Entra en mi vida (26 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

BOOK: Entra en mi vida
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Me puse las botas en el autobús y metí las viejas deportivas, unas Adidas negras, en la caja. La caja y la bolsa eran tan bonitas que me dio pena tirarlas. En la caja metería las medias usadas y la bolsa serviría para cualquier cosa. Las guardaría en mi armario para que mamá no las viera y reconociera el nombre de la tienda.

Nada más llegar, pensaba llamar al número de teléfono de Greta con alguna excusa, y a última hora de la tarde, a la hora del cierre, volvería por la tienda para ver a dónde iba Laura después del trabajo. Seguramente se daría una vuelta por ahí para respirar la calle y distraerse y después se iría a casa. Vaya vida que llevaba, no se la envidiaba.

Al llegar a casa, Ángel se había marchado otra vez a Alicante y mi padre no había llegado. Y tras los cristales del porche
Gus
me miraba babeando. Pegó un ladrido y movió el rabo. Cada vez tenía menos agilidad, pero la misma alegría. Dejé la bolsa junto al sofá y me lancé a abrir la puerta de cristal y a dejarme besuquear. Ana lo llevaba siempre muy limpio y la mano se hundía en el pelo como entre algodón. Volví a cerrar la puerta para que no lo pusiera todo perdido de pelos y babas. A mi madre se la oía hablar. Aún no se había levantado de la siesta, querría estar descansada para ir de una vez por todas al cine. Ana escuchaba. Ana sabía escuchar muy bien, no era de esas personas que enseguida necesitan meter baza y dirigir la conversación hacia sí mismas. Daba la impresión de que a ella nunca le ocurría nada desagradable, terrible, fuera de lo normal, nunca engordaba ni adelgazaba, nunca enfermaba. De lo único que hablaba era de sus viajes a Tailandia y del señor rico que la esperaba allí. No fui directamente a la habitación: Ana sabía entretenerla muy bien y, cuando se marchaba, mamá se quedaba como nueva.

Me calenté dos cazos de las lentejas que había hecho el domingo y me las comí despacio viendo la cara de
Gus
a lo lejos. Él me observaba desde su mundo perruno, un mundo de gran olfato, oído y de finos sentimientos y de habilidad para hacerse entender por los humanos. Habían inventado el movimiento del rabo para que supiéramos que estaban contentos y el gruñido para marcar distancias. También veía la chaqueta y el bolso de Ana sobre una silla junto a la mesa de caoba. Era otro bolso distinto al que registré en el restaurante cuando comía con mi padre. Quizá la foto estuviera en éste o quizá se la hubiese metido en un bolsillo de esa chaqueta larga y flexible. El problema era que si me acercaba a esa silla y tocaba sus cosas
Gus
se pondría a ladrar como un loco porque los perros tenían que demostrar una fidelidad babosa para vivir de gorra. De todos modos, había que intentarlo. Mientras mi madre siguiera hablando era que ella seguía escuchando. Así que llevé el plato al fregadero, dejé que corriera el grifo un rato para que los restos no se apelmazaran por los bordes, bebí agua, me lavé las manos y me dirigí muy despacio hacia aquel bulto de tonos ocres y negros que sería del agrado de Laura. No tenía pensada ninguna excusa en caso de que me pillara.

Deslicé la mano en los bolsillos de la chaqueta. Estaban forrados de seda. Noté monedas y unos papeles que parecían recibos de compras.
Gus
me miraba hacer sin comprender, hasta que intuyó que mis movimientos eran sospechosos y pegó un ladrido. Había levantado las cejas peludas como un profesor que ha pillado copiando a un alumno. Saqué los típicos recibos de tiendas y sin mirar me los metí en el bolsillo del pantalón, por coger algo, por no haberme arriesgado completamente en balde. No me atreví con el otro bolsillo ni con el bolso, e hice bien porque
Gus
ladró más fuerte, ya no sabía si mi madre continuaba hablando y Ana apareció por el pasillo descalza como si se hubiese echado junto a mi madre para estar más cómoda. Sólo pensar que se había tendido en la cama de mis padres y que dejaría su perfumado olor, me hacía apretar los labios como cuando alguna comida no me gustaba.

