Abel tuerce la boca en una expresión disgustada y su madre le secunda.
—Anda, pasa, peligrito. No le des más vueltas, ¿de acuerdo? Ya me ocupo yo.
—¿No podríamos quedarnos un poco más aquí fuera?
—Ni hablar. En esta época ya refresca mucho. Han dicho que esta noche va a helar.
Abel no sabe para qué pregunta, si conoce todas las respuestas. Entran de nuevo. Rosa deja la comadreja sobre la mesa de billar y se esmera en cerrar bien las cerraduras, una por una. Mientras tanto, Abel acaricia aquel bicho con una pata destrozada que yace sobre el tapete verde. Aún está caliente. El chico no ha medido las consecuencias de sus actos. Le ha acariciado por compasión, con ternura humana. Sin embargo, el calor corporal de la comadreja ha disparado en él algo innato, insufrible. Su instinto. Ese que trata de dominar. Con un gesto casi desesperado, ha agarrado al bicho con ambas manos, lo ha dispuesto panza arriba, como si fuera una peluda mazorca de maíz, y lo ha olfateado rápidamente. Con avidez. A continuación ha hundido sus colmillos en el diminuto cuerpecillo y ha succionado con todas sus fuerzas. La sangre ha pasado del mamífero a su boca en apenas unos segundos. Dulce, tibia, espesa savia de comadreja. Le encanta, es una de sus favoritas.
Cuando su madre termina y se da la vuelta, todavía alegre, confiada, desprevenida, tropieza cara a cara con una escena a la que, por muchos años que pasen, nunca logrará acostumbrarse. ¿Cuántas veces le ha dicho a su hijo que debe comer en la bañera, el único lugar donde borrar los restos del festín no le cuesta una enfermedad? Sabe que no es culpa del muchacho, que sus instintos son mucho más fuertes que su voluntad. Y contra el instinto, Rosa lo sabe, no tiene nada que hacer.
La boca de Abel rezuma sangre, igual que sus manos, igual que el cuerpecillo exánime del mustélido. Una sangre espesa, oscura, aterciopelada. Han caído gotas al suelo, y también mancha la ropa de Abel. Pero lo peor es el gesto de su hijo, cómo encorva la espalda para comer, la imagen del placer dibujada en su rostro. Un gesto, una expresión, una urgencia que no son humanos. Es la actitud que define a su pequeño como aquello que es casi desde el inicio de su vida: un hematófago, un chupasangre. Un ser enfermo y sin solución posible.
—Lo siento mucho, madre —dice Abel, avergonzado, y arroja el cuerpo de la comadreja al suelo, con descuido.
El animal parece la monda de un plátano recién despojada del fruto.
—Ahí no —regaña Rosa señalando el cadáver—. Ya sabes para qué están las bolsas negras.
Abel obedece, dócil. Recoge el cadáver y lo lleva al rincón, donde aguarda el cubo con la bolsa de plástico. Lo arroja al interior. La comadreja cae con un plof seco, insignificante.
—Ahora vienes conmigo y te doy el cubo y la fregona. Tú lo haces, tú lo limpias, ya sabes —sermonea Rosa, sin dejar de señalar la sangre que mancha el suelo con un dedo acusador.
Abel se limpia la boca con el dorso de la mano. La camiseta blanca también está manchada.
—Pero antes, por favor, lávate y cámbiate de ropa, hijo. Parece mentira, estás hecho un asco.
El chupasangre, cabizbajo, obedece.
Hasta trece meses después de su nacimiento, Abel fue un bebé normal. Rosa le llevaba de paseo en su cochecito y de vez en cuando le ponía al sol, como hacen las madres con los bebés, para que se le fortalecieran los huesos. Era un niño robusto, de piel rosada y suave, que reía a todas horas, incluso cuando dormía. No se parecía en nada al ser taciturno en que se convirtió después.
Rosa siente que tuvo la culpa. Y su maldita mala suerte. Hay personas, está convencida, que nacen con la sombra del infortunio a cuestas. Ella, sin ir más lejos.
Además, hay desdichas que tienen nombre propio. La suya se llamó Arístides. Un nombre misterioso para un ser fugaz a quien ojalá no hubiera conocido nunca.
Apareció de pronto en la gasolinera, igual que tantos otros clientes. Era muy atractivo —unos veinticinco años, cuerpo de gimnasio, pelo largo de color azabache—, vestía de negro de pies a cabeza y conducía un coche deportivo, caro, también negro. Llegó poco después de que cayera la tarde. Rosa pensó que el destino había cruzado sus caminos. Luego supo que no había sido cosa del destino ni de la casualidad. Él la detectó. Arístides sabía muy bien adónde iba. Sus instintos le alertaron y, como siempre hacía, los siguió sin contemplaciones.
