Le dio un segundo de descanso a quienquiera que estuviese al otro lado de la línea.
—El colegio se llama Esfera. Ésta es la dirección.
Y siguió con la conversación.
Ya no me escuchaba cuando le di las gracias.
• • •
Esfera debía de ser el colegio al que nos llevó mi madre aquella tarde de invierno, posiblemente de enero, de hacía siete años. Ni Ángel ni yo sabíamos qué pintábamos allí. Mi madre estuvo contemplando la cancha de baloncesto durante una hora como en trance. Fue una tarde extraña, una de esas situaciones que ocupan un lugar en la mente para siempre porque no se parecen a ninguna otra. Una locura, que ahora tenía todo el sentido del mundo. Cuántos locos y locuras habrá que con sólo una sencilla explicación pasarían a ser normales. Busqué la calle en el mapa. Estaba situada detrás del parque San Juan Bautista, por lo que perfectamente podría ser el de aquella tarde. Entonces no me enteré del trayecto, únicamente de que lo hicimos, de que entramos en el metro cayendo la tarde y de que salimos de noche. Del metro al colegio mi madre andaba con una idea fija y nosotros íbamos a los lados como dos pequeños soldados, y el frío nos envolvía en este recuerdo.
Ahora estábamos en septiembre, los días pasaban y la temperatura era muy agradable, fresca por la noche, pero nada en comparación con el viento helado de aquella lejana noche. Sólo con recordarla, podía volver a sentir el frío triste que se mete en los huesos pequeños de los niños como agua, aunque ahora tuviese una piel más dura y pudiese combatirlo con toda mi grasa y músculos. Para emprender este viaje al pasado me puse una cazadora que me habían regalado mis padres los últimos Reyes. Era de un marrón envejecido, con hebilla y cremalleras en las mangas, que abiertas dejaban ver los brazos o las mangas de la camisa que llevara debajo. Me la ponía con deportivas y procuraba no usarla mucho para no estropearla. Fue una sorpresa fantástica porque era bastante cara. Mi madre me dijo que era lo que a mí me pegaba. Esas navidades trabajé envolviendo regalos en El Corte Inglés y con lo que gané les compré regalos a todos. Un frasco de Chanel nº 5 a mi madre, un cinturón a mi padre y una colección de libros de aventuras a Ángel. Mi madre dijo que no quería acostumbrarse a perfumes tan caros, pero descubrió que era una buena carta de presentación con las clientas y no dejaba de ponérselo siempre que salía. Aun así no se le había gastado.
¿Se acordaría Ángel de aquella tarde? Aún no quería contarle nada. Para qué complicarle la memoria y la vida. Ya era un chico bastante extraño sin saber esto. Parecía que lo estaba viendo en la ventanilla del metro y también a mí y a mi madre, con la mirada perdida en la oscuridad del túnel, sin poder imaginar que años después yo estaría buscando aquella imagen en un vagón parecido. Hice un trasbordo que reconocí vagamente en el recuerdo. Medio corríamos detrás de mamá, más Ángel que yo, con su correr cansino porque siempre le dolían las piernas.
Para mal o para bien, la infancia me había abandonado y sentía su falta, en este momento más que nunca. Los veraneos en Alicante, correr hacia algún lado sólo porque se puede correr. Reír y llorar por el puro gusto de reír y llorar. Quizá ya nunca volvería a vivir el presente y sólo el presente, ahora pensaba mucho en el futuro, en el de mi madre y en el de mi familia y en que iba a perder un curso de universidad. ¿Me saldría al paso un gran amor? A mis amigas les encantaban las películas románticas. A mí no, porque salía muy triste del cine. Me dolían mucho los besos que se daban los actores y sus miradas llenas de pasión, como si me las hubieran arrebatado a mí para toda la vida.
Cuando me quedaban dos paradas para bajar, un chico se acercó a mí y me dio una invitación para ir al concierto que daba su banda en un local. Se llamaba BJ3436, como un planeta recién descubierto. Me miraba sin parpadear y sin disimular, y me dijo que le gustaría mucho verme allí y que también le gustaría acompañarme un rato adondequiera que fuese en ese momento. Le dije que precisamente éste era un viaje muy especial y que prefería hacerlo sola, pero que si podía me acercaría a oírle tocar.