Apenas me dio tiempo de alejarme de la mesa. Puede que ella viese cómo me alejaba, pero no que registraba el bolsillo. Era descabellado y vergonzoso sospechar de ella, lo de la foto debía de tener otra explicación razonable y creíble y, sin embargo, una fuerza desde el estómago o el corazón me impulsaba a dudar de ella.

—Hola, Verónica —dijo con las piernas separadas, plantada sobre los pies descalzos y con los brazos en jarra. Tenía leves músculos de gimnasio en los brazos.

—He visto que estabas aquí y he aprovechado para comer —dije sentándome en el brazo del sofá.

Ella echó un vistazo a sus cosas, luego a mí y después a la bolsa de la zapatería, junto al sofá, de la que sólo se veía la mitad.

—Me marcho ya —dijo abriendo el bolso y sacando unas entradas para el cine—. Aquí tienes. Me las encargó Daniel para esta tarde. No me costaba nada traerlas y de paso ver a Betty.

Bajó la voz.

—Parece que está mejor, ¿verdad?

—Tiene ganas de salir. Muchas gracias, Ana —dije sintiéndome una rata miserable.

De nuevo se oyó hablar a mi madre y a los dos minutos apareció Ana con los zapatos en la mano. Los dejó caer al suelo y metió los pies, se puso la chaqueta, ligera y suelta, que colgaba de ella descolocada como si no le importara su aspecto, y antes de marcharse volvió a abrir el bolso y sacó un carmín de Dior.

—Sólo lo he usado una vez, no me va el color.

Le di las gracias y nada más marcharse lo tiré a la basura. Se empeñaba en continuar tratándome como si tuviera catorce años.

Limpié las gotas de saliva de
Gus
en el porche y terminé de recoger la cocina antes de pasar al cuarto de mis padres, para poder dedicarme luego a arreglar a conciencia a mi madre y que al llegar mi padre se marcharan al cine.

Y nada más pasar a la habitación lo noté. Si me hubiesen dado a elegir, no habría querido ser tan detallista, me habría gustado reparar sólo en lo importante, en lo que puede influir en la marcha del planeta, de las estrellas y de los grandes avances de la humanidad. Habían sido las circunstancias, la cara oscura de la luna, el otro mundo de mi madre los que me habían preparado para fijarme en minucias y ya seguramente no habría vuelta atrás. Iba a ser una mujer puntillosa y más adelante una vieja escudriñadora y recelosa.

La puerta del armario no estaba cerrada del todo. Mi madre estaba quitándose la sudadera con la que se había echado la siesta. La ayudé. Le dije que Ana había traído las entradas del cine y que si estaba animada para ir. Lo estaba. Ana le había calentado un vaso de leche. Era un cielo. El amante tailandés no se la merecía, aunque afortunadamente Ana no era como la Vampiresa, Ana tenía narices y no consentiría que nadie le pusiera la mano encima. Era una pena que no tuviese hijos porque esos hijos tendrían una madre que los protegería muy bien. Tuve que morderme la lengua para no decir nada, me dolía que mi madre considerase a Ana mejor que ella misma.

—Eso nunca lo sabremos, mamá.

Y luego le pregunté distraídamente quién había abierto el armario. Le sorprendió la pregunta.

—Le dije a Ana que buscase una cosa.

—¿Y la encontró? —dije en el mismo tono distraído.

—No, es muy patosa. Por mucho que le indicaba no lo encontraba.

—¿Quieres que lo busque yo?

—No, no. No es nada. Era una tontería.

Como si lo estuviera viendo: mi madre le había pedido que buscara la cartera y Ana no quería encontrarla porque era ella quien se había llevado la foto. No sabía si era la explicación correcta, pero desde luego las piezas encajaban.

Cuando mi padre llegó, mi madre ya estaba vestida. Le puse el abrigo de visón, porque, aunque estábamos en septiembre, los días habían venido frescos y no podíamos arriesgarnos a que se enfriara. Y coloqué provisionalmente el dinero que escondía en un bolsillo en uno de sus cajones, debajo de un montón de medias.

—¿Para qué guardas ese dinero, mamá?