Nada más bajar del vehículo, Rosa reparó en él. Resultaba difícil no fijarse: ancho de espaldas y de cintura estrecha; sus brazos y sus poderosos músculos marcados bajo la ceñida camiseta atraían las miradas. Barba de un par de días, gafas de espejo, labios carnosos, ojos brillantes. Manos de dedos largos, estilizados. Uñas perfectamente recortadas. En resumen: un aspecto impecable y un cuerpo precioso.
—No sabía que las diosas trabajaban en las gasolineras —dijo él, nada más olerla.
Rosa le calibró con la mirada. Nunca había salido con un hombre más joven que ella. Era la primera oportunidad que se presentaba desde…
Sonrió. Esforzándose por que el gesto no pareciera premeditado, se soltó el pelo. Un mechón de cabellos cobrizos le cayó sobre la mirada. Se alegró de haber ido a la peluquería el día anterior y de haberse teñido de un color tan sexy. Lo hizo porque se acercaba la Navidad y porque la idea de no hacer nada especial para celebrarlo la deprimía.
—¿No vas a decirme nada, ojos bonitos? —preguntó el desconocido, dejando un billete grande sobre el mostrador y arrastrándolo con la mano hasta que sus dedos tocaron los de ella.
Las pulsaciones de Rosa se aceleraron. En cuestión de segundos, valoró los pros y los contras de aquella extraña oportunidad.
Hacía muchos años que sabía reconocer a los cazadores de presas fáciles. Eran vistosos e irresistibles, atraían a sus víctimas gracias a su encanto, conseguían de ellas lo que habían ido a buscar y luego escapaban sin ser vistos y sin mirar atrás. En otra época los detestaba, porque aún creía en el amor eterno. A los treinta años recién cumplidos, Rosa había dejado de creer en el amor y prefería creer en sí misma. Sobre todo después de que el último y el primero de los amores de su vida la abandonara para siempre, dejándola embarazada del bebé de ambos.
Ya no buscaba hombres con los que compartir su vida. Le bastaba con encontrar alguno que la hiciera feliz durante una noche. Que le permitiera volver a sentirse deseada, que la ayudara a relajarse, que la llevara a dar una vuelta en su cochazo. Si era guapo, mejor aún. Si sabía decir cosas de las que no se olvidan, casi perfecto.
Arístides resultó el candidato ideal.
Antes de dejarle repetir la pregunta, cuando comenzaba a sentir que el desconocido se impacientaba, Rosa espetó:
—Creo que eres mi regalo de Navidad.
Él sonrió.
—Y además, estoy de oferta —dijo.
La miró de tal modo que Rosa sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo como una corriente eléctrica.
—¿A qué hora paso a recogerte? —preguntó él.
—Salgo a las siete.
—Perfecto, mi diosa. Vendré un poco antes, para que no se me adelante otro.
Se dio cuenta de que le miraba los pechos. Le pareció que se pasaba la lengua por el labio superior, como relamiéndose. Deliciosamente descarado.
Rosa sonrió con picardía y explicó:
—Esta no es mi talla, eh. Es que tengo un hijo lactante.
Arístides asintió con la cabeza.
—Sí, ya lo suponía —repuso, sin dejar de mirarla.
También ella le miró el trasero mientras se alejaba, experimentando un cosquilleo de emoción en el estómago.
Aquella iba a ser una buena noche. Se sintió como nunca antes: afortunada.
Un rato antes de salir, telefoneó a su amiga Merche y le preguntó si podría quedarse un rato más con el bebé. Hasta las diez.
—Si le das de comer, no te dará guerra —explicó—. Es muy dormilón, nunca aguanta después de las ocho de la noche.
Merche ni siquiera quiso escuchar sus explicaciones.
—Claro que sí, mujer. Disfruta, te lo mereces. Como si me lo quieres dejar toda la noche. Por mí, no hay problema.
No, toda la noche no. Rosa no podía imaginar pasar una sola noche sin su pequeño. Le consideraba lo único realmente bueno que le había otorgado la vida, aunque fuera a través de aquel idiota irresponsable y cobarde que por casualidad fue su padre. En los trece meses que Abel llevaba en el mundo, Rosa no había vivido más que para él, olvidándose de todo lo demás: de salir, de tener tiempo para sí misma, de relacionarse con algún amigo especial. Como mucho, suponiendo que tuviera el día libre, acompañaba a Merche al supermercado y se llevaba a su bebé. El resto de la semana lo pasaba trabajando en la gasolinera mientras su amiga, que tenía una tienda de flores, le hacía el inmenso favor de cuidar de su pequeñín. Solo había conseguido una plaza de medio día en la guardería pública, de modo que si no fuera por Merche, habría tenido que dejar de trabajar. Por suerte, existían amigas como ella, dispuestas a sacrificarse por otras personas.
