—Cuando tuve que ayudarte no pensé en las consecuencias —dije.
—¿No ves? ¿Qué clase de padres tengo que tuve que recurrir a una adolescente en un momento así? No merece la pena que remuevas nada. Ningún padre se lo merece.
—Tú lo sabes —le dije mirándola todo lo fijamente que era capaz.
Como respuesta cogió la bandeja y salió. Sonó el timbre de la puerta y
Leo
salió como una bala peluda ladrando a su manera chillona. Debió de abrir Carol porque la oí hablando con alguien que no se distinguía. Cuando volvió ya tenía pensado lo que iba a decirme.
—Te dije en la boda que cerraras el pico y ahora te digo que hagas lo posible para convencerlas de que has entrado en razón. Yo tampoco quiero que sigas con eso, no estoy de tu parte. Lo siento.
Se puso el abrigo, los zapatos y cogió en el brazo a
Leo
como si fuese un pequeño bolso. Se colocó las gafas de sol en la cabeza y el bolso auténtico en el hombro derecho. Era independiente, libre, tenía su propio dinero y cuando salía en televisión subía la audiencia. Si yo hubiese triunfado en el ballet no tendría que estar todo el día pensando en Lilí y en mamá, en que marchase el negocio de la zapatería. Vivía bien y tenía el futuro resuelto, pero no había hecho nada por mí misma. Tenía la sensación de que no me merecía nada. Me metí en la cama desfondada. El té me había espabilado y casi era peor, ya que por lo menos antes de llegar Carol me encontraba somnolienta, tumbada en una barca entre olas. Carol no me quería, estaba menos unida a mí que yo a ella. No le importaba nada lo que pudiera pasarme, mis penas no eran asunto suyo. Ahora me daba cuenta de que ella había sido siempre la auténtica, la importante, la más querida incluso por Lilí. No podía evitar sentirme inmensamente triste, con una tristeza, ahora sí, digna de la consulta del doctor Montalvo. Con gusto me tomaría una de esas pastillas que me hacían descansar tanto para no llorar.
Verónica no descansa
El viaje a Alicante me afianzó en mi relación con Laura y con la memoria de mi madre. Me hizo ver con claridad que lo que estaba haciendo era lo que tenía que hacer. Para mi madre fue mucho peor porque antes que en ella debía pensar en no hacer daño a Laura. La vio crecer y hacerse una mujer sin poder abrazarla una sola vez.
El plan era vigilar la casa de Laura. Me tiré todo el día merodeando por allí por si veía el momento de colarme en el portal, subir al piso y tratar de que Laura me abriese. Seguramente habría muchas otras cosas más inteligentes que hacer, pero no se me ocurría ninguna. No veía más allá de mis narices, de aquel portal y de la zapatería. Junto a ésta había una tienda de antigüedades con muebles como los de doña Lilí y al lado un restaurante que parecía de juguete. Después una joyería clásica y cara del mismo tipo que el cofre de mi abuela Marita. Enfrente y a unos metros de distancia se encontraba la cafetería donde Greta hacía manitas con su novio. Yo reponía fuerzas e iba al baño en una tasca de dos calles más allá, donde no me encontraría con nadie conocido. La primera en llegar todas las mañanas era la dependienta, que imitaba el estilo de Laura, que seguramente debía de ver, oír y callar y que también se estaría tragando el cuento del pie roto de Laura. A veces se quedaba sola un cuarto de hora, media hora, pero no me atrevía a entrar por si me pillaban allí Greta o Lilí.
Mi plan era subir al piso cuando Lilí estuviese en la zapatería, por donde andaba de un lado a otro sin molestarse en disimular que no estaba impedida. Greta era más fácil, podría distraerla con cremas y masajes, a no ser que le estuviera haciendo compañía Larry o Petre, el forzudo que a veces empujaba la silla de Lilí. Claro que podría subir con
Don
y entonces no se atreverían a hacerme nada. Pero no había traído a
Don
, sólo el maletín profesional por si me decidía a abordar nuevamente a Greta.
Había comprobado que se turnaban. Por la mañana atendía el negocio Greta, aunque en realidad todo lo hacía la dependienta y ella se dedicaba a flotar con sus largas faldas entre maletas y zapatos, reflejada en las estanterías de cristal y en los espejos. Charlaba con los clientes, sobre todo si eran hombres, y a veces se le olvidaba que les tenía que cobrar. Entonces hacía gestos de estar sobrepasada por el trabajo y a la mínima se marchaba a tomar un té verde a su cafetería de referencia, el templo de tantas intensas miradas con Larry. Por la tarde, cuando más clientela había, bajaba Lilí. Le empujaba la silla el forzudo, aunque se levantaba al poco rato y guardaba aquel enorme trasto en el cuarto de atrás. Se trataba de la única oportunidad que me quedaba de subir al piso y poder ver a Laura.
A las seis de la tarde Lilí estaba en la tienda bastante entretenida con unos empresarios japoneses que cogían bolsos de Prada como caramelos. El forzudo se marchó hacia el metro y no había visto entrar a Larry en el portal. Era el momento perfecto para subir al piso.
