—Algún día podré decirte todo lo que me haces sentir, ahora no puedo —dijo quitándome un mechón de la cara como solía hacer mi madre.
Le comprendía, yo tampoco podía decirle cuánto me gustaba estar con él. Hacía sólo una hora no lo sabía, ni lo imaginaba, aún no existía el mundo de nosotros dos.
—¿Por qué me has traído a este sitio?
—No sé —dijo—, quería mirarte. No podía esperar.
Nos tomamos otra caña más y tuvimos que marcharnos. El camarero al salir nos dijo: Gracias, pareja.
En la puerta tratamos de atisbar otro local abierto, pero no había ninguno. No quería marcharme a casa. No, aún no.
—Estoy como borracho contigo. No me importa nada.
Debía de referirse a la Princesa, a la gabardina, al concierto y a todo lo que yo no sabía de él.
—Y yo.
Nos montamos otra vez en la moto buscando algún sitio donde poder seguir mirándonos y besándonos. Paramos junto a unas luces verdes. Era un pub destinado a hombres principalmente. Nos tomamos otras dos cervezas ajenos a todo.
—Si hoy te hubieses marchado, la vida habría continuado igual, igual.
—Y si tú no te hubieses acercado a mí en el metro no estaríamos aquí, en este sitio tan raro.
Casi toda la conversación giraba en torno a nosotros a partir del momento en que nos conocimos, lo anterior no contaba. Era como si hubiésemos venido al mundo en aquel vagón de metro y hubiésemos vivido sólo desde entonces hasta este momento.
—¿Cuándo podremos vernos?
—Te llamaré —dije—. Esta vez te llamaré.
Insistió en llevarme a casa en la moto a pesar de que le expliqué lo lejos que vivía.
—Pero te morirás de frío —dije sintiéndome cada vez más idiota por no haberle dejado volver por su gabardina.
—No importa —dijo cogiendo de un respaldo una chaqueta de hombre azul marino con botones de ancla. Si puede pagar esos copazos, podrá comprarse otra —dijo en la puerta.
Le estaba enorme, pero gracias a ella pudo llevarme a casa por una carretera de nuestra noche entre las sombras de los árboles y la palidez de la luna. Yo, cogida a su espalda, sintiendo el olor de la chaqueta de aquel otro ser, un hombre corpulento, que sin saberlo nos ayudaba a estar juntos un poco más.
Nos bajamos de la moto y nos costaba trabajo separarnos. Teníamos miedo de que la próxima vez ya no fuera igual, de que el hechizo acabase. Me miraba un poco asustado metido en la gran chaqueta.
—Ahora eres mi chica. No voy a dejarte escapar.
No le dije nada, me quedé muda, porque ya estaba junto a mi casa. Mi padre ya habría vuelto del hospital, la vida de antes del vagón de metro volvía a aplastarme como un tanque. No le dije que no tenía tiempo de ser la chica de nadie, no podría seguirle en sus conciertos, ni esperar a que me llamara. Lo intentaría, pero de antemano sabía que no podría cumplir esa tarea.
• • •
No dejé de pensar en él ni dormida ni despierta. Su presencia estaba pegada a mí como una segunda piel, como una segunda sombra, como una segunda vida. Ni siquiera tenía que pensar en él, estaba cuando me tomaba el café e iba a ver a los clientes. Pensé que me vendría muy bien una moto como la de Mateo: todo me resultaría más fácil y podría hacer tantas cosas que incluso podría ser su chica, pero sabía que no podría ni mencionarlo. Mi madre era totalmente contraria a que mi hermano y yo nos motorizásemos, y mi padre no se perdonaría actuar a sus espaldas y que me ocurriera algo mientras ella estaba como estaba. Así que no tenía más remedio que ir cargada con los productos y dividirme geográficamente las visitas. Hoy me tocaba la urbanización de lujo, de las vallas altas, los perros furiosos, las calles silenciosas. Las casas parecían conventos tras los muros, por donde asomaban las puntas de los pinos. Siempre dejaba para el final a la Vampiresa porque era una venta segura, era como un buen postre detrás de una comida corriente.
No fallaba. La Vampiresa preguntó por el videoportero quién era y me abrió. Me encontré la puerta de la entrada abierta. Dejé en el vestíbulo, sobre las losas de mármol, el maletín con los productos que no eran para ella y busqué el salón con el otro maletín. Del vestíbulo partían unas escaleras también de mármol que sólo había visto en las casas de las películas de los años cuarenta. Miré hacia arriba: había habitaciones bordeando la barandilla del mismo caoba que la mesa de nuestro comedor. Avancé tímidamente en busca del salón. No deseaba por nada del mundo abrir una puerta que no fuese y ver algo que no quería ver.
Por fin oí su voz.
—Pasa, por favor.
Por primera vez la vi vestida, sin esas batas de seda que se le caían por todas partes. Hablaba en voz baja y fumaba.
—¿Qué me has traído hoy? No te esperaba.
—Si quiere, vuelvo en otro momento. No quiero molestar.
