Entra en mi vida (36 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

BOOK: Entra en mi vida
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—Perdona que sea tan directa —dije—, pero no tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Qué ocurrió cuando mamá dio a luz la primera vez?

—No lo sé, no estaba allí y no me lo perdonaré nunca.

Me limité a seguir mirándola.

—Nos enfadamos con ella por quedarse embarazada sin estar casada. Era nuestra hija y teníamos muchas esperanzas puestas en ella. Ahora habríamos reaccionado de otra manera, pero entonces fue así.

—¿Y qué más? ¿Se marchó y ya está?

—La noche en que se puso de parto me llamó. Ella estaba en Madrid y yo aquí, a cuatrocientos kilómetros de distancia, aunque hubiese salido corriendo no habría llegado.

—¿Y saliste corriendo?

—Era imposible llegar a tiempo. Le dije que saldríamos por la mañana y llegaríamos al mediodía. Le dije que la habíamos perdonado. Tu abuelo estaba de acuerdo, nos podríamos haber matado con el coche de salir de noche.

Contemplaba extasiada sus ojos pequeños, casi de china, debajo de las gafas con una montura de un color parecido al del pelo. Me alegraba saber que mi madre había sido justa.

—Mi padre tampoco pudo estar con ella. Se encontró completamente sola —dije.

Al oír este comentario, reaccionó llena de viveza.

—No, gracias a Dios no estuvo sola.

—¿Cómo?

—Su amiga Ana estuvo con ella en todo momento, desde el principio hasta el fin. Por eso Betty la quería tanto. La socorrió y compartió con ella aquellos terribles momentos.

—¿Hablaste con Ana al llegar?

—Cuando llegamos Ana ya se había marchado. No pudimos llegar al día siguiente porque se nos estropeó el coche, llegamos al otro, cuando Betty ya estaba en casa. Tu padre también estaba allí y se hizo cargo de todo.

—Así que Ana.

—Sí, ella la llevó a la clínica y se encargó del papeleo de la defunción de la niña. Pobrecilla.

—¿Y mi padre lo sabe?

—Creo que sí. Nunca nos hemos puesto a hablar de aquello, no es plato de gusto. Son cosas que pasan, pero tu madre no lo superó y nos culpabilizó a todos.

—Mamá siempre pensó que la niña estaba viva, que alguien se la quedó al nacer.

Hizo el gesto de cogerme la mano, y yo hice el gesto de coger un vaso que había en la mesa.

—Es normal que le costara hacerse a la idea. No es fácil aceptar que estas cosas nos pasen a nosotros. Y conmigo hubo un antes y un después, nunca volvió a ser la misma hija. Lo pienso una y otra vez, y aunque hubiésemos salido corriendo nada habría cambiado.

—¿Y si no hubieseis renegado de su embarazo?

Marita se secó unas pequeñas lágrimas debajo de las gafas.

—No me lo perdonaré nunca. No sé si ella me perdonó.

Estuve a punto de decirle que no, aunque quién sabe, quizá sí la había perdonado. Mamá tenía un corazón muy grande.

—Se pasó toda la vida buscando a su hija y ahora la busco yo.

Se quitó las gafas para secarse mejor los ojos.

—¿Y qué dice Daniel?

—No tiene nada que decir. Él que haga lo que quiera.

—Hazme caso —dijo—. De eso hace mucho tiempo.

Sentí que los ojos se me convertían en duras piedras, piedras de cien millones de años que ella no podía penetrar con sus pequeñas lágrimas.

