Afortunadamente me abrió Greta, que me intimidaba menos que Lilí, por eso era porque nunca la había mirado de cerca, cara a cara, a pocos centímetros de distancia. Su mirada llegó del país del hielo y de la piedra, llevaba los ojos pintados alrededor con una línea verde, pero no eran verdes, no tenían nada que pudiera dejar embobado a Larry, sin querer los estaba comparando con los de mi madre que estaban atravesados por puntos dorados cuando les daba el sol y pardos cuando llovía. Greta debió de ser bella de niña, guapa de joven y ahora era casi fea.
Pregunté por Greta Valero como si no la conociera. Le dije que estábamos entregando muestras de los nuevos lanzamientos cosméticos a la clientela antigua más distinguida.
Se le iluminó la cara todo lo que esa cara seca podía iluminarse.
—He echado mucho de menos vuestros productos, pero la comercial que venía, una señora muy agradable, un día desapareció. ¿Qué le ocurrió?
Le dije que yo era nueva y que no tenía ni idea. Pasó la mano por la piel del abrigo sin pedirme permiso. Por un instante temí que lo hubiese reconocido.
Le puse en la mano la primera muestra y comencé a explicarle cómo debía aplicársela. Ella me miraba a mí y hacia adentro. No sabía si hacerme o no hacerme pasar hasta que se decidió.
—¿Y dices que tengo que ponerme una gasa encima? —preguntó mientras me conducía a sus dominios étnicos, como los llamaba Laura.
Me invitó a sentarme en los cojines y entrecerró la puerta. Encendió una lámpara de sal. Ella se sentó en la posición del loto. Yo no me quité el abrigo. Le fui explicando las maravillosas propiedades de las cremas y me ofrecí a darle un masaje con la de caviar. Echó un vistazo a mis botas.
Le entusiasmó la idea del masaje y me trajo algodón y tónico. Empapé dos algodones y se los puse sobre los párpados. De fuera llegaba el ruido de la silla de ruedas yendo y viniendo y la voz melosa de Lilí regañando a Laura.
—¡Tienes que cenar!
—Cierra la puerta del todo —me ordenó Greta.
—Relájese —dije sin hacer caso—. Este momento es sólo suyo. Piense que abre un cofre, la tapa es muy pesada, pero al final logra abrirla y va metiendo allí todo lo que no le gusta, los contratiempos del día. Vaya metiéndolos uno por uno y al final deje caer la tapa del cofre con fuerza. Ya no tiene de qué preocuparse. Piense sólo cosas agradables.
Suspiró, y empecé a masajearle la cara sin quitar la vista de la puerta. Hasta que por fin vi pasar a Laura. Tosí y volví a toser. Laura empujó la puerta de mala gana. Al principio no me distinguió bien, pero a los dos minutos abrió la boca. Me puse un dedo en los labios.
—¿Quién está ahí? —dijo Greta.
—Soy yo —contestó Laura.
—Ahora estoy ocupada —dijo Greta.
Laura llevaba una bata abierta sobre un pijama de felpa y unas pantuflas parecidas a las que yo usaba en casa. Bostezó y se pasó el puño por los ojos.
—Terminaremos enseguida —dije yo haciéndole a Laura una seña que no sé si entendió. Al fin y al cabo, ni yo misma la entendía, era sólo una manera de hacerle comprender que estaba aquí por ella.
Laura miró a la derecha y se fue hacia la izquierda, por donde había venido, con ligereza, y al momento aparecieron las negras ruedas de la silla de Lilí.
—¿Qué pasa aquí? —dijo asomándose.
—Por Dios, ¿es que no puedo darme ni un masaje? Mamá, cierra la puerta y vete.
Me dio miedo Lilí. Me dio miedo cómo me miró. Tuve la impresión de que lo había adivinado todo. No le parecía normal que yo estuviera allí.
—Y mañana lo ideal es alternar con el gel de algas. Si acaso le interesa algún producto no tiene más que pedírmelo.
—Dame un teléfono y te llamo —dijo Greta quitándose los algodones—. ¡Qué suavidad! Aunque no lo creas, me has quitado un peso de encima.
Lilí permanecía en la puerta mirándome, haciendo cábalas, tratando de situarme en toda esta historia.
—A usted le vendría bien una mascarilla de arcilla para la grasa —dije dirigiéndome a ella.
No contestó, estaba pensando. Parecía un general valorando la estrategia del enemigo. Me estaba poniendo nerviosa, más que el tipejo que le robó el abrigo a mi madre, más que el profesor de filosofía. No sabía cómo enfrentarme a estas mujeres. Tal vez podría llamar a Laura y pedirle que se viniera conmigo, pero no estaba segura de en qué punto se encontraba ella, no conocía su situación real y podría quedar en evidencia.
—Bueno, pues ya está —dije colgándome la mochila del hombro.
