El florero era grande, de cristal grueso, y salvo el ramo de dos docenas de rosas que mi padre le regalaba a mi madre en su cumpleaños siempre sostenía uno gigante de flores de tela de todos los colores que alegraba la vista. Pasé el dedo por las letras doradas sobre el forro de seda en una de las solapas de la cartera. Siempre supuse que alguien se la había regalado a mi padre, ni él ni mi madre se habrían gastado el dinero en algo tan caro y que en el fondo no servía para nada. Peletería Valero. Siempre lo veía y nunca me fijaba. La dirección era de Madrid, estaba en la calle Goya. No importaba dónde se hubiese comprado la cartera, lo que importaba era la foto. Pero quizá la foto me había impedido ver otras cosas. Si hacía caso de María, la ayudante de Martunis, lo mejor era encontrar piezas y no pensar tanto, no darles vueltas a las cosas una y otra vez hasta desfigurarlas. Si no me hubiese levantado pensando en María quizá no habría pasado la mano por la etiqueta de la cartera.
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Lo malo de mentirle a mi madre con lo de la universidad era que hasta la tarde, cuando se suponía que había terminado las clases, no podía ir por el hospital y que debía procurar contradecirme lo menos posible, lo que me costaba un trabajo increíble, porque es fácil engañar, pero no acordarse de todos los detalles con que se monta una mentira. Los que llegan a creerse sus propias mentiras se equivocan mucho menos. Ya no me acordaba de si le había dicho que tenía examen ni de qué lo tenía. También se suponía que después de verla a ella y en los ratos perdidos, en los huecos entre clases, es cuando vendía los productos. Seguramente no quería darse cuenta de la realidad, de que no podía tener tiempo para todo, de que no conducía y de que sus clientes vivían lejos unos de otros.
Hoy estaba cansada y quería resolver el día con una compra fuerte, así que me aventuré a ir a la casa de la Vampiresa. Echaría en el transporte media mañana, pero merecía la pena. Si se quedaba con el lote de diamante y el lote de oro podría volverme en taxi al centro. De todos modos, algo me decía que las cosas habían cambiado. En el momento en que se quitó la bata de seda, se vistió normal y salió a la calle conmigo fue como si acabase de romper con su mundo.
Llamé al timbre. Junto a la cancela de la entrada estaba ese mosaico con el número catorce que ya me resultaba familiar. Por encima del muro desbordaba la hiedra en manojos que necesitaban una tijera. Un cierto aspecto de dejadez hacía más intenso el silencio. Volví a llamar varias veces y traté de ver algo por los agujeros de la puerta metálica. Hay silencios y silencios, y éste se veía en la piscina, el porche, las ventanas.
—Disculpe, ¿busca a alguien?
Me volví desconcertada. Me habían pillado fisgoneando.
—Tengo una cita con la señora de la casa y no abren…
Era una pareja de unos sesenta años. Él llevaba un mono azul de trabajo, y ella, vaqueros, una sudadera gris y una llave en la mano que metió en la cerradura. Serían empleados de la Vampiresa, él arreglaría el jardín y ella la casa.
—Vengo a traerle un pedido de productos biológicos.
—¡Ah, ya! —dijo ella—. Tiene la casa llena de esos potingues.
—Bueno —dije rehuyendo cualquier discusión—. Si pueden, díganle que he venido y que volveré cuando pueda. Me pilla muy lejos.
—¿No vienes en coche? —dijo el hombre echando un vistazo alrededor.
Negué con la cabeza mientras recogía el maletín.
—Entre ida y vuelta echo la mañana —dije intuyendo que había que tirar por el lado de la pena.
—La verdad es que ella era muy feliz con estas cosas, en el fondo se conformaba con poco.
—¿Era? —pregunté sobresaltada.
—Era, es. No te preocupes, no ha muerto. Sólo que… no sabemos cuándo volverá. No es seguro que puedas venderle nada más —dijo el hombre.
—La última vez me llevó en el Mercedes a hacer unos recados. Es mucho más que una clienta. ¿Está enferma? ¿Dónde puedo localizarla?
La mujer giró la llave y abrió la puerta. Hizo el gesto de que pasara. El panorama era melancólico, de final de época. Hojas secas y verdes sobre las sillas y sobre el agua de la piscina, y ráfagas de tierra en las baldosas rosa carne. Desde que me dijo adiós por la ventanilla del coche hasta ahora parecía que sobre este jardín habían pasado varios años con todas sus estaciones.
—No sabemos si vamos a cobrar, pero nuestra obligación es arreglar esto un poco.
No nos habíamos movido de la entrada, frente a nosotros la fachada parecía el decorado arrinconado de alguna película.
—A los vecinos no les gusta lo que ha ocurrido. Si vuelve, le darán la espalda —dijo ella avanzando unos pasos por el caminito cubierto de broza. La seguí y me detuve cuando ella lo hizo. Él empezó a examinar las plantas y a romper ramas con sus ásperos dedos.
Era evidente que estaba deseando contar lo que había pasado, así que no pregunté, no declaré mi desaforada curiosidad.
