Entra en mi vida (38 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

BOOK: Entra en mi vida
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Lilí no contestó, no le hizo falta, Carol estaba por encima de todo lo que su hija y su nieta pudiésemos llegar a ser. Mamá salió levantando una ventisca con la falda y volvió con un cepillo. Me lo pasó con furia, sin reparar en que podían caer pelos en la sopa. Desde luego no era como Carol, que escanciaba el té como una japonesa. Cuando ya me había tomado medio plato, Lilí me puso una pastilla en la boca. Me las metía con sus propios dedos cortos y gordos, se dejaba las uñas un poco largas para estilizarlos. Si hubiese podido, habría metido la cabeza para ver si me las tragaba, pero como no podía y la lengua, los dientes, el paladar y todos los pliegues y huecos a los lados de la lengua eran míos y nadie podía conocer y dominar este terreno, me atreví a desobedecer a Lilí y a esconder la pastilla en un recoveco. Aunque fuera inevitable que se deshiciera un poco, no tendría el mismo efecto que tragarme la pastilla entera.

—Termínate la sopa —dijo Lilí.

Yo no quería hablar mucho para que la pastilla no se moviera ni se deshiciera más deprisa.

—No quiero más, estoy muy cansada.

—Llevas todo el día en la cama, no puedes estar cansada.

• • •

Lilí me miró con la mirada que ponía cuando algo le resultaba sospechoso, antipático, cuando su cerebro le recomendaba que no se fiara. Por eso siempre me daba miedo mentirle o enfadarla, por la mirada sobrehumana que salía de sus ojos. Cuando iba al colegio envidiaba a los compañeros que eran capaces de mentir a sus padres sin preocuparles las consecuencias, sin temer ninguna auténtica represalia. Decían: me han castigado, sin miedo, sin darle importancia. A mí no me castigaban y sin embargo el que le ocultara algo a Lilí, el que quisiera hacer algo por mi cuenta escamoteándoselo hacía que ella me apartara del mundo tan increíblemente agradable que sabía crear. Me negaba su voz cantarina, sus abrazos, sus negros ojos llenos de pequeñas estrellas que disparaba sobre las personas que le caían bien cubriéndolas de resplandor. No gustarle a mi abuela era hundirse en la oscuridad y la soledad más absolutas, y por eso siempre me sentí diferente de los otros niños, que no tenían una abuela como Lilí. Generalmente tenían dos y podían compararlas, también contaban con algún abuelo y un padre. Yo no los echaba de menos y no me imaginaba cómo sería la vida con tantos hombres en la familia. Me parecía bastante la existencia de Alberto I y Alberto II y casi le agradecía a Lilí que no le hubiese consentido a mamá meter a ningún Larry en casa. Como mucho los recibía en sus dominios, y de ahí iban a la calle.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el cabecero. No podía moverme sin tirar la bandeja.

—Tienes que comerte la pera —dijo como quien dice: sé que tienes la pastilla en la boca y, cuando abras la boca para morder la pera y masticarla, por narices vas a tragarte la pastilla, a mí no puedes engañarme porque soy Lilí, no soy ninguna de esas abuelas tontas con nietas listas que hacen con ellas lo que quieren. No quieres más sopa porque has escondido la pastilla en algún hueco.

—Bueno, ya está bien, déjala dormir —dijo mamá—. No creo que vaya a salir corriendo.

—Ahora te preocupas de ella —dijo Lilí con su característica voz de enfadada, mirándola directamente, retándola.

Mamá se cruzó de brazos contemplando la lámpara del techo. Lilí ya no la impresionaba.

—¿Dónde estabas cuando tenía cuarenta de fiebre? —dijo Lilí fuera de sí apoyando las manos en los brazos de la silla a punto de levantarse—. Y cuando había que hablar con los profesores, cuando se caía, cuando había que cambiarle los pañales, cuando echó los dientes. Y ¿dónde estabas cuando ocurría lo que ocurría? Estabas en tus cosas, con tus amigos, en Tailandia, pintando todos estos cuadros —dijo refiriéndose a los cuadros que adornaban casi todas las paredes de la casa y que mamá pintaba siempre que venía de Tailandia con la cabeza llena de ideas.