Lilí no se apartó de la puerta. Me quedé esperando de pie que me permitiera pasar. La silla era como un tanque. Greta, a mi espalda. Noté que se cruzaban una de esas miradas que llaman inteligentes porque valen por una charla de una hora. No cambiamos de posición durante varios segundos. Greta se aproximó un poco más y no pude evitar estremecerme cuando noté su mano en la espalda. La pasó arriba y abajo como haciendo memoria.
—No me gustan las pieles —dijo—. Siempre me imagino al animal muerto.
—A mí tampoco mucho. Es un regalo —dije.
—Y a caballo regalado… —dijo Lilí apartándose de la puerta.
Laura no volvió a aparecer por allí. Creo que se asustó al verme y no querría comprometerme. Tampoco debía de sentirse muy despejada para hacer frente a esta situación, por nada del mundo habría esperado encontrarme en su casa. Se la veía pálida y llevaba el pelo revuelto de recién levantada de la cama. Puede que realmente estuviera enferma, con gripe por ejemplo, pero desde luego el pie lo tenía perfecto. A veces se miente a medias para no dar muchas explicaciones, aunque en este caso un pie roto significaba, de cara a las clases de ballet, que Laura iba a estar recluida en la casa bastante tiempo.
Mientras iba hacia la puerta, procuré recobrar la sangre fría para darme cuenta de cualquier señal que me hubiese dejado Laura con la que decirme estoy bien o estoy mal. Como si fuera tan fácil idear en un momento así toda una estrategia de comunicación. La silla de la abuela iba pisándome los talones. De la cocina llegó un sonido brusco, un choque de cacerolas. ¿Sería ésta la señal?
Al salir y cerrar la puerta, eché una intensa ojeada por el suelo y retiré el felpudo con el pie por si Laura había deslizado alguna nota. Lo hice con mucha discreción porque sentí la mirada de Lilí en la mirilla.
No conseguí pasar desapercibida para el portero. También sentí las cosquillas de su mirada de reojo. En la calle me subí las solapas del abrigo lo que pude y recorrí la acera buscando algún papel que pudiese haber tirado Laura desde la ventana de su cuarto. Miraba discretamente porque ya sabía que Lilí era muy capaz de levantarse de la silla y asomarse por la ventana. No vi ningún papel e imaginaba la desesperación de Laura si es que había tirado algo para que yo lo viera.
Me marché a casa con el peso en la conciencia de que no debía haber dejado allí a Laura. Tenía la terrible sensación de que no la vería más. Y cuando vi a mi padre absorbido por la televisión con barba de dos días y acordándose de mi madre pensé pedirle ayuda y contarle lo que había descubierto y en qué situación se encontraba su hija fantasma. En este momento le creía muy capaz de montarse en el taxi, ir allí, coger a Laura del brazo y traerla con nosotros. Mi padre ahora ya no era tan mirado como antes. El problema es que no iba a ser tan fácil, Lilí debía de tener pensadas unas cuantas cosas para un caso así. Se había enterado de que su familia la buscaba y no iba a consentir que le arrebatásemos el fruto del dinero y el esfuerzo invertido en Laura. Puede que incluso el cariño invertido en ella.
Ángel era un menor y no quería involucrarle en algo tan feo, ya sabía demasiado, ya no estaba teniendo una adolescencia como la de todos los chicos. No debía actuar a lo loco. Si mi madre no lo había hecho, por algo sería. Mi madre había estado en el piso de encima de la zapatería y probablemente también en la casa de El Olivar. Debió de haber un momento en su vida en que las piezas le encajaron bastante bien, menos la de Ana.
Verónica comprende
Yo estaba tan absorbida por la extraña situación que podrían estar viviendo Laura, mi padre por su pena y mi hermano por su adolescencia, que me olvidé, a todos se nos olvidó, de que Ángel tenía que devolver a
Don
a su dueño, o quizá no tenía que devolverlo. Nadie mencionó esta circunstancia. A mi padre no le importó encargarse de llevarle al veterinario y después hacer el papeleo correspondiente, lo trajo con un collar precioso. En el taxi puso una mampara que lo separaba de los viajeros y así podía llevarlo en el asiento del copiloto.
Don
no era remilgado, se hacía a todo, comía de todo y no se mareaba. Cuando le cortábamos las greñas se dejaba hacer sin rechistar y mi padre disminuyó considerablemente la ingesta de cervezas, como si
Don
le hubiese convencido de que lo hiciera. Me dieron ganas de decirle a Ángel que había tenido razón y que lo de papá se había arreglado solo, pero me reprimí para no darle alas. Todo el mundo era tan inteligente, todo el mundo sabía algo. María, la ayudante del detective Martunis, me había dicho que las piezas irían encajando y tenía razón, ahora no me costaba tanto saber qué paso dar. No tenía que pensarlo, me venía a la cabeza, como si las piezas se movieran solas, y ahora se situaba en primer plano mi abuela Marita. Era un elemento fundamental que había dejado pasar por alto. Marita era la madre de mi madre y había llegado el momento de que me explicara qué había ocurrido entre ellas para que su hija no la hubiese querido como yo quería a mi madre. Y además necesitaba sacarme de la cabeza el clima asfixiante de la casa de Laura para sentirme capaz de ayudarla.
