Me miró detenidamente. Del mismo modo que yo había visto muchos profesores como él a lo largo de mi vida, él había visto muchas alumnas como yo a lo largo de la suya. En cierto modo, éramos viejos conocidos. Iba a preguntarme quién era yo.
—Cuido a su madre. Ha sufrido mucho perdiéndola y buscándola y se merece poder darle un beso. Es una buena persona, créame.
—Esa información debería autorizarla el director. Como comprenderás, no soy quién para revelar los datos de los alumnos.
—Los dos sabemos que el director se va a negar, no querrá complicaciones. Nadie las quiere y por eso hay tantas injusticias en el mundo.
Ahora iba a preguntarme cómo me llamaba.
—Mi nombre es Verónica. ¿Recuerda los apellidos de Laura?
Alarma en los ojos enterrados bajo gruesas cejas.
—¿No sabes cómo se apellida?
—Seguramente son falsos.
—¡Por Dios! Mira que he visto cosas raras… Ya tengo bastante con soportar a estos mendrugos.
Habíamos llegado al momento exacto en que sería contraproducente presionarle. Me levanté de la silla donde me había sentado, sin darme cuenta, en algún momento de la conversación y le tendí la mano. Él no me la dio, se limitó a mirarme fijamente y se encogió de hombros.
—Dame tu teléfono. Te llamaré en cuanto sepa algo.
Había un rayo de esperanza en medio de la sensación de que estaba deshaciéndose de mí. Casi me había olvidado de que la Vampiresa me esperaba y crucé rápidamente el vestíbulo y el patio.
Estaba fuera del Mercedes fumándose un pitillo y tenía puestas las gafas de sol, como una actriz venida a menos. No me habló, pero no parecía enfadada, parecía que había llorado. Quizá había tenido tiempo de darle vueltas a su vida.
—Lo siento —dije—. La gestión ha sido más lenta de lo que creía.
—¿Qué sitio es éste? No entiendo nada.
Hablaba para sí, se hablaba de sí misma, y me asombraba que yo la comprendiese tan bien.
—Todo tiene que ver con el amor. El amor es nuestra maldición. Nos hace felices, nos esclaviza, nos corrompe, nos enseña a odiar. Todo se hace o no se hace por amor. Parece algo bueno, pero de verdad te digo que si no existiese el amor no habría guerras.
Se quitó con una uña perfectamente esmaltada una lágrima debajo de las gafas.
Ahora sí que seguí las indicaciones de mi madre y no dije nada.
Me dejó en el centro con los dos maletines y me dijo adiós desde las gafas negras por la ventanilla. Sentí algo dentro, como si la conociese de toda la vida y no fuese a verla más.
—Siento dejarte —dijo—, pero a las dos tengo hora en la peluquería.
Primero me había dicho que tenía una cita para comer y ahora para la peluquería, ¿adónde iría? A ningún sitio importante. Aparcaría el coche en algún centro comercial y se dedicaría a hacer compras y a olvidar lo que tuviese que olvidar.