—Está en la cárcel de Alcalá Meco. Una tarde, al volver en el coche, la estaba esperando la policía.
Todo mi cuerpo supo inmediatamente que se trataba del último día que la vi, del día en que me acompañó al colegio y en que ella estaba tan rara. La mujer debió de notar que me ponía pálida y me senté en un banquito recubierto de mosaicos.
—Sí —dijo ella de pie frente a mí—, estamos muy afectados, aunque se veía venir. Esa mujer no tenía freno, nada era suficiente.
Miró hacia las ventanas superiores.
—Por lo visto intentó matarlo, pero sólo lo dejó inconsciente y con una brecha impresionante en la cabeza, y cuando volvió para deshacerse del cuerpo, la estaba esperando la policía. Él está en el hospital bastante grave. No sabemos si están casados, aunque imaginamos que el dueño de la casa es él. Dentro de unos días iremos a verle porque por aquí no han venido ni amigos, ni familia, nadie.
Como despedida iba a regalarle unas muestras de la línea en polvo de perlas, pero como no me gustó lo que dijo de la Vampiresa no se las di. Sólo las gracias.
Ya no me pedí el taxi, y no me importó. La noticia me había agitado tanto que necesitaba moverme, descargar adrenalina. La Vampiresa era capaz de matar y luego llevarme en coche, poner música, esperarme un rato largo, llorar un poco, mentir sin orden ni concierto, y después regresar a su casa, donde estaría el cadáver del marido o lo que fuese aquel tío que le hacía moratones, y ponerse a pensar cómo deshacerse del cuerpo. Quizá lo había pensado mientras me esperaba en la puerta del colegio. Mientras fumaba bajo el sol de aquella radiante mañana, se le habrían ocurrido unas cuantas maneras de sacar al difunto de la casa. Podría incluso enterrarlo en el jardín. Según dijo la asistenta, no parecía que él tuviese muchos amigos ni familiares. Y por lo menos durante unas horas había disfrutado de una maravillosa sensación de libertad.
Estaba deseando llegar al hospital para contárselo a mi madre, y le di las gracias a la Vampiresa por regalarle este rato de entretenimiento que la sacaría de sus preocupaciones y dolores como me había sacado a mí misma porque durante un momento la historia de la Vampiresa era casi más terrible que la nuestra.
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Mi madre me apuntó lo que debía comprar para coserle un asa larga al maletín y llevarlo en bandolera, cruzado sobre el pecho. Así me pesaría menos. Entornó los ojos para decir que estaba loca por salir de allí y seguir con el trabajo. Muchas cosas iban a cambiar a partir de ahora, porque, dijo, no vamos a estar toda la vida hipotecados con el pasado. Le di un beso y abrí el maletín con la línea de oro y la línea de diamante más dos paquetes de algas Nori y varios botes de magnesio. Le conté que no había podido descargar el pedido en casa de la Vampiresa y que había ido a su casa por la mañana porque hoy me tocaban las clases por la tarde. Mi madre buscó un poco asustada los libros por la habitación, no quería por nada del mundo ser consciente de que la engañaba, no quería que yo saliera de su sueño de hija ideal.
—Hoy tocan prácticas. Ni siquiera tengo que tomar apuntes. Es lo más divertido de todo.
Su mirada volvió al estado normal. Estaba dispuesta a hacer la vista gorda siempre que se le ofrecieran las coartadas necesarias.
—¿Y no se ha quedado con los pedidos?
Negué con la cabeza y me senté a su lado en la cama.
—Verás, resulta que cuando llegué a la casa…
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¡Increíble!, dijo mi madre. Se incorporó en la cama un poco. Alcalá Meco podía ser incluso peor que el hospital. Matar a alguien era peor que cualquier cosa que uno hiciera en la vida.
—Cuando puedas, acércate a verla. Juraría que es una buena persona y que habrá una explicación.
Yo pensaba lo mismo. Me caía mejor que muchos otros a los que nunca se les hubiera pasado por la cabeza matar. El hecho de que hubiese intentado matar a su marido no borraba aquellos momentos maravillosos en que me compraba medio millón en cremas, y lo agradable que era conmigo.
También se lo conté a mi padre por la noche. Pero no me prestó mucha atención, estaba distraído, nervioso. Cenó con verdadera compulsión, hasta el punto de tener que decirle que parara si quería que nos quedase algo que llevarnos a la boca el resto de la semana.
Le pregunté por Ana. Últimamente era él quien se veía con ella porque coincidían en el hospital o porque se encontraban para que mi padre se distrajera, porque era la mejor amiga de mi madre o… Me pregunté si no se habría enamorado de Ana mientras su mujer estaba enferma como escape psicológico a la situación. Pero si así fuese no comería así. ¿No dicen que el amor quita el hambre? Quizá fuesen preocupaciones del trabajo o la situación en sí, que era opresiva y angustiosa. Yo por lo menos buscaba a mi hermana.
—¿Ana? Ya aparecerá —dijo bebiéndose de un trago una copa de vino de una de las botellas que Ana traía a casa. Nos habíamos dejado de remilgos. Estábamos como estábamos y hacíamos lo que estuviera a mano para no estar peor y poder mantener el tipo.