Convencí a mi padre de que fuésemos a pasar el fin de semana a Alicante con los abuelos. No le di opción. Le dije que le sentaría bien darse un paseo por la orilla del mar. Le dije que
Don
se volvería loco con el agua y tanto espacio para correr ahora que no había bañistas. Le dije que a Ángel le vendría bien ver a sus amigos de las pasadas vacaciones. Le dije que yo lo necesitaba y me puse a hacer las maletas. A mi padre ver a Marita no le traía buenos recuerdos. Propuso que nos marchásemos a cualquier otro sitio, pero no cedí.
Durante el viaje se me atravesó el hueso de melocotón de tal manera que empecé a toser y a toser y tuvimos que parar en un restaurante de carretera con tejas de barro. La vida continuaba tan inexorablemente su curso que no podía soportarlo. Incluso nosotros, que queríamos tanto a mi madre y que tanto nos costaba seguir adelante, íbamos a Alicante en contra de sus deseos y con un nuevo miembro en la familia,
Don
, al que ella nunca conoció. ¿Llegó a darse cuenta de que su hijo Ángel era un joven sabio? Pasé al baño y, mientras orinaba, dejé que la cara se me contrajera al máximo, que se exprimiera y que saliera un poco de dolor.
Aunque me la lavé, se notaba que había llorado todo lo que es posible llorar en cinco minutos. Ni mi padre ni Ángel, acodados en el mostrador, me miraron más de la cuenta. Se imaginaban lo que me sucedía porque también a ellos les pasaba.
• • •
Los abuelos nos estaban esperando con el arroz metido en el horno. También Marita había llorado. Para ella debía de ser tremendo que esto ocurriera sin su hija. A pesar de todos nosotros, la vida corría y era imposible detenerla, siempre adelante, adelante, como todas las galaxias girando a gran velocidad hacia algún lugar que puede que ni siquiera exista.
No esperaban que tuviésemos un perro. Ellos tenían una gata. Me alegré de crearle un problema a Marita y que el momento no fuese tan idílico como ella había imaginado, que era lo mínimo que habría deseado mamá.
A los tres nos daba cierto cargo de conciencia disfrutar tanto de esta comida, que yo estaba deseando que terminara para encontrarme a solas con Marita. Mi abuelo se echó la siesta. Estaba agotado. Era él quien compraba, quien hacía la comida, quien recogía la mesa, quien había preparado nuestras camas, porque Marita, al ser tan bajita, daba la impresión de que era muy frágil y de que cualquier esfuerzo podría hacerle daño. Las pocas veces que había estado con ellos había sido así. Ella no hacía absolutamente nada. Por lo menos se había decidido a tener una hija, con lo que le habría supuesto parir. Mi abuelo vivía para cumplir sus deseos. Era muy serio y hablaba poco, parecía que tenía un mundo interior inmenso y que había vivido cosas que hacían que su vida actual fuera una fiesta.
Le dije a Marita que yo recogería y que descansara.
—Gracias, hija —dijo.
No quería enternecerme, puesto que a mi madre no la habían enternecido nunca.
Marita me traía los platos al fregadero y cuando por fin sacudió el mantel se quedó a mi lado mirándome cómo fregaba.
—Tu padre se ha marchado a dar una vuelta con el perro por la playa y Ángel está buscando a sus amigos.
Había ido a la peluquería y le habían ahuecado el pelo, lo que la volvía casi más pequeña. Vio mis ojos clavados en su cabeza.
—Es el color de moda para las señoras de mi edad.
No dije nada, como habría hecho mamá.
—Me alegra mucho que estéis aquí, ojalá que…
—¿Por qué no llegasteis a reconciliaros mamá y tú?
—Ven aquí —dijo cogiéndome del brazo—, luego lo terminará tu abuelo.
Me sequé las manos y la seguí. Hizo que me sentara a la mesa camilla, en uno de los dos sillones de orejas donde tarde tras tarde debían de ver la puesta de sol. Se marchó y al rato volvió con un joyero.
Sacó un collar de perlas, anillos, pendientes, pulseras, más collares en estuches aterciopelados. Se limpió las gafas con las faldas de la mesa.
—Lo guardaba para tu madre, quería dejarle algo de valor, pero la vida no me ha permitido compensarla. Tú serás la heredera.
No supe qué decirle. Mamá habría rechazado aquel joyero con pinta de cofre del tesoro, pero yo pensé que ya que el mal estaba hecho nos vendría muy bien. Cuando asistiera de verdad a la universidad no podría trabajar tanto y luego estaba Ángel y a lo mejor Laura. Y había que pensar que si mi padre sufría un accidente nos quedaríamos al descubierto. Así que lo aceptaría y alargué las manos para coger el cofre, pero Marita se anticipó, lo cerró y se lo llevó.
—Cuando muera ya sabes que es tuyo —dijo a su regreso, y se sentó.
Había sido un espejismo, un toque de atención sobre las miles de tentaciones que podrían desviarme del camino.