Sonó el teléfono. Era mi madre para preguntar si había aparecido el niño, y antes de que pudiese contestar, colgó. Mi voz y mi respiración lo habían dicho todo.
Me asomé a la ventana. La oscuridad podría haberle confundido y encontrarse en calles completamente desconocidas. Podría haber echado a andar en dirección contraria y estar en otro barrio, y sin dinero para llamar por teléfono. Quizá ni siquiera encontrara una cabina. Estaría asustado pensando en el lío que se estaba montando por su culpa. Me senté en una silla con la espalda recta, respiré hondo y cerré los ojos con fuerza. Imaginé a Ángel y le pedí que se tranquilizara y que no tuviese miedo. Le pedí que buscara una parada de metro. Mira en las aceras a derecha e izquierda, busca una salida de metro. Si la has encontrado, métete dentro. En alguna pared tendrá que haber un plano. Busca la línea once. Creo que es verde. Ahí verás nuestra parada: Mirasierra. Mira bien lo que tienes que hacer para llegar. También puedes preguntar en la taquilla si está abierta. Si no llevas dinero, cuélate por debajo del torniquete cuando nadie te vea, como cuando haces que estudias y no estudias. Sé astuto. Súbete en el metro y, si puedes, siéntate para que parezca que no vas solo. Concéntrate. Yo estoy esperándote en casa. He hecho tallarines con setas. Cuando llegues te los calentaré.
Me levanté de la silla. Me dolía el estómago, sentía un pinchazo en el lado derecho. Era la única que aún estaba en pijama. Un pijama de pantalón corto y blusa de Snoopy, que me parecía demasiado infantil, pero era un regalo de la abuela de Alicante y mi madre decía que a caballo regalado no le mires el diente. Fui a la habitación a cambiarme. Me puse el vestido rojo de las ocasiones especiales y dejé los zapatos preparados para cuando tuviese que ponérmelos. En la cocina puse en el fregadero los platos de la cena de mis padres y no me dio tiempo de tirar los restos porque sonó el timbre de la puerta. Me quedé paralizada.
La vida ahora estaba al otro lado de la puerta. Me dolía el pecho. Podría ser Ángel.
Era mi padre.
Tiró las llaves sobre la consola. Casi no me miró. No me preguntó si había habido alguna novedad. La vida no merecía la pena.
Fui a peinarme al cuarto de baño y dudé si ponerme colonia.
Todo por mi culpa.
—He estado por todas partes —dijo mi padre al verme entrar de nuevo en el salón. Estaba pálido, envejecido, como si estuviera enfermo—. Le he preguntado a la gente, pero nada.
—¿Y mamá? —dije.
—La he perdido de vista. Debe de haber ido lejos.
En ese momento fui a ponerme los zapatos. Mi padre tenía la misma cara que si estuviese llorando pero sin que le cayese ninguna lágrima.
—Salgo a la verja a ver si llega. No te preocupes, no voy a salir a la calle —dije.
No oí la respuesta de mi padre, abrí la puerta. No la cerré, permanecí quieta en las losetas de pizarra de la entrada, pensando, escuchando, oliendo. Los sentidos se me alargaban y llegaban muy lejos. Notaba algo. Notaba el olor de Ángel cuando volvía de jugar al fútbol. Olor a calle, tierra, sudor y la goma del balón. Y oí un pequeño roce en alguna parte. Podría venir de un hueco que llamábamos la leñera y que lindaba con el muro de separación del vecino. Fui hasta allí, pensando que alguna de las peticiones que había hecho esta noche tendría que cumplirse, pero sabiendo también que lo normal era que no se cumpliese ninguna, así que ahora no me atreví a pedir que estuviera en la leñera.
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Ángel llevaba allí escondido una hora porque le daba miedo llegar tan tarde a casa. Al verle tumbado en el suelo de medio lado, con un brazo debajo de la cabeza, me dieron ganas de gritar, de bailar y de pegarle un tortazo, pero no hice nada.