• • •
Me quedé paralizada ante la cartera de piel de cocodrilo. No podía ser. La foto de Laura no estaba. Metí la mano por todos los recovecos varias veces, después volví al armario y saqué la manta en que estaba envuelta. La sacudí encima de la colcha de flores y pasé la mano por la colcha por si estaba camuflada entre los pétalos y las hojas. Tenía ganas de llorar, tenía un hueso de melocotón en la garganta que no me dejaba tragar saliva. ¿Qué pasaba con la foto de Laura? Fui a buscar la escalera para poder meter la cabeza en el último estante del armario. Entonces tuve la esperanza de que se hubiese caído donde estaban colocados los zapatos. Los saqué todos y aproveché para limpiar con una bayeta el fondo y volví a colocarlos. Me encontraba exhausta porque llevaba casi una hora de rodillas en el suelo con zapatos planos, de tacón, de medio tacón, botas y los mocasines de mi padre, con cordones, deportivas, y recordando a mi madre con los blancos, los negros y los últimos que se había comprado rojos. Mi madre no tiraba nada y mucho menos los zapatos, que conservaba prácticamente nuevos, dando lugar a que los antiguos volviesen a ponerse de moda. Me levanté tambaleándome. No tenía fuerza para seguir buscando, se me acababa de ocurrir que quizá la foto podría haber ido a parar debajo de la cama, pero si me agachaba para mirar ya no podría con mi alma, tendría que retirar las pesadas cajas con libros y ropa y luego meterlas otra vez. Así que me limité a subir ligeramente la colcha y echar un vistazo por los pies de la cama. No había nada, y me tumbé a descansar sobre aquel vergel de pétalos y hojas al que sólo le faltaba oler. Sentí una inmensa paz. De debajo de la almohada llegaba el perfume del camisón de mi madre. La hermosa vida era muy injusta, y cerré los ojos; qué bien me encontraba así, respirando y sintiendo esta calma en este momento de mi única vida. Se me cerraron los ojos lentamente y sentí que me hundía en un colchón de hojas. Aunque era muy agradable dejarme caer sin ninguna resistencia ni obstáculo, el hecho de hundirme no me parecía una buena señal, había algo dentro de mi sueño que me alertaba en contra, y me desperté para no seguir cayendo.
Miré el reloj de la mesilla. Había pasado casi una hora desde que me había dormido y sólo recordaba cómo debajo de mí no había somier, ni cajas con libros y ropa, ni suelo, sólo la oscuridad del universo que me llevaba hacia algún lugar. Estaba fría como una muerta, y tenía que ir a ver a mi madre. Tenía que cruzar al otro lado del mundo, tenía que entrar en el vestíbulo del hospital, caminar hasta los ascensores del fondo, subir en uno, pulsar el botón de cuarto piso, salir y tomar el pasillo de la derecha hasta la habitación. Atravesar el olor a antibióticos y desinfectante y atravesar la mirada de la gente que esperaba en el pasillo, atravesar su impaciencia y su angustia. Y en ese momento, precisamente en ese momento en que puse los pies en el frío suelo y vi como en una película a Ana la del perro buscando la cartera de cocodrilo aquella tarde en que tuvo la casa para ella sola, en el momento en que la vi de puntillas pasando la mano por el último estante y tirando de la manta hacia ella, en ese momento sonó el teléfono y fui al salón a contestar. Era Mateo.
—No dejo de pensar en ti y en la otra noche. No he podido esperar a que me llamases.
Sentí una inmensa alegría y remordimientos por sentirla, y mordisqueé algunas palabras completamente decepcionantes para él y para mí misma.
—¿Qué te pasa?, ¿estás arrepentida de estar loca por mí?
No podía ni imaginarse lo inocente y normal que era. Creía que por llevar una calavera en la hebilla y una cobra en el dedo, por colocarse con la princesa de oro en los conciertos, por besar bien, por tener más años que yo y por haberme echado literalmente en sus brazos estaba seguro conmigo.
—Necesito verte.
Muchas veces, al despertarme por la mañana, me quedaba un rato en la cama con las manos bajo la cabeza mirando al techo e imaginándome que un chico como Mateo me decía lo que él estaba diciéndome ahora. Era algo que les ocurría a muchas chicas, sobre todo en las películas, y que a mí podría ocurrirme algún día, y ese día había llegado, pero en mal momento.
—Me gustó mucho que me trajeras a casa en la moto y… todo lo demás. ¿Has devuelto la chaqueta?
—Olvídate de la chaqueta. La tiré en un contenedor. Iba a guardarla como recuerdo, pero me ocupaba todo el armario.
Me reí con una risa un poco tonta.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Tengo trabajo. Iba a salir ahora mismo para allá.
—¿Y mañana?
—Te llamaré. Te lo prometo.
Me quedé callada un segundo deseando decirle que aún no me creía lo que me había pasado con él y que si por mí fuera no me separaría de su camiseta negra ni un minuto. Le seguiría a los conciertos y me abrazaría a él mientras estábamos en grupo todos juntos, como antes había hecho la Princesa, y no pensaría en nada que no fuera mirarle una y otra vez, una y otra vez hasta agotarme. Le diría que me gustaba de él incluso lo que no me gustaba, como la perilla.