—Oye, papá, ¿quién te regaló la cartera de piel de cocodrilo?, debe de costar un dineral.
—Betty. Un día se presentó en casa bastante alterada y con esa cartera. Ni siquiera era mi cumpleaños. No era nada, le dio por ahí y se lo agradecí mucho, pero no quiero llevar en el taxi algo tan bueno y tan caro. Si la quieres, puedes usarla.
Se la había regalado hacía unos siete años. Era invierno, finales de enero. Seguramente había aprovechado las rebajas. Qué más daba.
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No pensaba intentar ninguna venta esa mañana. En el contestador dos clientes habían dejado varios pedidos suculentos de aquellos con los que mi madre solía frotarse las manos, y también la habían llamado de la empresa para la que trabajaba. Ya le pediría instrucciones por la tarde porque ahora tenía pensado ir de compras. No hay nada como levantarse con algún objetivo por pequeño que sea y lanzarse a la calle en busca de respuestas. No hay nada como sentir que la vida va a ayudarte. Los niños van al colegio, los padres al trabajo, la gente conduce, camina, compra, habla, sueña despierta o mata a alguien, como la Vampiresa, todo menos parar. También había en el contestador tres mensajes de mis mejores amigas. Querían verme y contarme cómo les iba en la universidad. Marga, Carmen y Rosana. Tenían una vida maravillosa y se les notaba en la voz, las tres habían querido hablar, las tres me decían que me echaban de menos. Dos habían empezado Derecho y la última Periodismo. Una aún arrastraba el novio del instituto y las otras estaban en ello. Les habría encantado que les contara mi aventura con Mateo, el encuentro en el metro, el local de ensayo, la moto, la noche, el beso, la habitación de la Estaca y nosotros en su cama. Pero no quería dar una falsa impresión de felicidad. Mi vida no era romántica, ni tampoco quería que se enterasen aún de la enfermedad de mi madre y de que tenía una hermana fantasma porque no me serviría para nada, no podrían ayudarme y además me harían perder el tiempo. Ellas y yo vivíamos en universos paralelos y de momento no era capaz de regresar al suyo.
Tomé el autobús que me llevaba de Mirasierra a Moncloa y luego el metro que iba a Goya; en total casi una hora. ¿Quién no sentiría una gran curiosidad por saber por qué su madre, que era la mujer más ahorrativa del mundo, había hecho un gasto tan excesivo en una cartera de auténtica piel de cocodrilo? Si quería una pieza de lujo que pudiéramos heredar algún día, lo normal es que hubiese elegido un bolso, que ella podría lucir en esas ocasiones en que mi padre se ponía la chaqueta azul marino. Con ese dinero le podría haber regalado a papá varios trajes y corbatas de firma. A cualquiera se le habrían ocurrido mil cosas más útiles y bonitas.
La verdad es que cuando la foto de Laura estaba allí la cartera no tenía ninguna importancia; ahora, en cambio, se había convertido en un misterio. Desde que había caído en el universo del misterio todo era misterioso, todo significaba otra cosa. Y aunque intentara no pensar, como me recomendó María, de pronto sonaba una alarma por aquí y otra por allá. La cartera tenía alarma. Peletería Valero era una tienda elegante. El escaparate doblaba la esquina, y el zapato más barato costaba más de cincuenta mil pesetas. Ofrecía sensación de calidad y clase. Seguro que Ana la del perro compraba en sitios como éste. Mi madre se conformaba con menos de la mitad, nunca le había dado mucha importancia a la apariencia. Yo era más superficial y enseguida me llamaron la atención unas botas de piel de serpiente del escaparate. Eran las botas más bonitas que había visto nunca. Parecían hechas para mí. No se indicaba el precio, lo que sería una manera de hacer entrar y preguntar. De todos modos, sabía que fuese cual fuese el precio no podría pagarlo.
Empujé la pesada puerta de cristal con pegatinas de MasterCard y American Express para averiguar por qué habría entrado un día mi madre como yo ahora. Había todo tipo de complementos de piel y también maletas y bolsas de viaje. Una señora flaca, con una falda larga y un cinturón ancho, marrón, que caía con mucho estilo sobre la falda a la altura de las caderas, escuchaba a una clienta con cara de cansancio. Movía sus huesudas manos con lentitud, animándola a buscar alrededor algo que le gustase y a no marearla más. Estaba muy morena, como si tuviese una playa en su casa. Y no parecía resignarse a no llevar el pelo largo ni rojizo, aunque ni el pelo ni ella tuviesen ya veinte años, ni treinta, ni cuarenta, ni cincuenta.
En el mostrador estaba examinando unos papeles una chica castaña clara con mechas rubias, más o menos de mi edad, quizá mayor que yo porque yo siempre parecía tres años mayor de lo que era. Me acerqué a ella y le describí la cartera de piel de cocodrilo que le habían regalado a mi padre hacía unos años y que se había estropeado. Le dije que quería otra igual. La chica tenía los ojos claros, entre azules y grises, los labios un poco gruesos, la nariz recta y la cara llenita, un poco redonda, aunque era muy delgada de cuerpo.