—¿Por qué vas vestida así? —dijo Ángel levantándose.
—Llevamos buscándote toda la noche. ¿Pensabas quedarte aquí para siempre?
A Ángel le quitaron el balón y fue a buscarlo, se perdió, pero al final, preguntando a unos y a otros, llegó a casa. Estuvo a punto de colarse en el metro. Al llegar a la puerta oyó las voces de nuestros padres discutiendo y no se atrevió a llamar.
—Ahora entra y dale un beso a papá.
Ahora sí que mi padre lloró. Abrazó a Ángel y no quiso regañarle; en contrapartida, me miró con toda la dureza de su corazón. Después fue a buscar a mamá. Cuando regresaran, la vida volvería a la normalidad, la tragedia acabaría, la luna volvería a su sitio, y las estrellas y el sol saldrían al día siguiente. El infierno se despegó de los muebles y de la casa entera.
Fui a calentarle a Ángel los tallarines.
—Vas a chuparte los dedos.
Estaba cenando y llenando con su intenso olor a calle la cocina cuando llegó mi madre, jadeante y poniéndose la mano en el costado. Había venido corriendo sin parar desde donde la encontró mi padre. Se limpiaba el sudor con las manos. No quería besar a Ángel con la cara empapada. También tenía mojada la camisa. Entonces Ángel se levantó y la abrazó.
—Dios sabe que no habría podido soportar otro golpe como el de Laura —dijo enredada en su alegría y su dolor.
Aunque estaba pendiente de cómo iba reaccionando mi madre en conjunto, sin prestar atención a las palabras, el nombre de Laura me sobresaltó, aunque al segundo lo olvidé porque el momento era absorbente.
Mi padre se había relajado tanto de golpe que tenía que apoyarse en la encimera con las dos manos. Fui a poner más alta la televisión. La vida continuaba.
—Y tú —dijo mi madre al reparar en mí—, ¿por qué vas vestida así? Me marcho a buscar a tu hermano y aprovechas para ponerte el vestido rojo. ¿No has hecho ya bastante?
—Déjala —dijo mi padre—. Estamos todos juntos y eso es lo importante.
Ya no confiarían más en mí y mamá tendría que dejar ese trabajo que la distraía tanto de su tristeza. Pensé que me estaba bien empleado por no ser tan buena hija como ellos creían que era. Mi hermano me miró con pesar, pero no dijo nada. Era mejor así, dejar pasar la tormenta. Esperar a que todo se olvidara.
Últimamente, en las ocasiones importantes, me ponía el vestido rojo y los zapatos negros. Y ésta era una ocasión importante. Había creído que si llegaba la policía debía estar vestida lo mejor posible. Pero ahora el vestido rojo ya no me gustaba: me recordaba esta noche y la punzada en el lado derecho del estómago y la sensación de tener un hueso de melocotón en la garganta. Fui a mi cuarto, me lo quité, lo doblé todo lo que pude hasta dejarlo como un pañuelo y lo metí debajo de todo el lío de ropa que había en el armario. Luego me senté en la cama y me puse el pijama muy despacio. Mis padres hablaban, Ángel no decía casi nada, no paraba de comer y resumió lo que le había pasado en muy pocas palabras. De buena gana me habría metido en la cama y me habría puesto a leer, pero salí una vez más para dar las buenas noches: no quería crear ningún malentendido. Luego sentí un enorme vacío, como si todo lo importante hubiese ocurrido ya.
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A Ana la del perro le sorprendió mucho que mamá quisiera dejar el trabajo.
—No puedo dejarlos solos —dijo cabeceando de un lado a otro, convenciéndose a sí misma.
No me atrevía a decirle que no tenía de qué preocuparse porque ya no dejaría salir nunca solo a mi hermano, pero no quería decir nada para no empeorar las cosas.