A las dos y cuarto, Rosa llamaba todos los días a su amiga y le preguntaba por Abel. Si había comido, si dormía, si estaba contento… Cuando estaba enfermo era un verdadero suplicio para ella, porque su jefe no le perdonaba ni media hora y debía permanecer detrás del mostrador, sonriendo a los clientes, mientras su corazón y su pensamiento estaban al lado de su pequeño.
Por suerte, el niño había salido fuerte y no enfermaba con facilidad. Seguramente —pensaba Rosa— guardaba alguna relación con el modo en que lo estaba criando con su propia leche, como siempre había soñado. Aunque debía reconocer que amamantar y trabajar fuera de casa era muy difícil. A pesar de que se sacaba leche con un artilugio mecánico y se la entregaba a Merche para la merienda de Abel, a partir de media tarde volvía a sentir sus pechos a punto de reventar. Nada más llegar a casa, buscaba a su pequeño, que a esas horas se moría de hambre, y le alimentaba. El niño succionaba con energía, con una vitalidad contagiosa, que a Rosa la hacía reír de felicidad. Su cuerpo, como su vida, estaba completamente al servicio de las necesidades de su hijo.
Salvo aquel día. Se acercaba Navidad y Rosa había decidido ser un poco egoísta, aunque solo fuera por una vez.
Entró varias veces al cuarto de baño antes de terminar la jornada, aprovechando pequeños ratos de inactividad en la caja. Se delineó los ojos con un grueso lápiz negro. Se pintó los labios de color cereza madura. Se cepilló el pelo con cuidado. Por suerte, llevaba su camiseta negra, la más escotada que tenía, que permitía adivinar sus pechos dos tallas más grandes de lo normal. Los contempló en el espejo, satisfecha, y por primera vez pensó que tal vez estar amamantando a su bebé tendría algún beneficio inesperado para ella.
A última hora cambió su bata por su chaqueta de piel, y sus zapatos planos por otros de tacón que guardaba desde hacía meses en su armario, por si se presentaba la ocasión de estrenarlos. Al calzárselos, la novedad la hizo sentir atractiva. Salió caminando con aires de modelo de pasarela, tras despedirse de los compañeros con voz alegre. Se dio cuenta de que su jefe le miraba las piernas.
Su regalo de Navidad ya estaba allí. La saludó con una galantería encantadora:
—Esta será tu noche, mi diosa. Te prometo que no la olvidarás.
Rosa no preguntó adónde iban. Le daba lo mismo. Estaba dispuesta a seguir a aquel guapo ligón adónde quisiera llevarla.
Le extrañó que no le propusiera ir a cenar, pero se lo perdonó. A cambio, la llevó a un mirador en la montaña, desde donde le enseñó las estrellas. Constelación por constelación, le contó historias fascinantes de guerreros míticos, de amantes eternos y de pasiones imposibles, mientras la abrazaba y la besaba por primera vez. La noche era fría, pero el cuerpo de Arístides ardía como si tuviera fiebre. En ese momento, Rosa no comprendió. No sabía nada de los de su clase, como casi nadie. Se limitaba a disfrutar del calor y de la compañía, y también del modo en que él la abrazaba por la cintura, le agarraba las manos o le besaba el cuello.
Eran cerca de las nueve y media cuando Rosa dijo:
—¿Te apetece tomar una copa en mi casa?
Tenía que volver. Le había dicho a Merche que, como mucho, pasaría a recoger a Abel a las diez. No había habido sexo, y no quería renunciar a él aún, pero su hijo era lo primero. A su acompañante no pareció importarle.
—Claro, vamos a tu casa —dijo—. Nunca he visto dónde viven las divinidades.
—Creo que vas a llevarte una decepción —murmuró ella mientras el deportivo se ponía en marcha.
Aparcaron en la calle del barrio periférico donde ella vivía desde hacía un par de años. Mientras él maniobraba para dejar el coche en una hilera de vehículos en batería, ella anunció:
—Ahora vuelvo, debo hacer algo importante.
Merche vivía sobre la tienda de flores, dos portales antes del suyo. Desapareció tras una puerta de cristal y aluminio y no se demoró ni diez minutos —lo necesario para recoger al bebé y sus muchos bártulos—. Salió a la calle empujando el cochecito.
Al verla, Arístides respondió con una expresión extraña. Como si conociera al niño y se alegrara de volver a verle.
—Este es mi hijo —anunció Rosa, mostrando la evidencia y acariciando la mejilla suave del niño, que dormía con placidez—. Espero que esto no cambie los planes.
Arístides miró al pequeño con ojos brillantes. Rosa pensó que tal vez se había equivocado con él. Igual era de esos pocos especímenes masculinos que aspiran a una vida de verdad, e incluso sueñan con ser padres. Esos hombres que ocupan las mejores ensoñaciones de gran parte de las madres solas del planeta.