—Qué mona eres —dijo—. Tu madre debe de estar muy contenta.
Saqué una crema con partículas de oro que costaba una fortuna. Ella la cogió con una mano terminada en manicura francesa. Debía de tener entre cincuenta y sesenta años, pero aparentaba cuarenta como mucho. Sesenta años de masajes y cremas y suelos de mármol.
—Cuando yo tenía tu edad no hacía nada de provecho. No estudiaba, no trabajaba. Me habría gustado ser peluquera o dedicarme a la cosmética como tú. Me arrepiento mucho. No sé hacer nada.
No creí conveniente preguntarle cómo pagaba su estilo de vida.
—O a la moda —dije—, tiene mucho gusto, mucho estilo.
Me miró con una sonrisa pasada por unas cuantas amarguras.
—Me la quedo.
—Su ingrediente principal es el oro…
—Está bien. Me hace falta. ¿Qué más tienes?
Le vendí en cinco minutos quinientas mil pesetas.
—Espera. Voy por el dinero.
Apagó el cigarrillo en un cenicero de plata tan limpio y reluciente que dolía como si estuviera aplastándolo en un brazo. Nunca la había visto sin la bata y ahora sus formas quedaban más claras bajo los pantalones y la blusa. Era delgada pero con formas. Muslos, pecho, culo. Quizá hacía natación o gimnasia. Tardó bastante en regresar. Al principio me inquietaba que no encontrase el dinero para pagarme porque mi madre me había advertido que no aceptase talones. Al cuarto de hora me llamaron la atención unos ruidos, como el quejido de un hombre. ¿Sería el hombre de siempre? Y luego golpes de muebles como si tiraran cajones al suelo. Caminé intranquila de un lado a otro del enorme salón sobre alfombras persas que daba pena pisar. Había un mueble bar con multitud de botellas y copas. Había mesas junto a las paredes llenas de jarrones de cristal con flores naturales. Había muchas fotos enmarcadas sobre la repisa de la chimenea, casi todas de la Vampiresa y de una niña que puede que fuese ella misma. Había cortinas venecianas en las ventanas bastante bajadas y por las rendijas se veía el verdor del jardín. Debía de necesitarse un ejército de empleados para tener en orden aquella casa y que no hubiese una sola huella en tanto cristal y, sin embargo, no se veía a nadie.
Llegó un poco sudorosa y se encendió un pitillo con manos temblorosas. No se le apreciaba ningún moratón en los brazos. Llevaba una blusa sin mangas y ligeramente escotada. Pegó una calada y luego respiró haciendo un círculo con el cigarrillo en la mano. Se sacó el dinero del bolsillo del pantalón y se sentó.
—Perdona, no me acordaba de dónde había puesto el dinero.
Me pagó en billetes de dos mil. Y le extendí la correspondiente factura.
—Con este lote está surtida para una temporada.
No oyó lo que le decía, estaba pensando en otra cosa. Señaló la factura con el cigarrillo.
—Pon la hora de la venta. Así tus jefes sabrán que no pierdes el tiempo.
No tenía sentido lo que me pedía porque a la empresa lo único que le importaba era la facturación y le daba igual que la consiguiera en diez minutos o en diez horas. Así que no pensaba poner la hora hasta que le vi los ojos clavados en la factura. En la factura y en mí, en mí y en la factura. Escribí: hora de la venta, 12 horas. Suspiró aliviada. Le di una copia, que dobló y guardó en el bolso. Me llamó la atención que no la metiera en un cajón.
—Voy al centro —dijo—. No traes coche, ¿verdad? ¿Quieres que te lleve? Puedo dejarte donde me digas. Me encanta conducir.
Todo en la Vampiresa me sonaba confuso, turbio. Me parecía que me estaba metiendo en algún lío, pero para llegar al colegio Esfera habría tardado como mínimo una hora, cargada con los maletines.
Le di la dirección.
—Tengo que hacer un recado en ese colegio.
La Vampiresa tiró en los asientos traseros la chaqueta que había sacado de un armario fantasma del vestíbulo. Puso música. Tenía un Mercedes con la tapicería de piel beis. Nunca la había visto tan relajada. Ahora las manos en el volante no le temblaban. Estiró sobre ellas los brazos firmes, satinados; seguramente se había dado la crema con polvo de perlas. Era tan cara que generalmente se usaba para las noches de boda.
—No deberías cargar con tanto peso —dijo—. Vas a machacarte la espalda.
—Será por poco tiempo —dije—. Dentro de tres meses cumpliré los dieciocho y podré conducir.
—Eres un encanto. Yo ni siquiera he tenido hijos. Sólo hombres.
Mi madre me había dicho que las clientas siempre tienen ganas de hablar y que debía escuchar, no hablar aunque también me apeteciera.
—¿Tienes novio? —preguntó.
—Algo parecido. No lo sé, sólo he estado una vez con él.
—Ahora los jóvenes sabéis vivir. En mis tiempos el amor era mentira.