El portero me reconoció y le indiqué con la mano que subía. Él asintió. Dábamos por hecho que iba al dentista. Toqué el timbre de la puerta de Laura con el mismo nerviosismo que en los exámenes de Selectividad. Oí un ladrido. Me quedé paralizada, sin comprender. Era un ladrido chillón, se te clavaba en el oído. Salía por debajo de la puerta, casi podía verse el aliento rozándome las botas. Cuando reaccioné, subí al descansillo. Se me había olvidado que las botas de pitón hacían ruido al andar porque tenían una suela muy buena de cuero hecha a mano, pero no sé por qué desde que las había comprado sólo me las quitaba para dormir y para estar en casa, quizás porque me daban fuerza y me ligaban con Laura y su vida.
Al abrir la puerta, salió un chucho diminuto con un lazo en el cuello. Gruñó todo lo que le daban las pequeñas cuerdas vocales hacia arriba, donde yo estaba. Lo cogieron unas manos de princesa y lo elevaron hacia su boca. Dejó que la pequeña lengua rosa le lamiera los labios.
—¿Qué te pasa, pequeñín? —dijo mirando por el hueco de la escalera—. ¿No ves que se han confundido?
Me sonaba la cara de esta chica. Debía de tener la edad de Laura, aunque, como la misma Laura, casi parecía de mi edad. Tenía un pelo castaño precioso, de un brillo casi irreal, que también me sonaba. Los pantalones se le ajustaban a la perfección, ni una arruga, ni una tirantez, tenía el culo justo e iba completamente erguida. Se metió para adentro haciéndole mimos al caniche, y me senté en el primer escalón, expuesta a que algún vecino me preguntara qué hacía allí, a lo que respondería que estaba esperando el ascensor, pero tenía que concentrarme en la chica que acababa de ver. La conocía. Me presioné la frente con las yemas de los dedos intentando remover las imágenes que había por allí dentro. Lo que había allí era un misterio. Había tantas cosas que me habrían ocurrido y de las que no me acordaba…, era imposible recordar lo que no se recuerda. No se puede obligar a la mente a hacer algo que no quiere. Ya estaba: la chica que acababa de ver era una actriz de series de televisión y también salía en el anuncio de un champú. Su melena cuadrada cayéndole por la espalda era inconfundible. Lo que sucede es que siempre había pensado que tenía los ojos verdes y en cambio ahora los tenía marrones. Sería amiga de Laura o puede que de Greta. Recordaba vagamente haberla visto alguna vez metiéndose en el portal, pero sin poner interés, sin relacionarla con Laura.
Iba a marcharme cuando se volvieron a oír los chillidos del miniperro y unos tacones. Abrió la puerta la actriz, que con zapatos acababa de crecer diez centímtros. Llevaba el perrillo en brazos, sus orejas tiesas y las canicas brillantes de los ojos apuntaban hacia mí. Su dueña llamó al ascensor y luego se lo pensó mejor y bajó andando con cuidado de no torcerse un tobillo. Como actriz no debería bajar la guardia y descuidar su aspecto en ningún momento porque siempre podría ser reconocida y estar expuesta a comentarios.
Ahora sí era el momento de volver a llamar.
Abrió Greta con cara de estar harta de todo. Yo tenía preparada una gran sonrisa.
—Hola —dije—. ¿Me recuerda? Del otro día, el masaje…
—Hola —dijo ella—. Ahora no puedo atenderte.
—Será sólo un momento. Pasaba por aquí y me dije: seguro que quiere probar el sérum de diamante.
Volvió la cabeza hacia adentro. Se oía un sollozo, ahogado por varias puertas. Sería Laura y probablemente no estaba en su cuarto, que era la segunda puerta a la derecha atravesando el salón.
—Si vuelves dentro de un cuarto de hora quizás podamos…
Me resistía a marcharme.
—El caso es que tengo varias visitas…
El sollozo cesó. Ahora llegaba un silencio más llamativo que cualquier grito. Greta no sabía qué hacer. Yo sonreía.
En ese momento sonó el teléfono y con la puerta abierta fue a cogerlo.
—Doctor Montalvo, a ver qué puede hacer, no hay quien la aguante. Sí, unos días fuera le vendrán bien.
Regresó a la puerta dispuesta a cerrármela en las narices.
—Ahora no puede ser, querida.
Querida. Vaya palabra tan antigua. ¿Le llamaría querido a Larry?
Aunque presentí con gran fuerza que Laura estaba tratando de escuchar lo que decíamos, no tuve más remedio que marcharme. Marcharme o pegarle un puñetazo a esta vieja joven, dejarla en el suelo e ir a buscar a Laura. Demasiado engorroso y nada viable, porque no sabía si Laura estaría en condiciones de venirse conmigo. Además nos vería el portero. Antes de que pudiésemos darle el alto a un taxi, los tendríamos encima.
Iban a llevársela a algún sitio para quitarla de en medio y entonces sí que sería difícil rescatarla. Bajé pensativa con la imagen de hace unos días de Laura en pijama y la bata abierta, descolocada, y el pelo revuelto, andando entre muebles oscuros con las pantuflas.