—No vas a ir —dijo sin desviar la vista de mis ojos.
—¿Por qué?
—Porque si ahora que estás haciendo un aburrido viaje en metro no quieres saber nada de mí, no vas a ir al culo del mundo a verme. Te olvidarás. Toma mi número —dijo cogiendo mi mano y un boli y apuntándomelo en el dorso.
Se bajó en mi parada.
—Si vas, llámame para buscarte después del concierto. Y si no vas, también llámame.
—¿No pides permiso para escribir en las manos?
—Cuando no hay tiempo, no.
Junto al número ponía Mateo.
Qué inoportuno. En otro momento de mi vida me habría gustado que fuera tan directo y que apareciera cuando precisamente estaba pensando en el amor imposible. Tenía el pelo casi tan largo como yo y revuelto, no llevaba pendientes en las orejas aunque sí un anillo con una cobra en el dedo anular derecho, grande, de plata ennegrecida. Y encima de los vaqueros pitillo caía una camiseta negra. No me hacía gracia la perilla, pero eso era algo que podía arreglarse. Lo más inquietante eran los ojos un poco somnolientos, de poeta, rasgados debajo de unos párpados que parecían querer cerrarlos. Nunca había estado con un artista, pero no era momento de pensar en eso.
• • •
Iba bordeando el parque despacio, como aquel día, aunque con luz. Puede que los olores fueran los mismos; sin embargo, yo era muy diferente y todo había cambiado en mí. Aquella noche cualquier olor, cualquier ruido era más grande que yo. En cambio ahora yo era un gigante que iba hacia el pasado con un 38 de pie y pasos de un metro. Pero había algo que me decía que éste era el sitio y ésta la verja de entrada del colegio. Era una impresión en la memoria hecha de multitud de pequeños detalles. Sobre la fachada de ladrillo aparecía el nombre del centro con alambre negro. En la zona del polideportivo estaba poniéndose el sol y, como entonces, había chicos y chicas jugando al baloncesto y al tenis. La barandilla sobre la que se apoyaba mi madre para mirar era la misma que la de mi impresión, aunque no recordara bien el color. Ésta era verde.
Me senté en el banco de piedra. Un grupo de niñas se pusieron los pantalones del chándal sobre los pantalones cortos de baloncesto, se metieron las camisetas por la cabeza, se colgaron las bolsas de deporte al hombro y desfilaron ante mí riéndose. Yo también había sido alguna vez completamente feliz. Alguna de esas veces en que había logrado olvidarme de todo. Crucé el cemento rojo hacia el pabellón central: aún había movimiento en Secretaría.
Una mujer de unos cincuenta años con el pelo teñido de platino y un largo flequillo sobre el lado derecho de las gafas de aro dorado, estaba muy ajetreada guardando unas carpetas bajo llave. Se marchaba ya. Me recordaba a mi profesora de biología, que sobrellevó abrumada un cargo directivo hasta que un día empezó a romperlo todo y tuvieron que ingresarla en una clínica.
Al hablarle volvió la cabeza hacia mí asustada pensando que no había manera de cerrar y marcharse.
Le dije que buscaba a una antigua alumna de hacía unos siete u ocho años, y que era un caso de vida o muerte porque su madre estaba muy enferma y no podía localizarla. Hizo un gesto de desesperación. ¿Y tenía que buscarla precisamente ahora cuando ya se marchaba a casa?
—Los administrativos llegan a las nueve de la mañana. Les diré que te echen una mano. Yo soy la secretaria del centro. Hace ocho años no estaba aquí.
Volví por el mismo camino y, aunque andaba a buen paso, se me hizo interminable el viaje en metro. Regresaba al presente.
• • •
Pasé a ver a mi madre. Le dije que tenía mucho trabajo, que la facultad de Medicina ya había empezado las clases, y que no había tenido tiempo de visitarla antes. Me miró con ojos ilusionados, le gustaba sentir que me estaba construyendo una vida. Levantó la mano de doscientos años y me retiró el pelo de la cara.