—Me ha afectado mucho, ya sabes por qué. No podría soportar otra desgracia con otro hijo mío. Sé que no puedo protegerles de todos los peligros y sé que no puedo protegerles de la vida. Ellos no tienen la culpa de nada.
—Tienes que sobreponerte —dijo Ana—. Si quieres, puedo quedarme con ellos algunas tardes. Puedo pasarme por aquí a ver si todo sigue en orden. Podría acompañar a Ángel a kárate.
Adoraba la fácil vida de Ana. No tenía que torturarse por los hijos, ni por el trabajo. Para ella nada llegaba a ser trágico. Se marchaba de vacaciones tres o cuatro veces al año y no sólo quince días en agosto como nosotros. Andaba sobre una alfombra mientras que mi familia andaba sobre piedras. No podía dejar de observarla cuando nos visitaba, que cada vez era más a menudo. Sus cortes de pelo, la ceniza entera del cigarrillo, cómo cruzaba las largas piernas. Llevaba maquillajes que no se notaban, zapatos planos, vestidos entallados. Mi madre, en cambio, tenía un poco de barriga por los embarazos, iba a la peluquería dos veces al año, se teñía las canas ella misma en casa y se ponía de mal humor por cualquier cosa.
Me caía bien Ana porque se preocupaba por mi madre y porque tenía muchas atenciones conmigo. Me preguntaba qué tal iba el colegio y los chicos, y me regalaba pintalabios para el futuro, pulseras, baratijas. Pero también tenía la sensación de que le interesaba mucho mi aprobación, que quería tenerme de su parte. Lo que no podía saber era por qué. Las señales eran parecidas a cuando una compañera de clase quería hacerse amiga mía o cuando alguna quería unirse a mi grupo para estar con el chico que le gustaba. Lo que pasaba es que Ana era una persona mayor. Quizá yo le recordaba a la hija que no había tenido. No sé, no estaba acostumbrada a que alguien mayor quisiera agradarme.
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Poco a poco todo fue regresando a la normalidad. Ni Ángel ni yo volvimos a dar ningún disgusto. Hacíamos todo lo que se nos decía. Y fueron nuestros propios padres quienes decidieron que Ángel saliese a jugar con sus amigos en un radio del que no debía salir aunque saliesen los otros. Se lo hicieron jurar y le amenazaron con todo lo que se les ocurrió si no cumplía su palabra. Lo hacían para que fuese tomando control sobre el entorno y su vida. Nuestro padre dijo que era mejor aprender a nadar que no ir nunca a bañarse, y mamá afirmó con la cabeza. Tomaron esta decisión donde las tomaban todas, en la cama. Allí hablaban en voz baja de todo lo importante. Así ya no era yo la responsable de lo que le pasara a Ángel, me sentía libre. Mamá quería volver a confiar en mí y de vez en cuando decía que a veces lo que no se tiene pesa más que lo que se tiene. ¿Qué era lo que no tenía? Mi madre nunca hablaba por hablar. Decía cosas que si no las decía reventaba. No tenían más remedio que escapársele por la boca. Mi madre vivía en un mundo distinto al del resto de la gente. Allí sólo estaba ella. Sólo estaban sus pensamientos y sus palabras, a pesar de que tenía padres, marido e hijos.
Laura, recoge tus cosas
Mi primer colegio se llamaba Esfera, pero cuando nos cambiamos de la casa de El Olivar al piso de encima de la zapatería me matricularon en uno de monjas.
Estábamos en mitad de clase de Geografía cuando entró el director del colegio. El profesor se quedó mirándole con la tiza en la mano. Era una visita inesperada que sólo se producía cuando ocurría algo gordo, como la muerte de un familiar o una amenaza de bomba. El profesor se le acercó con cara de susto. Hablaron bajo y, según hablaban, al profesor se le fueron elevando los hombros: no pasaba nada grave. Nos observó bajo los gruesos pabellones de los ojos, recorrió la clase y fijó en mí su negra y lejana mirada.