No podía dar vuelta atrás. Yo tenía la culpa de que Laura se encontrara en esta situación y ahora me daba cuenta de que esto es lo que quiso evitar mamá y por eso no entró como una furia en esta casa exigiendo sus derechos. Lo que no sospechó nunca es que Ana la traicionaba. Su lucha fue más ciega que la mía.
Laura, el amor es miedo y el miedo es amor
Me pareció oír la voz de Verónica. El otro día, cuando salí del cuarto azul para ir al baño y pasé por los dominios de mamá y la vi, me pareció un fantasma, una de esas visiones que tienen las locas, y me asusté y me encerré de nuevo en el cuarto, porque aquí estaba a salvo y me sentía como un pájaro. Volaba y descansaba, volaba y descansaba. Y ahora su voz. Parecía completamente real. Hablaba con mamá en el recibidor y dejé de llorar. Era como si la voz de Verónica me dijera no tengas tanta pena de ti. Sé valiente y ayúdate, yo no puedo hacer más de lo que hago. Me levanté y pegué el oído a la puerta. No era un sueño y lo comprobaría cuando me durmiese y me despertara, así que me metí otra vez en la cama. Ya no tenía tantas ganas de llorar, algo me había dado fuerza, quizá la voz de Verónica tan arcillosa.
Después sonaron los pasos rápidos de mamá con sus botas de cowboy bordadas en plata. Venía enfadada. No es que se enfadara mucho, sólo se enfadaba si no hacía lo que le apetecía en cada instante, y en éste por mi culpa no habría podido hacer algo.
Abrió con fuerza.
—¿Qué te pasa? ¿No puedes dejar de gimotear como un perro?
—Mamá —dije, y al decirlo noté que esta palabra era falsa. ¿Serían todas las madres como era la mía conmigo? Ahora yo cargaba con todo el trabajo de la tienda y gracias a eso ella podía estar mucho con su Larry, pero de pequeña siempre fui una carga y más de una vez mi abuela y ella discutieron delante de mí de una manera que me hacía muy infeliz, porque discutían por mi culpa—. Lo siento —dije—. Estoy cansada.
—Yo sí que estoy cansada de estar aquí todo el día metida. Por la tarde aquí y por la mañana en la tienda, y ¿cuándo vivo?
—Yo no tengo la culpa.
—Sí que la tienes. Lo has fastidiado todo. Está muy feo que vayas por ahí preguntando quién era tu padre y arrancando fotos del álbum. ¿A quién se las has enseñado? Si tienes algo que preguntar, pregúntamelo a mí. —Se había sentado en la cama y movía las manos como si quisiera llevarlas al cuello y estrangularme—. ¿Sabes quién era tu padre? ¡Nadie! Un polvo de una noche de verano. Podría haberme deshecho de ti y no lo hice, y total ¿para qué?, para tener disgustos y más disgustos.
Volví a llorar, y ella me abrazó. Me pasó dos veces, no más, la mano por el pelo como hacía siempre.
—Cuando venga tu abuela no quiero que te vea así. Al fin y al cabo yo soy tu madre.
No supe qué quería decir con esta frase. La retuve junto a mí aunque sabía perfectamente que estaba deseando largarse a leer sus revistas.
—Quiero volver a la tienda —dije consciente de que le estaba mojando su jersey morado preferido—, quiero ponerme bien y que todo sea como antes.
Por fin logró separarse de mí.
—No va a ser fácil, ya conoces a tu abuela. Cuando pierde la confianza en alguien…
—Ha sido una tontería. No quiero que seas esclava de la tienda.
Me miró muy seria, sin creer lo que le decía.
—Vivíamos tranquilas y ahora…, no sé…, has complicado las cosas.
—Ayúdame a ser como antes.
—Ahora, cariño, la última palabra la tiene el doctor Montalvo. Tendrá que evaluarte para ver si puedes salir a la calle.
Me tumbé sobre el costado derecho, de espalda a la puerta. Si Pascual estuviera aquí podría ayudarme. Le habría contado lo de Verónica y él, por ser científico, habría sabido distinguir la verdad de la mentira. Pero Pascual y yo cada vez teníamos menos de que hablar, cómo iba a soltarle que mi familia no es mi familia, que cuando nací me arrancaron de mi madre verdadera y que ahora me han encontrado. ¿Qué iba a hacer él desde París, desde su laboratorio y su bata blanca?
• • •
Por la noche Lilí entró en el cuarto. Empujaba la silla mamá. Traía sobre las piernas una bandeja con sopa, pan, agua, leche, una manzana y las pastillas que ponía en una cucharilla.
—Dice Greta que estás mejor.
Me incorporé en la cama, y mamá dobló la almohada para que pudiera apoyarme mejor.
—Péinala —dijo Lilí—, mira qué greñas tiene. No me digas que has recibido a Carol con esa pinta.
—No sé —dije—, no me ha dicho nada.
—Siempre estás con Carol —dijo mamá enfadada—. Carol por aquí y Carol por allá. Lo único que tiene es que sale en televisión. No es mejor que yo en nada ni… que Laura.