• • •

Me marché corriendo a la playa a buscar a mi padre. La distancia era de un kilómetro de filas de pareados, adosados, aislados, casitas de playa antiguas, apartamentos y algún hotel. El chalé de mis abuelos era de los años cuarenta, de color amarillento y contraventanas mallorquinas verdes. El jardín, pequeño, enano en comparación con otros, pero con lo necesario: dos palmeras, un limonero, dos naranjos, una buganvilla junto a la fachada, adelfas bordeando el murete y, detrás, un patio de suelo rojo con barbacoa y horno. Era imposible que mi madre no hubiese sido aquí feliz a pesar de Marita. Olía a mar y las pequeñas gotas que traía la brisa se me pegaban a la cara y el pelo. Los pulmones funcionaban a pleno rendimiento y pude seguir corriendo por la parte dura de la arena hacia las lejanas figuras de mi padre y de
Don
que parecía que se había vuelto loco, se acercaba al agua y se alejaba y daba vueltas alrededor de su amo medio saltando. No me cansaba, era como haber caído en el centro de la vida misma. Me crucé con algunos pescadores que llevaban botas altas de goma, las cañas de pescar y cubos de plástico. Era una pena no haber disfrutado más de niños de este paraíso, pero después de hablar con Marita comprendía a mi madre, no podía hacer como si nada hubiese pasado. Lo terrible era que su sacrificio había sido en balde porque hay personas que desde los cinco años hasta la muerte casi no cambian. Unas cambian mucho y otras nada, aunque la realidad es que era difícil saberlo porque a veces lo único que cambian son las circunstancias, la vida, como le había pasado a mi padre, que no creo que antes de nacer yo fuese muy diferente.

Quería darle un susto, pero
Don
no me dejó. Ladró, se revolcó, se me subió encima con sus patazas. Mi padre se giró.

—¿Ya te has cansado de estar allí? —Se quedó mirando el mar respirando profundamente—. Betty no soportaba este sitio, le parecía una cárcel.

—Papá, tienes que tener cuidado con Ana. Marita me ha dicho que estuvo presente en el nacimiento de Laura y que ella fue la que la llevó a aquella clínica.

—Por eso tu madre le tenía tanto cariño. Fue la única que no le falló. Los demás fuimos unos miserables.

—Papá, escúchame, deja ya de mortificarte. Ana es amiga de la familia de Laura.

Me miró, triste, como siempre que se hablaba de este asunto.

—Ya sé que no crees que Laura esté viva, pero existe una Laura y casualmente Ana es amiga íntima de la familia de esta Laura. ¿No te parece extraño?

—Para eso hemos venido, ¿verdad? No para reconciliarnos con la vida de Betty ni para disfrutar de este momento, sino para sonsacarle información a Marita.

Entrelacé una mano con la otra, suplicando.

—Aquí podemos volver cuando queramos, el mar no se va a ir y Marita es un caso perdido, su manera de querer es muy decepcionante. Mamá lo sabía y por eso abandonó.

—¿Y qué tengo que hacer yo?

—Ten cuidado con Ana, con lo que le cuentas, no sé, ¿no tienes curiosidad por ver a Laura?

—¿Es que no podemos dejar las cosas como están? Nosotros no somos nadie para arreglarlo todo. Imagínate que en lugar de hacer el bien hacemos daño a esas personas.

Se quitó las gafas para limpiárselas. Sus ojos me recordaban mucho a los de Laura.

—Nuestras vidas están alteradas desde hace mucho tiempo y no creo que haya sido para mejor, ¿estás segura de que debemos alterar otras vidas?

Lo que mi padre no sabía es que ya estaban medio alteradas y que esta situación era mucho peor que llegar al fondo. No sabía que Laura muy probablemente estaba retenida por su familia y que quizá llegaría el momento en que él no tendría más remedio que actuar. Mi madre no se había atrevido a alterar la vida de su hija Laura y sin darse cuenta había alterado la mía.

—Creo que vuelvo a Madrid, tengo mucho que hacer. No hace falta que vengas, pediré un taxi para que me lleve a la estación.

Me cogió del brazo.

—Espera. Yo prefiero despertarme mañana en casa. Podemos marcharnos dentro de tres o cuatro horas, cuando
Don
esté agotado de correr.