—Laura —dijo—, recoge tus cosas, han venido a buscarte.
Treinta cabezas se giraron hacia mí. No reaccioné. Todos estaban esperando que dijera algo, que preguntara, querían enterarse.
—Laura, están esperándote —repitió el profesor, que siempre llevaba pantalones de pana con chaleco a juego, que acababan cubiertos de polvillo blanco.
Hice lo que se esperaba de mí, llena de vergüenza por ser la única que lo hacía. Cerré el libro y lo metí en la mochila, también los cuadernos y el estuche con los bolígrafos y los lápices. Sin cruzar la más mínima mirada con ninguno de mis compañeros, llegué a la altura del tercer botón del chaleco del profesor.
—Vete a Dirección —dijo, y se volvió a la pizarra.
No consideró necesario decirme nada más. Era una niña de doce años que debía aceptar la vida como venía. Hasta que fuese mayor, no podría quejarme y protestar.
Con la mochila a la espalda me dirigí al temido despacho. Llevaba los vaqueros con estrellitas plateadas en los bolsillos y la sudadera roja, mi ropa de la suerte. El pelo me llegaba a la mitad de la espalda, liso y rubio porque Lilí me lo aclaraba con camomila. Más o menos así era yo cuando vi a mi abuela sentada frente al director.
—Bueno, ya está aquí —dijo él levantándose del sillón—. Siento mucho que tenga que abandonarnos, es una alumna modelo.
Mi abuela se puso en pie con su mejor cara sonriente. Llevaba un abrigo blanco de lana, que la hacía más grande. Inclinó a un lado la cabeza para hablarle.
—Es un colegio maravilloso —cerró los ojos— porque tiene al frente a un director excepcional.
Él le besó la mano y nos acompañó pasillo adelante.
—Ojalá pueda venir a visitarnos alguna vez —dijo él.
Mi abuela rió con esa risa suya que se te metía en los huesos.
—Qué amable, qué amable.
Cuando nos montamos en el coche, Lilí cambió de semblante. Ya no tenía que ser encantadora. Ahora estaba pensando mucho y no se la podía distraer.
Yo no era una alumna modelo. Al salir del colegio debía dedicarme cuatro horas diarias al ballet y apenas podía hacer los deberes. Apenas podía estudiar. Por la mañana me entraba dolor de estómago en cuanto me acercaba a la verja del colegio y veía el nombre en la fachada, Esfera. Suplicaba al viento y al sol que a ningún profesor le diera por preguntarme nada.
Lo mejor eran los entrenamientos de baloncesto en el patio. Los teníamos dos veces por semana y era el único rato en que no pensaba en nada, en que corría, saltaba y me pegaba empujones con las compañeras. Volaba y me sentía feliz.
—Mañana iremos a visitar tu nuevo colegio.
Me puse a llorar. No quería cambiar porque un colegio era un colegio y al menos éste lo conocía. No me sentía capaz de empezar de cero. Lilí dijo que llorase lo que quisiera, que me desahogara.
Continuaba llorando al entrar en el nuevo piso, encima de la zapatería. Mamá estaba en Tailandia y Lilí se quejó de que todo tenía que hacerlo ella. Lloré en el baño y en mi cuarto. No sé cuántos litros de lágrimas echaría. Primero salían de los ojos, pero luego subían desde el estómago, como si el estómago fuese un lago.
Lilí dijo que este colegio estaba más cerca de casa y que me alegraría del cambio porque había unas monjitas muy cariñosas.
La abuela de Verónica
En cuanto llegaba una visita a casa, retirábamos lo que hubiese en la mesita de centro del salón y poníamos un plato con queso cortado en triángulos, aceitunas, almendras y cervezas, vino y coca-colas. En el buen tiempo se hacía lo mismo en el porche y enseguida se animaba el ambiente. A mi madre se le iban las preocupaciones y a mi padre le daba por contar cosas graciosas del taxi. Ángel y yo nos sentíamos inmensamente felices.