—Para imprevistos.

Antes de acompañarla al salón, metí la bolsa de la zapatería debajo de mi cama.

La peiné con la raya al lado y le ricé más el pelo con el difusor, la maquillé de una manera muy suave y le pinté los labios de rosa como el colorete que la Vampiresa llamaba rubor. Los pendientes de tres bolitas de oro la iluminaban. Cuando estaba concentrada sobre su cara, sobre sus pómulos y sus labios, sobre las motas claras como islas en el negro de los ojos, me miró con adoración, de una manera que nunca me arrebataría ninguna Laura ni nadie de este mundo. Debajo del abrigo llevaba unos pantalones vaqueros míos de cuando usaba la talla treinta y seis y un suéter fino de manga corta.

Mi padre la miró extasiado. No creía posible que el amante de Ana pudiera admirarla tanto como mi padre a mi madre.

La llevaba cogida del brazo casi en volandas.

Antes de salir mi madre dijo: estudia todo lo que puedas. Y luego dejó la vista clavada en mis botas.

—Tienen pinta de buenas. Recuérdame que te dé lo que te han costado. Considéralas un regalo mío —dijo.

Me marché feliz a la tienda. El camino cada vez se me hacía más corto. Lo hacía casi a ciegas. Me llevé un libro de la carrera para ir leyendo y para que las esperanzas que había puesto mi pobre madre en mí no fueran tan infundadas. Quizá contra el pronóstico de los médicos mejorara, y yo pudiera hacerle el mejor regalo de su vida, llevarle a su hija perdida y que se le quitara ese peso de encima y pudiésemos ser felices, si es que se puede ser feliz mucho rato.

• • •

En el autobús me entretuve examinando los tiques de compra que había de los bolsillos de la chaqueta de Ana. Varios correspondían a tiendas de la Milla de Oro, pero uno era un recibo pequeño de un supermercado en la calle Alcalá, frente al Retiro. Había comprado leche, yogures, Nescafé y papel higiénico. Debía de vivir por allí. Nadie se aleja mucho de su casa para comprar cuatro cosas. Arrugué los tiques para tirarlos en alguna papelera que viera de camino, pero me arrepentí y volví a meterlos en el bolsillo del pantalón.

Menos mal que llegué antes de tiempo porque vi cómo Laura se alejaba de la tienda andando muy deprisa. No llevaba los tacones. Yo aún no me había hecho a las botas y la seguía como podía. No me veía, iba mirando la acera y no le interesaba nada de alrededor. La consumían los pensamientos. Lo que tenía en la cabeza era mucho más importante que todo lo que había afuera. Bordeamos un parque bastante solitario con algún perro y su amo que de vez en cuando salían de entre las sombras. Anochecía. La luna se iba formando entre las altas ramas de los árboles. En este momento todo ser viviente, todo ser humano, estaba sintiendo algo, no se podía dejar de sentir, era como si hubiésemos venido al mundo para llenarlo de sentimientos. Yo ahora sentía que era una mujer primitiva, del Paleolítico Superior, que había salido de caza y seguía a esta otra mujer que se dirigía a algún sitio desconocido para mí. Seguramente en aquel planeta prácticamente despoblado los seres humanos éramos muy importantes unos para otros porque el otro siempre podía enseñarnos algo que nos salvara la vida. La misma luna nos seguía alumbrando miles de años después. ¿Mentiría aquella gente tanto como ahora? ¿Tendrían sentido del honor? ¿Vivirían a lo loco o sus lazos sociales se basarían en la confianza? Miles de años a nuestras espaldas nos habían hecho desconfiados y en otros miles más sería muy difícil engañarnos unos a otros.

Se detuvo ante el Conservatorio Municipal de Danza y Música. Tenía un jardín a la entrada y grandes ventanas muy brillantes, por donde salía música. Entré y la seguí con la mirada. Por el pasillo iba desabrochándose la chaqueta. Se paró ante una niña que iba de la mano de su madre. La mano de la niña pasó a la suya y se la llevó consigo a un aula donde ponía «De seis a doce años». Me moría de curiosidad. ¿Sería ella la profesora? Una niña de unos diez años salió corriendo con un tutú rosa camino del baño, que caía enfrente. Me situé por aquella área y cuando la niña regresó y abrió la puerta pude ver a Laura de espalda, enfundada en mallas negras con calentadores. Esto era lo que hacía cuando salía del trabajo, dar clases de ballet.