Yo también aproveché para correr y regresé antes que mi padre. El abuelo se había levantado de la siesta y le había preparado la merienda a Marita. Dijo que tenía un pescado extraordinario para cenar.

—Nos marchamos dentro de un rato. Tengo un examen y no lo he preparado bien. Además el perro y la gata podrían pelearse. Lo siento. Vendremos pronto.

Me pareció ver una pena sincera en la cara de mi abuelo. Era curioso que siempre llevase chaleco como los abuelos clásicos. Éste era de pana muy fina. Vestía con mejor gusto que Marita y pese a lo mayor que era tenía una gran mata de pelo cortado al mínimo. Era corpulento y tenía la nariz fuerte como mamá y como yo. Yo me parecía a ese hombre más que a mi padre, con el que había vivido toda mi vida.

Se levantó y dijo con voz quebrada:

—Voy a congelar el pescado.

Salimos de allí a las ocho, después de merendar un poco por insistencia del abuelo. Pero antes Marita me dijo que la siguiera a su cuarto. Abrió un cajón y sacó dos billetes de mil pesetas.

—Uno para ti y otro para Ángel —dijo.

—Espera —dije—. Si el cofre de las joyas es para mí, dámelo ahora.

Se le frunció el ceño ligeramente, no podía disimular el disgusto.

—No es bueno heredar antes de tiempo, luego lo necesitarás más.

—Ahora o nunca —dije.

Salió de la habitación y cerró la puerta. Eligió nunca. Dejé los dos billetes en la consola de la entrada. No miré al abuelo a la cara, no quería saber lo buen abuelo que podría haber sido de no ser un cobarde.

Ángel no encontró a ningún amigo y también le pareció de perlas regresar a casa.

Nunca llegaría a alegrarme bastante de haber hecho este viaje. Comprendía mucho mejor a mi madre. No bastaba con tener a alguien: ni siquiera el amor es suficiente.

Capítulo 39

Laura, lo siento

Tenía sueño, no me apetecía levantarme de la cama. Cuando andaba me mareaba. Todos me decían —Lilí, mamá, el doctor— que necesitaba descansar. Sólo salía para ir al baño. Lo bonito estaba aquí dentro, entre el cielo azul. Mamá solía traerme algo de comer. Me decía que necesitaba reponer fuerzas. La sopa era lo que mejor me sentaba, lo sólido me costaba tragarlo, no tenía hambre. Llegaría el momento en que acabaría saliendo de la habitación azul, pero tampoco lo deseaba demasiado porque no podría manejarme en el mundo exterior. En estos momentos subir o bajar las escaleras para salir a la calle era como subir el Everest. Por la mañana la abuela estaba en casa y me peinaba y me obligaba a cambiarme el pijama. Hueles que apestas, decía, con razón, porque era incapaz de ducharme. Una vez, entre sueños, me pareció que Lilí se levantaba de la silla y venía andando hacia mí y se me quedaba mirando mientras yo estaba en la cama. Tanto sacrificio para nada, dijo, y salió empujando ella misma la silla.

Siempre que se abría la puerta, sentía entre alegría y desasosiego y a veces prefería hacerme la dormida y que volviese a salir la persona que había entrado. Sin abrir los ojos, reconocía a mamá por el perfume que desplegaba con cada movimiento, como si le corriese por las venas en lugar de sangre. Reconocía a Lilí por el ruido de la silla y porque volvía el aire más denso, como si en el cuarto azul hubiese más gravedad que en el resto del planeta. También noté que alguna vez entró Petre por su respiración, una respiración profunda que absorbía todo el aire y lo devolvía caliente, demasiado caliente.

Sin embargo, esta vez tenía los ojos abiertos. Me dio mucha alegría ver que la puerta del cuarto se abría y que entraba Carol y su pequeño
Leo
, siempre pegado a la altura de su pecho y soltando desagradables ladridos. Si pudiera hablar tendría una voz muy irritante.