Yo continuaba con los ojos entrecerrados y cerrados y me resbalé un poco más en la cama cuidando de no tirar nada.

—La gran idea fue tuya, no mía, yo no necesitaba nada.

—Lo hice por ti, para que no estuvieras sola. Siempre has sido una inconsciente y huyes de la vejez, pero un día la vejez te dará el alto y entonces te acordarás de tu madre y de lo que hice por ti.

—No quieras ser la madre perfecta. Lo hiciste por ti y sólo por ti. Yo fui tu excusa.

—¡Ya está bien! —dijo Lilí—. Hablaremos de eso en otro momento.

Noté que se acercaba más a mí y abrí los ojos al notar algo frío en los labios.

—Vas a beber agua —dijo.

Sus dedos gordos y aplastados se reflejaban en todas las caras del cristal.

Procuré no hacer saliva para que la pastilla no se desgastara. Ésa era mi principal preocupación. Oía hablar a Lilí y a mamá mientras me concentraba en no deshacer la pastilla. Y creo que mi abuela sabía que le estaba escamoteando algo.

No tenía más remedio que beber. Traté de hacer presión con el lado izquierdo de la lengua sobre la pastilla para que no le entrara agua pero de una manera que no me obligara a forzar la cara ni a hacer ninguna mueca rara.

El trago de agua fue definitivo, aunque no suficiente por el gesto de Lilí. Tenía un sexto sentido que la alertaba si no lo controlaba absolutamente todo.

Le sonreí un poco, porque al hablar hubiese movido la pastilla y volví a cerrar los ojos. Mamá retiró la bandeja.

—Venga, ya está bien —dijo.

La puso en las rodillas de Lilí, se acercó a mí, me dio un beso en la frente. Me escurrí completamente hacia abajo y me tapó con el edredón.

Noté su beso como algo extraño porque no me había besado muchas veces. No era la típica madre, había algo que tenían las madres de mis amigas que no tenía la mía y que no era fácil de explicar, pero tampoco había sido mala conmigo. De pequeña, recuerdo que a veces ponía música y bailábamos y me dejaba que le pintara las uñas. Íbamos de compras y al cine si no le daba guerra. Muy pronto comprendí que me compensaba comportarme como le gustaba a mamá. Me compraba ropa bonita para que estuviera guapa en nuestras salidas, aunque a veces no podía evitar caerme o ponerme enferma o salir llorando del colegio y eso le enfadaba, y por eso yo no quería por nada del mundo ser un problema para ella. Ahora estaba siendo un problema y debía de estar muy fastidiada, pero también debía de dolerle verme en esta situación.

Y por fin oí las ruedas de la silla ir hacia la puerta y, antes de cerrarla, a Lilí se le ocurrió apagar la luz.

—Sueña con los angelitos —dijo como cuando era pequeña, con la diferencia de que yo ahora era mayor y ella vieja, y no se fiaba de mí ni yo de ella.

Me saqué con el dedo la pastilla y la iba a pegar en la sábana, pero lo pensé mejor y metí la mano bajo el colchón. Ahí la pasta blanca que dejase la pastilla al restregarla se notaría menos. Procuré pasar bien el dedo por el hueco en que prácticamente se había deshecho. Tendría que haberla dejado entre las encías y la mejilla y no entre las encías y la lengua, donde se concentra más saliva. Necesitaría enjuagarme la boca y escupir; de todos modos, había tragado parte del sedante y notaba un poco de ese bienestar que odiaba últimamente. No era normal que no quisiera sentirme flotando, en las nubes. No era normal que lo que más me apeteciese fuese salir a la calle y sentirme helada y sola. ¿Qué habría hecho Verónica en esta situación? Ella jamás se encontraría como yo, no tenía miedo a desagradar. No le habría aterrado no conseguir la aprobación de Lilí, seguro que había discutido muchas veces con su madre. Parecía que nadie le había dicho nunca, ni padres, ni profesores, lo que tenía que hacer.