—Qué guapa eres.
Nunca le había dado valor al hecho de que mi madre me considerara guapa. Era mi madre, yo su hija, sangre de su sangre. Pero hoy era como si me iluminara con la luz profunda y misteriosa con la que me estaba mirando. Me estaba bendiciendo, otorgándome un don. Me estaba haciendo ser guapa y todo lo que ella quisiera.
—¿Cómo te va en la universidad? ¿Es difícil?
Le conté lo que me imaginaba que me ocurriría si de verdad asistiese a las clases. Le hablé de los compañeros y los profesores y de la clase de biología. Estaba avergonzada. Me dolía fingir y mentirle, pero no tenía otra opción. La verdad era decepcionante, y no quería preocuparla con mi persona. Algún día haría lo que debería estar haciendo ahora; simplemente me estaba anticipando a los acontecimientos.
—Estoy muy contenta, mamá. Todo va a ir bien.
Suspiró. Parte de su trabajo, yo, estaba encarrilado. El sábado por la noche le dije a mi padre que me marchaba a un concierto y que volvería tarde. Él dijo que iría a cenar con Betty, que se quedaría con ella hasta que le llevaran el zumo de las once y que el domingo estaría allí toda la mañana leyendo con ella los periódicos y los suplementos dominicales. También le llevaría revistas y un par de novelas de bolsillo. Se encontraba más tranquilo viéndola en el hospital que aquí sentado en el sofá preguntándose cómo estaría y dándole vueltas a la cabeza. Me tranquilizaba que mi padre estuviera junto a mi madre. Si estaba a su lado, mirándola y hablándole, no podía ocurrir nada malo.
Me vestí como la tarde en que Mateo me salió al encuentro en el metro cuando iba camino del colegio Esfera. También me puse el minipendiente de la nariz y me pinté los ojos con kohl, y me di uno de los rímeles usados de Dior que me regalaba Ana. Podía decirse que iba cargada con lo mejor que tenía.
Para llegar al local donde iba a actuar BJ3436 había que cruzar todo Madrid. Más o menos tardé una hora. En la puerta había gente parecida a mí y otros radicalmente punks. Olía intensamente a porro. Un chico con las uñas negras me rompió la entrada. Puedes pedir una lata de cerveza, dijo. Me la pedí en un mostrador de chapa, rozándome con hombros y brazos más sudorosos de la cuenta. En el escenario, Mateo ensayaba unos acordes con tres músicos más. Llevaba la misma camiseta, le quedaba muy bien. Una de las veces en que miró al frente me pareció que me había visto, pero luego devolvió la mirada a su guitarra. El local iba llenándose de crestas, espaldas tatuadas y otros personajes más clásicos. Mi madre estaba en otro mundo, mi padre también. Para llegar aquí, además de la ciudad, había cruzado nuestras vidas. Me senté hasta que empezaron a tocar. No lo hacían mal. Tocaron temas propios. En el segundo tema Mateo se quitó la camiseta y perdió un poco de atractivo, pero cantó una canción de amor bastante bonita. A mi alrededor casi todo el mundo se conocía. Debían de ser asiduos de estos conciertos, amigos del grupo. ¿Por qué era yo mayor que todos ellos? No podía llegar a entusiasmarme del todo, no podía olvidarme de todo. Hubo un descanso y salí a fumarme un pitillo. Alguien me pasó un porro. ¿Por quién vienes?, me preguntó. Era un chico alto y delgado como una estaca. Por Mateo, dije.
—¡Ah! —dijo—. Yo también. —Dimos unas cuantas caladas más. Iba encontrándome mejor—. Hay que apoyarle a muerte —dijo.
Yo aún llevaba su número de teléfono y el nombre escritos en el dorso de la mano aunque la tinta se había descolorido y parecía un tatuaje.
Los ojos oblicuos del chico se dirigieron hacia allí.
—¿Cuánto hace que lo conoces?
Le pegué otra calada al porro y me metí para adentro. Le dejé con la palabra en la boca, no tenía ganas de dar explicaciones.