Iba a alejarme de la clase cuando una señora con melena perfectamente peinada de peluquería y una bata blanca salió de alguna parte y con toda la posible desconfianza heredada de nuestros antepasados me preguntó si buscaba a alguien o si esperaba a alguien.

Le dije que me habían hablado muy bien de este conservatorio y que me gustaría matricular a mi hermana en ballet clásico.

—Pues entonces lo normal es que se dirija a la recepción. Por aquí, como comprenderá, nadie va a ayudarle —dijo sin pestañear, sin creerme, dejando bien claro que llevaba mucho visto en esta vida y que no era tonta.

En recepción conté la misma historia y que me habían hablado muy bien de la profesora Laura Valero. La recepcionista acompañó mis palabras asintiendo con la cabeza.

—Todos los profesores de este centro son espectaculares, pero Laura es punto y aparte. Tiene peticiones en lista de espera para varios años. Lo siento.

Sentí un gran orgullo irracional. Si existía una hermana Laura en alguna parte no me importaría que fuese ésta.

Una vez fuera no supe qué hacer, si esperar y seguirla hasta su casa, para saber de una vez por todas dónde vivía, o dejarlo para otro día porque me arriesgaba a que alguien la acercara en coche o que no se marchase a casa directamente. Hacía un fresco muy agradable. Buscaría una boca de metro y me daría una vuelta por el centro de la ciudad, por algún bar a los que solía ir con mis amigos, seguro que me encontraba con alguien.

• • •

Por la mañana agradecí que mi padre se marchara más temprano de lo habitual y que no me viera con resaca, aunque algo debía de haber notado, eso seguro. Cuando llegué, llevaban dormidos varias horas. Él roncaba y ella estaba bajo los efectos del sedante que tomaba por la noche. Había llamado diciendo que me había encontrado con unos amigos y que no se preocuparan. Oí a mi padre que le decía a mi madre: no te preocupes, Verónica sabe cuidarse. En ese sentido mamá estaba tranquila desde que dos años atrás, cuando el mundo, aunque en ese momento no lo pensase, estaba más a nuestro favor, tuve que pegarle una patada en los huevos a un tío.

Eran las rebajas de enero y habíamos salido de compras. Cuando ya estábamos agotadas, nos sentamos en un café rodeadas de paquetes. Un vestido para mí, dos chándales para Ángel, jerséis y un pijama para mi padre y zapatos para ella. Mamá colocó su abrigo de visón en el respaldo de una silla. Nos quedamos en silencio contemplando nuestros respectivos cafés, encantadas de la vida porque en esos momentos habíamos dejado la mente en blanco como la arena blanca y caliente de una playa. Y entonces pasó aquel individuo junto a nuestra mesa, sillas y paquetes, arrancó el visón del respaldo y salió corriendo. Se lo había regalado mi padre cuando le tocó la primitiva, no había sido mucho, pero el hecho de que nos tocara algo nos convirtió en ricos y estuvieron cenando varias noches con champán. Por la patilla, decía mi padre cada vez que se acercaba la copa alta y estrecha a los labios. Y compró un visón que mi madre llevaba visto desde hacía no sé cuánto en un escaparate del centro. La aparición del abrigo en casa fue una fiesta. Se lo quitaba y caía haciendo ondulaciones medio marrones medio doradas y se quedaba echado en el sofá como si fuese un gato enorme. Se la veía tan contenta que le agradecía a aquellos pobres visones su sacrificio. Decía que cuando se lo ponía para vender los productos le compraban el doble. Decía que con él se sentía en su sitio. Decía que no quería más pieles, que éstas eran las únicas pieles que había deseado y desearía en su vida. Cuando lo colgaba en el armario lo tapaba con una funda de tela blanca que cosió ella misma. Y ahora un hijo de puta nos arrebataba el visón por las buenas, porque sí, porque le daba la gana.

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