Me quedé mirándola fijamente. No se había hecho arreglos en la cara, gracias a nuestros productos tenía una piel suave y aterciopelada.
—¿Nunca se ha enamorado? —dije rompiendo la regla de toda buena vendedora.
—He sido una esclava del amor. Ahora —dijo poniendo la música más alta— me siento libre. Se acabó.
Me sobrecogió su manera de hablar, su tranquilidad, su felicidad. No tenía nada que ver con la mujer de las batas de seda.
—¿Está casada?
—No, guapa. He vivido en pecado toda mi vida.
Me alegré de llegar al colegio y no seguir preguntando. ¿Qué habría sucedido en las habitaciones de arriba hacía un momento?
Me dijo que podía esperarme. Tenía una cita a las dos y media para comer y nada que hacer hasta entonces.
—Mientras te espero, no gastaré dinero —dijo.
• • •
Era una maravilla no tener que cargar con los maletines y poder contemplar el colegio a plena luz del día. Parecía más grande y más nuevo. En la cancha de baloncesto brillaba el pavimento rojo por algunas partes. Crucé el patio hasta el edificio principal. Los chicos estaban en las clases, salvo algunos que andaban de aquí para allá como atontados. Me recordaba a mi instituto en lo fundamental y por tanto la vida de Laura no habría sido tan distinta a la mía. Qué más daba que hubiese vivido con una u otra familia, la vida en el fondo sería la misma. Ir y venir del colegio o del instituto, comer, dormir, hablar con los padres, engañarles en lo importante, quererles, soñar y no soñar, una tragedia y a veces aburrimiento y a veces diversión. Pero para mi madre no era lo mismo y seguramente tampoco para mi padre aunque quisiera pasar página.
Le pregunté a un administrativo por la Secretaría. Le dije que había estado hablando con la secretaria del centro y le conté lo mismo que a ella, que una madre enferma estaba buscando a su hija. Me miró sin comprender nada y sin querer comprender. Le dije que se llamaba Laura y que había estado escolarizada allí hasta los doce años, hacía siete.
—No tenemos informatizados los datos de hace siete años. Y sin apellidos, completamente imposible.
Tenía una mirada neutra y facciones indiferentes sin imantar. Había decidido que no quería complicarse la vida con los problemas de los demás. Quería tener en orden los expedientes, el papeleo, cumplir, y al salir de allí irse con los amigos o con su novia y vivir de verdad. Ésta era la no vida y yo formaba parte de ella.
—Quizá haya algún profesor de aquella época y así no tengamos que remover expedientes. Seguro que alguno se acordará.
Sonrió levemente para protegerse de cualquier tipo de empatía.
—No sé quién queda de aquella época.
—Habrá profesores nuevos y profesores antiguos. Me gustaría hablar con alguno antiguo.
—No es tan fácil. No puedo darte esa información.
Le di las gracias, no quería tenerlo en contra, aunque la facilidad con que se deshizo de mí lo dejó en un peligroso estado de recelo. Fingí que me marchaba, y en cuanto agachó la cabeza me adentré por el pasillo en busca de la sala de profesores. Abrí y di los buenos días. Dos cabezas, la de un hombre y la de una mujer, se irguieron desde unos folios al mismo tiempo para mirarme. Aunque me dirigí a los dos, me concentré más en el hombre, el mayor de ambos. Tenía una abundante mata de pelo canoso peinado a la ligera, bigote espeso y gafas y ropa intemporales. Podía imaginármelo sentado en este mismo sitio siete años atrás.
—Disculpen la intromisión. La secretaria del centro me ha dado permiso para entrar y preguntarles si hace diez años conocieron a una niña de nueve años que se llamaba Laura. Estuvo aquí hasta los doce.
—¡Uf! —dijo la joven profesora tal como me esperaba—, hace diez años ni siquiera había terminado la carrera. Tengo clase, adiós.
Se marchó abrazada a los folios, con sus zapatos planos y una falda fruncida que le llegaba a la mitad de la pantorrilla. Delgadita como una muñeca.
—¿Laura? —preguntó el profesor—. Me suena. ¿Qué le ha ocurrido?
—Eso quisiéramos saber. Después de abandonar este centro, por una serie de circunstancias familiares que no vienen al caso, la separaron de su madre. Ahora su madre está entre la vida y la muerte y la busca, necesita despedirse de ella.
Mientras le hablaba, el profesor había estado haciendo memoria. El memorión de los profesores que se acuerdan de detalles increíbles.
—¿Tenía una abuela con mucha personalidad y el pelo blanco azulado?
No podía decirle que no lo sabía así que asentí.
—¿Cómo se llamaba? —se preguntó a sí mismo—. Cuando venía a verme tenía que sujetarme bien los pantalones.
—Precisamente esa abuela la separó de su madre. Asuntos legales, cosas de familia…
—Creo recordar que se marchó sin acabar el curso.
—¿Y podría saber su dirección? Ella ya es mayor y tiene derecho a conocer ciertos aspectos de su vida.