Cuando Mateo y los otros volvieron al escenario los aplaudimos, les silbamos, hicimos ruido para que se encontraran cómodos. Esta segunda parte se me hizo un poco larga. En algún momento miré hacia atrás y vi a la Estaca observándome en la penumbra. Llevaba el pelo largo dividido por la raya en medio, y sólo se le veía la mitad de los ojos, la nariz y la boca, pero yo sabía que me miraba. Sentía curiosidad por saber quién era yo. Tras los últimos aplausos y pitidos y gritos la banda bajó del escenario y fue acercándose a la barra entre sus fans. Yo también me acerqué, iba hacia Mateo hasta que una princesa punk se interpuso en mi camino. Tenía un pelo rubio precioso, corto, terminado en una ligera cresta. La piel era traslúcida y los ojos azules, como si acabara de salir de una probeta, como si nunca le hubiese tocado un rayo de sol, como un ser formado en algún útero de oro. Las largas piernas iban enfundadas en mallas negras que acababan dentro de unas botas militares. Una de las piernas de la Princesa rodeó una de las piernas de Mateo. Y él la besó en unos labios hechos de fresones. A pesar de semejante espectáculo no retrocedí. Avancé hasta casi tocar las punteras de sus botas con mis deportivas desgastadas. No miré a la Princesa. Fue él quien me asaltó en el metro, quien me invitó, quien me incitó a venir hasta aquí a invertir dos horas de mi tiempo en escuchar su música inmadura.
Se quedó paralizado, ¿no me reconocía?
—Has venido —dijo.
—Tocáis bien —dije— y hay mucha gente.
Se desanudó de la Princesa y la señaló.
—Ésta es Patricia —dijo.
—Verónica —dije yo, que no recordaba haberle dicho mi nombre.
Patricia y yo no teníamos ninguna gana de conocernos, y ella se arrimó más a Mateo, lo cogió por la cintura. La princesa de la cresta dorada me estaba señalando, como bien podía, la puerta de salida.
—Oye —dije para que ella lo oyera bien—, no creo que el otro día me abordases en el vagón del metro, me dijeras que irías conmigo al fin del mundo y me invitases a venir aquí para tenerme ahora de pie mirándote la cara de gilipollas que tienes.
Ella le miró y me miró. Yo sólo le miraba a él, él nada más me miraba a mí.
—Creía que ibas a llamarme —dijo llevándose una lata de cerveza a la boca.
—Llamarte, venir, hablar contigo… Me pides mucho, ¿no?
Entonces él asintió con la cabeza y me cogió de la mano.
—Ven conmigo.
No lo dudé porque en estas circunstancias era mejor que ocurriera algo a que no ocurriera nada. La Estaca y gente que no conocía nos observó pasar hacia la calle.
—Espera —dijo—, me he dejado la gabardina.
—No puedo esperar. La gabardina o yo.
Dudó un segundo y anduvo rápido hacia una moto. Sacó un par de cascos y sin decir palabra nos subimos. Condujo unos diez minutos y paró junto a un bar en una plaza más bien fea. Cuando me quité el casco, sin tiempo para reaccionar, me besó. De pronto me encontré con la suavidad de sus labios, de su lengua. Sentía su cuerpo, la hebilla del cinturón con una calavera de metal en mi estómago. Notaba sus manos debajo de la cazadora y estuvimos así hasta que la plaza empezó a girar por el universo muy lentamente. Y cuando Mateo me propuso entrar en el bar a tomar algo, todo había cambiado, nosotros habíamos cambiado. Él me abrazaba por los hombros y yo le dije que sentía que estuviese pasando frío en la moto por no dejarle ir a buscar la gabardina. Me confesó que esa gabardina era uno de los pocos recuerdos que tenía de su padre y que la llevaba encima casi como un talismán, así que podía imaginarme lo mucho que yo le importaba al arriesgarse a perderla. En el bar había una luz muy fuerte y nos sentamos junto a unas cristaleras desde donde se veía la semioscuridad de la plaza. Nuestra oscuridad, nuestra plaza, nuestro bar. El camarero dijo que cerraba dentro de media hora. Nos pedimos dos cañas sin parar de mirarnos.