—¿Te ocurre algo? —preguntó.
—No es nada, es que tengo prisa. Cuanto antes termine, antes podré llamarte. —Bajé la voz un poco—. Tengo muchas ganas de que nos veamos.
No dije ganas de verte, sino de que nos veamos. Me parecía menos comprometido.
Colgué el teléfono con la sensación de que había estado demasiado fría y que lo había estropeado todo, cualquier cosa antes que contarle que ahora iba al hospital a ver a mi madre y que buscaba a una hermana fantasma. Para mí, Mateo estaba unido a la música, a los chicos de su banda, a la moto y a las ganas de besar a una chica como yo en una plaza oscura, y yo quería estar unida a los sueños que se hubiese creado sobre mí. No quería sacarle de ellos tan pronto. No quería pasarle, como si fuera un porro, los problemas de mi vida porque entonces ya no me trataría igual y no podría sentir la alegría que sentía ahora camino de la habitación 407. Necesito verte, me dijo. Tenía la voz casi dulce, casi áspera, puede que este tono le hubiese llevado a querer cantar.
Al llegar a la puerta oí voces conocidas. Me dio alegría y rechazo. Eran de mi padre y Ana la del perro. No sabía si sería capaz de mirarla a la cara con lo que sospechaba de ella y la cartera de cocodrilo.
Me abalancé a besar a mi madre para no tener que saludar a Ana. Me incliné sobre ella y estuve así interminables minutos hasta que mi padre me llamó la atención.
—Está aquí Ana.
Mi padre era idiota, ¿qué importaba Ana?, la única que importaba era mi madre.
—Ya —dije sin poder disimular mi desagrado y sin mirarla apenas.
—Bueno, tengo que irme —dijo Ana—. Me alegra encontrarte mejor.
Notaba su mirada desconcertada, quizá preguntándose si ya habría descubierto que no estaba la foto de Laura en la cartera. Mi padre dijo que ya que había llegado yo se marchaba igualmente, y salió detrás de Ana. Detrás del vestido de punto verde perfectamente adaptado a su figura. Mi padre le tocó ligeramente la espalda para ayudarla a salir, ese gesto caballeroso sin sentido que hacen los hombres. Ella llevaba un pañuelo largo morado colgando del brazo y un bolso del mismo color. Parecía recortada de una revista. Y en ese momento mi cabeza me ordenó salir al pasillo.
—¡Ana! —Ella se volvió—. ¿Qué tal
Gus
? ¿Dónde lo has dejado?
Sonrió aliviada. O tal vez eran imaginaciones mías.
• • •
Seguramente no hay ningún hijo en el mundo que no haya pensado alguna vez sus padres no son muy listos, que pueden equivocarse y juzgar mal, y eso es lo que me ocurrió a mí con mi padre. Empezó a cabrearme que no creyera la historia de mi madre y empezó a desilusionarme que no se diera cuenta de nada. Él sólo deseaba que todo fuese normal, que su mujer no estuviera enferma, que Laura fuera una ilusión, que Ángel se robusteciera en Alicante y que yo fuera madurando suavemente. Pero a mí no se me iba de la cabeza la visión de Ana robando la foto de Laura. Me estaba volviendo recelosa. No me quitaba de la cabeza el vestido verde ajustado sobre su espalda recta y la mano de mi padre allí mientras salían de la habitación del hospital. Así que esa misma noche al volver a casa le dije que había desaparecido la foto y que sospechaba de Ana porque había estado toda una tarde sola en la casa y era la única que podría habérsela llevado.
Estábamos cenando frente al televisor encendido. Yo no tenía hambre, había comprado unas croquetas hechas y unos sándwiches para no irme directa a la cama y por lo menos conservar el ritual de la cena y, sobre todo, para comentarle lo que había descubierto. Mi padre había traído un pack de cervezas del súper de la esquina. Yo no quise. Ya bebía él por los dos.
