás, ya sabes mucho.
Le arrebaté la chaqueta de un tirón y la dejé junto a mí.
—¿Quieres decir que al nacer mi madre te dio en adopción?
—No. Quiero decir que la adoptada eres tú.
Afuera la noche era oscura y aterciopelada. Las luces de las ventanas de los pisos de enfrente brillaban. A esta hora Lilí estaría cenando y mamá quizá habría salido por ahí.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué no contestas? —me preguntó Verónica alarmada.
—Me he puesto a pensar en otra cosa.
Apoyó el pecho en la mesa y adelantó la cabeza hacia mí.
—¿No hay nada que en todos estos años te haya parecido raro? ¿No has oído algún comentario fuera de lo normal?, ¿algo que se te haya grabado en la mente?
Negué con la cabeza.
—Nací el 12 de julio de 1975 en la clínica de Los Milagros a las 11 de la mañana y pesé tres kilos setecientos gramos. Siento que hayas perdido a tu hermana, pero te has equivocado de persona. Tengo vídeos de mi madre embarazada y conmigo recién nacida.
—¿Tienes algún vídeo o alguna foto en la habitación de la clínica?
—No me he fijado. Puede que sí o puede que no. No tiene importancia. Hay cientos de fotos.
—¿Y de tu madre dándote el pecho?
Verónica contrajo la cara como si algo le doliera. También podría ser un gesto de repugnancia.
—Perdóname —dijo—. Te estoy presionando demasiado.
—¿Quieres decir que tú serías mi hermana, tu madre mi madre, tu padre mi padre?
—Y mi hermano, tu hermano —dijo—. Pero hasta que nos hagamos las pruebas no estaremos seguros. Todo depende de que tú quieras.
—¿Desde cuándo sabes eso?
—Desde los diez años, imagínate qué pesadilla.
Verónica me intranquilizaba, me aceleraba las pulsaciones, pero también sentía pena por ella.
—Yo no soy quien crees que soy, pero no quisiera encontrarme en tu pellejo y voy a ayudarte en lo que sea.
—Con eso me conformo —dijo poniéndose la cazadora—. Y yo de ti no le diría nada a la familia de momento. Es mejor que te asegures.
Y entonces sacó de la mochila una bolsa de plástico, y de la bolsa una caja roja recubierta de escamas de papel maché que me emocionó. Quizá emocionar no era la palabra: removió toda mi vida. Había sido un objeto presente en gran parte de mi infancia, después dejé de verlo y lo olvidé. Lo había hecho yo en clase de manualidades. Pasé la mano por las escamas, desiguales y torpes.
—¿De dónde la has sacado?
Se encogió de hombros.
—Eso da igual —dijo.
Salí metiéndome la manga de la chaqueta.
—¿Dónde puedo encontrarte?
Me dijo que de momento ella me localizaría a mí.
—Ya sé —dijo— que no es justo, pero es que a veces la vida es una mierda.
La vi alejarse. Tenía andares de deportista. Pobre chica, pensé. A nadie se le pasaría por la cabeza viéndola que lleva dentro una tragedia.
Y aunque no dudé ni un momento que esa historia nada tenía que ver conmigo, a partir de esa tarde, ya nada era igual. Me metí en el conservatorio a dar las clases como si acabase de llegar de un viaje muy largo. ¿Por qué Verónica estaba tan convencida de que su hermana era yo? No le había preguntado y ahora me quedaba la duda. ¿Por qué yo?
Atendí a las alumnas maldiciéndome por no haber hecho la pregunta fundamental. ¿Y si no aparecía más? La había dejado largarse sin un número de teléfono. Ella sabía dónde vivía yo y quién era mi familia y yo no sabía nada. Y encima me había pedido que no contara nada en mi casa. Desde luego que no lo contaría, a Lilí podría darle un infarto, sobre todo después de que me insistieran en que me alejara de esta persona.
A la salida del conservatorio por la noche, la madre de Samantha me dijo adiós con la mano desde el coche y yo me quedé esperando en la marquesina del autobús.
• • •
Cuando llegué a casa, Lilí estaba viendo una película. La veía en penumbra para poder ir quedándose dormida lentamente. La saludé y pasé a la cocina a picar algo. Mamá no estaba. Lilí, estirando el cuello, gritó:
—¿Has vuelto a ver a esa loca?
Le dije que no la oía, que esperase para hablarme. Quizá llegara un momento en que tuviese que decirle la verdad, pero ahora era mejor callar. No era cuestión de, antes de irnos a la cama, sacar a relucir algo tan tremebundo que nos desvelaría toda la noche. Destapé el plato que solían dejarme sobre la encimera. Había boquerones fritos y ensalada. Me comí tres o cuatro sin sentarme, apoyada en la pila. No tenía hambre.
Pasé por el salón camino de mi cuarto, no me apetecía quedarme viendo la televisión con ella.
—Me voy a la cama, voy a leer un rato.
—¿No me has oído? —insistió Lilí—. Que si has vuelto a ver a esa chica.
—No pienses más en ella —dije—. Ya ni me acuerdo de lo que pasó.
En mi colegio había una niña adoptada. Se llamaba Isabel y era negra. Sus padres habían ido a buscarla creo que a Mali cuando tenía tres o cuatro años y era muy feliz. Se pasaba todo el tiempo canturreando. Llevaba unas trenzas muy graciosas y vaqueros con bordados en los bolsillos. Parecía una muñeca y algunos veranos la llevaban a su país para que viera dónde había nacido y no perdiera sus raíces, pero para ella era un suplicio porque prefería irse de campamento con su clase. Decía que no conocía a nadie allí y que no le gustaban las comidas. Desapareció de mi vida a los doce años, cuando nos mudamos de casa. Hasta este momento nunca se me ocurrió preguntarme qué sería de ella, si ahora que tenía veinte años, uno más que yo porque se incorporó tarde al curso, le habría picado la curiosidad de saber cuál era su familia biológica. Seguramente al hacerse mayor iría tomando conciencia de que tenía dos vidas, una que no conocía y otra que sí. Siempre había evitado hablar de esto en casa porque mamá o Lilí enseguida zanjaba la conversación diciendo que a nosotros no nos importaba la vida de esa gente.
Los padres de Isabel querían darle un hermanito y adoptaron un niño chino de tres años que ella debía ir a buscar a las aulas de preescolar cuando se acababa el colegio por la tarde. Tenía que llevárselo con ella a clase de ballet y luego entretenerle en los columpios hasta que su padre o su madre venían a buscarlos porque trabajaban en un hospital y siempre tenían guardias y turnos. A veces también venía su abuelo, que siempre llevaba traje y corbata aunque hiciese mucho calor. Isabel y su hermano echaban a correr hacia él en cuanto lo veían. Era tal la alegría que incluso yo me alegraba, aunque no fuese mi abuelo ni intentara acercarme a él.