Quizá lo que acababa de hacer con la pastilla demostraba que estaba trastornada. Ningún loco sabe que lo está y al fin y al cabo yo estaba en esta habitación y en la cama porque lo había recetado el doctor Montalvo, un psiquiatra. No estaba así por capricho de mi abuela ni de mi madre y no tenía por qué sospechar del doctor, ni tampoco tendría que sospechar de Lilí ni de mamá porque esta situación las sobrecargaba de trabajo. Seguramente me curaría cuando dejase de sentirme amenazada constantemente y cuando dejara de pensar que las personas que más me querían eran mis enemigas. Lo más razonable sería dejarme llevar por ellas, pero sabía que mi locura me lo impediría.

• • •

Me desperté de pronto. Antes de abrir los ojos ya estaba despierta. Noté claridad en la habitación porque los párpados no son lo bastante gruesos para cubrir toda la luz ni toda la oscuridad. Notaba un resplandor rosa sobre ellos, y una sombra sobre el resplandor y el aire de un brazo al moverse. Estaba echada sobre el costado izquierdo, de cara a la puerta, a la lamparita y a la presencia que se movía. E hice lo que no debería haber hecho bajo ningún concepto, abrir los ojos y ver a Lilí de pie mirándome. Me asusté, casi grité. Hacía mucho que no la veía fuera de la silla. No la recordaba tan enorme con su pijama blanco y el pelo blanco. Me miraba sin parpadear, analizándome.

—Tengo sed —dije.

—Estás soñando, no tienes sed de verdad. Cierra los ojos.

Le hice caso. Me volví hacia el otro lado y cerré los ojos. Apagó la lamparita y salió y no me atreví a moverme, ni a abrir los ojos en la oscuridad, me tapé la cabeza con el edredón como cuando era niña y había hecho algo que sabía que iba a disgustar a Lilí. Ahora sí quería dormirme y que la terrible visión de mi abuela de pie fuese un sueño. No lo conseguí porque me dormía un rato y al despertarme Lilí, alta, grande y erguida, seguía siendo real. Y cuando entró la luz de las siete de la mañana seguía siendo real.

Me levanté, abrí la ventana, respiré el aire frío y me estiré. No tenía la cabeza como siempre, estaba embotada, pero podía moverme, andar y me consumían las ganas de salir afuera y ser uno más de los que van por la calle al trabajo, a los estudios, a lo que sea. Echaba de menos la zapatería y hablar con la gente. Me volví hacia la puerta, de un momento a otro podría entrar Lilí. Dormía muy poco, se despertaba mucho. ¿Vendría en la silla o andando normal? Acababa de comprender que siempre le había tenido miedo y que estaba a punto de perdérselo. Siempre había creído que era respeto y un amor grandioso, pero acababa de descubrir en mi cabeza embotada que sobre todo era miedo. Cuántas veces el amor es miedo y el miedo es amor.

No era el momento de salir corriendo, no tenía suficiente fuerza, no estaba preparada. No podía tirar toda una vida por la borda, aún no era capaz de plantarme en la calle en pijama y con el pelo revuelto, siempre había deseado ser perfecta. Y además, si no estaba loca, serían dos contra una. Cerré la ventana y volví a la cama. No sé cómo podría soportar otra mañana metida aquí con Lilí vigilándome. Hasta ahora no me había preguntado cómo se las arreglaba sin mí para vestirse y peinarse estos días. Normalmente lo hacía yo antes de bajar a la zapatería y daba por hecho que Petre la ayudaba a ducharse por las noches antes de que yo regresara de clase. Ahora consideraba completamente posible que se duchase ella misma.