—Es increíble que pienses esas cosas de Ana. Es uno de los pocos apoyos que tenemos. A Betty le alegra mucho verla. Hoy se ha puesto muy contenta.
Una madeja enredada de pensamientos. Lo bueno, lo malo, las sospechas, la realidad, la verdad, la mentira.
—Papá, no hay otra explicación.
Empezaba a ponerse nervioso. La vida ya no estaba siendo como él quería.
—Se habrá caído. No puedo imaginarme a Ana —señaló con el brazo el centro del salón—, a esa Ana rebuscando por la casa. ¿Para qué quiere ella la foto?
—No tengo ni idea, pero ha sido ella.
—Estoy harto de la foto de las narices. Estoy harto de que hayamos tirado nuestra vida por la borda porque un día ocurrió algo que no pudimos controlar entonces y que no podemos controlar ahora.
—A todo el mundo le ocurren cosas que no quieren que les ocurran. No somos los únicos y lo mejor es hacerles frente y que dejen de ser fantasmas. Sólo te pido que tengas cuidado con Ana. No le cuentes nada, no confíes en ella.
—Hoy mismo Betty le ha pedido que no se olvide de nosotros. Le ha pedido que te eche una mano y que me lleve de vez en cuando al cine.
Tenía la voz temblorosa y para hablar tenía que tomarse un trago de la lata. Le puse un sándwich en la mano.
—Anda, come. No te vayas a la cama con el estómago vacío.
—Ana no quiere para nada esa foto. Siempre ha sabido que Betty deliraba con eso de que Laura está viva. Siempre ha conocido esa historia.
—Pero no sabía que mamá tenía una foto hasta el día en que se la enseñó. Yo vi cómo abría la cartera delante de ella.
—Vas a volverte loca. ¿Qué pretendes, seguir con esto o ayudar a tu madre?
—Quiero ayudarla —dije con el hueso de melocotón en la garganta.
—La ayudas mucho haciendo su trabajo para que no lo pierda. Le gusta mucho. Pero no la ayudas enemistándonos con su mejor amiga.
Permanecí un poco más delante de la televisión viendo imágenes pasar. La luna por la ventana también pasaba. A pesar de que mi padre no quería aceptarlo Ana había cogido la foto. No era de fiar, aunque aún no supiese por qué. De todos modos, registraría el dormitorio de mis padres de nuevo y ojalá yo estuviese equivocada, y me estuviese pasando de lista, ojalá volviese a creer que mi padre era el gran protector.
• • •
Mi padre. Entre millones y millones de hombres, uno era mi padre. Y por ser mi padre yo daba por hecho que debía ser noble, inteligente, valiente, generoso, honrado, fuerte y cariñoso, simpático. Le faltaba fortaleza y ánimo, se ponía nervioso en los momentos críticos. Ana le había llamado al mediodía para que la llevase a Santander. Podría haber tomado cualquier taxi, pero prefirió darle a él una carrera tan sabrosa. El dinero nos venía bien, no sabíamos qué cuidados iba a necesitar mi madre. Había que reconocer que Ana hacía mucho por nosotros, que siempre pensaba en nosotros. Le había buscado trabajo a mi madre y si tenía que ir en taxi a Santander llamaba a mi padre. Y a mi madre todo lo que hiciera Ana le parecía bien. Era yo, únicamente yo, la que no podía evitar verla al lado de mi padre en el taxi, con su vestido verde y sus perfectas rodillas, encendiéndole un cigarrillo y pasándoselo a él en los labios. Sólo yo le había descubierto un brillo en los ojos, cuando le miraba, muy distinto a su brillo normal. Un brillo alegre y codicioso, como si se hubiese encontrado por la calle un millón de pesetas. Y ese brillo tenía muchísimos más vatios que el bien que nos hacía. Procuré no pensar en ella y en que iba a pasar la noche en Santander con mi padre, que era el marido de su amiga Betty, enferma en el hospital y con una hija desaparecida. Ahora la creía capaz de cualquier cosa, y al mismo tiempo esperaba con toda mi alma que mi padre tuviese razón.