Desde la boda no había vuelto a verla ni siquiera en la serie; me dormía viendo la televisión.

—Anda, levántate —dijo tendiéndome la bata—. Vamos a sentarnos.

Nos sentamos en las butaquitas de la mesa camilla y
Leo
se tumbó en la cama olisqueando las sábanas y la almohada. Mamá asomó con una bandeja con té y tazas y nos pasó las dos manos por las dos cabezas al mismo tiempo.

—Si necesitáis algo, estoy en mi gabinete.

Se tumbaría en los cojines a leer revistas hasta que llegara Lilí y pudiera marcharse con Larry, al que había hechizado con un conjuro que le vi hacer una vez.

Carol sirvió el té. Estaba guapísima y sin embargo no tenía suerte con los chicos. Yo al menos tenía a Pascual, aunque estuviera en París y nos viéramos en verano, navidad y Semana Santa como mucho. Hoy Carol no se había puesto lentillas y tenía los ojos de su color natural, tampoco llevaba rímel ni maquillaje y parecía más joven. Se quitó el abrigo y los zapatos y suspiró aliviada. Ella no se puso azúcar, yo sí, varias cucharillas. El té me estaba sentando bien.

—No sé qué me pasa, Carol. No me duele la garganta, no me duele nada, no tengo fiebre y no puedo con mi alma.

—Necesitarás descanso.

—Me da miedo tener algo malo.

—No lo creo. Estoy segura de que no. Lo único malo lo tienes en la cabeza.

—¿No tendrías que estar grabando?

—Se ha suspendido el rodaje y he aprovechado para verte. Vengo a decirte algo muy importante y quiero que me entiendas bien y que me hagas caso.

Me puse otra taza del té verde de mamá y más azúcar. Me iba despejando poco a poco.

—No preguntes más por tu padre, que si lo conocían o dejaban de conocerlo. Te has puesto muy pesada con eso. En la boda de Alberto se lo preguntaste a todo el mundo. Comprenderás que a tu madre y a tu abuela no les haya sentado de maravilla.

—Carol, eso no es todo. He conocido a una chica que dice que es mi hermana.

Carol se echó para atrás y separó un poco la butaca de la mesa camilla.

—No digas tonterías.

—Yo también pensaba que eran tonterías, pero puede que sea verdad. Nadie conoce a mi padre, no me parezco a ellas ni a ti y tengo la sensación de que hay gato encerrado. A Lilí le sentó muy mal que cogiera unas fotos de mi madre embarazada y de mí misma recién nacida del álbum y que las llevara en el bolso. Me registró el bolso. ¿Te parece normal?

Esperaba que se cayera de la butaca, que se atragantara, que me mirara con cara de espanto, y se limitó a mover la cabeza y con ella toda su sedosa melena. No puso el grito en el cielo.

—Necesito salir de dudas —dije— sin alarmar a mi madre y a mi abuela. Necesito que me eches una mano.

—¿Qué pretendes hacer?

—Saber más. Seguramente tendré que hacerme algunas pruebas.

Ahora sí que sus ojos sin lentillas parecían asustados.

—No se te ocurra mezclarme en esto. Soy un personaje público. Cuando salgo en la serie sube la audiencia. Estoy en lo mejor de mi carrera. Me niego a que mi nombre aparezca junto a un escándalo como ese de la tele de niños comprados.

Estaba atontada, pero no tanto como para saber que yo no había dicho nada de niños comprados.

—¿Podría ser yo una niña comprada?

Me hizo la señal de que bajara la voz. Ahora hablaba en un susurro.

—Olvídalo todo, por tu bien. Eres hija única, todo esto es tuyo. Tampoco creo que te traten tan mal. Ningún padre es perfecto, todos son un desastre, y tu abuela es capaz de matar por ti. No vuelvas a hablar de padres que no existen, ponte bien, compórtate como antes, hazles olvidar que sospechas. Hazme ese favor.

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