Desde luego, si Verónica no hubiera entrado en mi vida, nada de hubiese ocurrido, yo habría seguido siendo la misma, no habría sentido curiosidad, no me habría obsesionado y no habría enfermado de los nervios y mi mundo no se habría desmoronado, porque pasara lo que pasara mi relación con la familia ya no sería la misma, ni siquiera con Alberto I y Alberto II, que enseguida le fueron con el cuento a Lilí de lo de mi padre. Tampoco podía esperar ninguna ayuda de Carol.

Estuve dando vueltas en la cama hasta las ocho. Entonces empecé a escuchar a Lilí llamar perezosa a mamá. La tienda se abría a las diez, pero si no la iba despertando ya no bajaría hasta las once.

• • •

Entró con la silla, que apenas cabía entre la cama y el armario, y que movía ella misma dándole a las ruedas. Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas con mucha fuerza. Qué bien se había metido en el papel de inválida, ¿lo haría para darme pena? Quizá cuando se le pasó el problema de las rodillas le había tomado gusto a que yo la atendiera y al doble juego, a parecer más débil de lo que era. Resultaba desconcertante verla estirando el brazo todo lo que podía y pasando ese rato tan incómodo sin necesidad.

—¿Qué tal has pasado la noche?

Fingí encontrarme como cuando me tomaba la pastilla, atontada y somnolienta, sin ganas de levantarme.

—Bien. Soñé que te veía de pie junto a mi cama.

—¿Ah, sí?

—Me asusté porque me parecías más alta que cuando andabas.

—A ver si ahora vas a tener alucinaciones.

No dije nada. Me levanté para ir al baño tan despacio como cuando me tomaba la pastilla, apoyándome mucho en la cama y poniendo la mano en la pared para andar. Al volver el armario estaba abierto y Lilí iba examinando la ropa colgada en las perchas una por una. Me dio muy mala espina. No pregunté. Me senté en la cama.

—¿Por qué no tratas de desayunar aquí? —dijo mamá entrando como un vendaval y colocando la bandeja en la mesita redonda que había junto a la ventana, con las sillas tapizadas en terciopelo rosa, y donde habíamos estado charlando Carol y yo hacía mil años.

Me levanté de la cama y me dejé caer en la silla. Ante mí tenía un vaso de leche, dos rebanadas de pan con mantequilla y una naranja.

—¡Cuánta comida! —dije, aunque la verdad es que tenía hambre.

—Ya estamos como siempre —dijo mamá que llevaba un vestido largo de algodón con un cinturón ancho en la cadera y una rebeca encima. Se había puesto unas botas de ante de la tienda de las más caras. No le dije nada, se suponía que no estaba en condiciones de percibir estos detalles. En mi estado normal a veces tenía que hacerle ver el precio de las cosas que cogía de la tienda. Entonces se enfadaba conmigo, pero yo prefería congraciarme con Lilí que con ella.

Lilí salió con enorme esfuerzo y aproveché para comérmelo todo con auténtico placer; parecía que me estaba enchufando gasolina con una manguera, iba sintiéndome con más energía y fuerza. Mamá se entretenía mirando el armario y probándose alguna cosa mía, aunque mi estilo no le gustaba, le parecía demasiado elegante. Yo, sin embargo, era incapaz de ir como ella, como si viviera en Ibiza en una caravana. Cuando Lilí apareció de nuevo miró la bandeja donde no quedaba ni una miga y me pidió que me acercara a ella. Me agaché junto a sus piernas, y sus dedos y sus uñas pintadas de rosa no me pusieron la pastilla en la punta de la lengua como otras veces sino que la empujaron hacia adentro y sentí los dedos en la lengua. Me volví hacia la bandeja para beber y en el trayecto de dos pasos hice lo que pude para arrinconar la pastilla donde tenía pensado. No fue posible ladearla tanto, pero pude cerrar con la lengua ese canal para que el agua no la empujara hasta la garganta. Estaba decidida a seguir loca pero enterándome de lo que ocurría.

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