—¿A partir de cuándo?
—A partir del retorno a la Tierra.
Lanier reflexionó, encontró un punto de partida, e inició su confesión cuando la necesidad de hacerla al fin había pasado.
Cantaban los pájaros y había algo más en el aire, algo eléctrico. Rhita se destapó y escuchó a los hombres que se movían en la tienda, murmurando. Se restregó los ojos; ahora comprendía que había estado agotada, al límite de sus fuerzas. Por un instante se aferró a la comodidad de la cama, negándose a obedecer su instinto. Luego algo estalló a poca distancia de la tienda y Rhita se levantó en paños menores. El aire crepitaba y el viento azotaba la tienda. Algunos hombres se ladraban preguntas y órdenes. Demetrios alzó la entrada de la tienda, la miró con embarazo.
—Una tormenta —anunció—. En cualquier momento diluviará.
—¡Lo único que faltaba!
Rhita se puso los pantalones sin sentir vergüenza por estar frente a él. Al contrario, encontró estimulante la mirada de interés que sorprendió en él antes de que la cortesía obligara a Demetrios a bajar los ojos.
—Se suma a la diversión —concedió él, de espaldas.
Rhita se abrochó la camisa y la cazadora y se calzó los zapatos con rapidez. En pocos segundos estuvo completamente vestida. Pasó junto a Demetrios, un kybernétés y un soldado. Salió.
Oresias y Jamal Atta estaban al borde del barranco, Oresias con los brazos en jarras, Atta hablando por el auricular de una radio móvil que un soldado llevaba a la espalda. ¿Qué ha pasado con lo de no comunicarse por radio?, se preguntó Rhita. Demetrios salió de la tienda justo cuando unos goterones le salpicaban la cara y las manos y oscurecían la tela de su cazadora. Atta alzó las manos y sacudió la cabeza: el colmo, más de lo que se podía aguantar.
Las dos naves-abeja parecían agazapadas para guarecerse, con las hélices casi rozando la hierba. Los soldados permanecían en las portezuelas, fumando en pipa mientras observaban la intensidad creciente del chaparrón. Oresias entregó el auricular al soldado, se cubrió la cabeza con la chaqueta, y corrió hacia ellos. Un rayo cayó al sur, alumbrando el dosel de nubes y la estepa con un resplandor frío.
—Hay un desastre en Alexandreia —gritó Oresias mientras retumbaba otro trueno.
Obligó a Rhita y Demetrios a entrar en la tienda y se quitó la chaqueta; se peinó el cabello húmedo con la mano, y se secó los ojos con los nudillos. Atta permaneció de pie bajo la tormenta. Alzaba los brazos, gritando o susurrando; no se distinguía en medio del ruido.
—Quiere que lo parta un rayo. Quizá sea lo mejor para todos nosotros —dijo Oresias—. Ha habido una revuelta. Elementos del Mouseion, según deduzco... y los judíos. El Lokhias está sitiado y el palacio cerrado. Soldados leales a la reina han arrojado bombas sobre el Mouseion.
—¡No! —exclamó Rhita con impotencia, sintiéndose ultrajada. La mueca de dolor de Oresias demostraba que sentía lo mismo.
—Debimos adivinarlo por como nos recibieron en Bagdadé y Damaské. No tenemos protección en el viaje de regreso. Por lo que sabemos, puede que los puestos fronterizos de Hunnos y Rhus ya estén alertados. No creo que nos hayan detectado por radio, pero lo harán si enviamos más mensajes.
Lugotorix permanecía al lado de Rhita, alto y protector, los ojos oscuros bajo el ceño fruncido.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Demetrios, aprensivo pero no asustado.
—Cumplimos nuestra misión —dijo Oresias—. Tenemos dos horas hasta que yo ordene una retirada y tratemos de regresar. Descargaremos lo que necesitemos del transporte. —Ordenó a varios soldados que organizaran el traslado de provisiones. Fuera, los motores del aerotanque rugían por encima de la tormenta. Había transvasado el combustible, y ahora despegaba—. Ya no es posible una expedición prolongada y tranquila, pero podemos estudiar esta puerta, aprender todo lo posible y salvar el pellejo antes de que los tátaros de Kirghiz o Kazakh o sus amos rhus nos caigan encima.
Atta desistió de imprecar contra el trueno y entró en la tienda.
—Ha caído un rayo en la puerta —dijo sin aliento—. Ha resplandecido como un farol.
Él y Oresias miraron a Rhita.
—Mi turno, ¿verdad? —dijo ella.
—Traeré los Objetos —dijo Lugotorix.
Ella miró sorprendida al kelta.
Todos me empujan a esto. No me gusta la sensación que tengo, mi instinto me dice que no...
¿O simplemente tenía miedo?
—¿El rayo también caerá en la clavícula? —preguntó Oresias.
—No lo sé.
—¿Qué?
—No sé —gritó ella.
Demetrios asintió flemático y ella se alejó de él con un disgusto que contradecía su anterior atracción. Él no puede ayudarme. Nadie puede ayudarme. Estoy atrapada.
Lugotorix regresó con la gran caja. Ella la abrió con sus llaves y sacó la clavícula; la sostuvo ante sí, sintiendo su poder en las manos y en el pensamiento. Trata de tranquilizarme. El kelta ajustó su ametralladora y se movió detrás de ella. Oresias sonrió y abrió la tienda.
Sin vacilar, negándose a demostrar debilidad, enfadada consigo misma y con todo lo demás —sobre todo con sus necias ideas sobre la aventura del día anterior—, Rhita afrontó la fuerte lluvia torrencial.
Se detuvo y se volvió, pestañeando bajo los goterones.
—Hacia allá —dijo Demetrios, señalando hacia el marjal.
—No tardará en inundarse —le dijo Rhita por encima del hombro.
Los hombres la siguieron, todos agazapados menos el kelta. Lugotorix atravesaba la tormenta como un árbol ambulante, el pelo pegado a la cara, los ojos como ranuras, los dientes expuestos en una mueca.
El fondo del marjal ya tenía bastante agua. Rhita bajó la resbaladiza cuesta, procurando mantener el equilibrio mientras aferraba la clavícula con ambas manos, hasta que llegó al fondo y se detuvo junto a la trémula lente de la puerta, viéndola con los ojos y también con la mente, indiferente a la tormenta y los rayos.
La clavícula le mostraba la extensión de la tormenta, y unos símbolos extraños relampagueaban en la pantalla, y se agolpaban con un parpadeo verde en un punto entre las nubes.
El rayo alumbró nuevamente la planicie.
La clavícula la mantenía informada sobre las condiciones reinantes en torno a la puerta.
Qué lástima que la abuela no me hablara de esto
, pensó.
Tal vez no lo sabía.
—Todavía está aquí, y no ha cambiado —informó a los demás.
Sólo Lugotorix la siguió al marjal. Demetrios se detuvo en medio de la cuesta, no por miedo, comprendió Rhita, sino por deferencia hacia ella, que era responsable de la situación.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó, extendiendo las manos.
—No lo sé. Nunca he hecho esto.
¿Qué hago para ensanchar la puerta?
, preguntó al dispositivo. Suponía que eso deseaban todos, sin tiempo para la cautela. Ni siquiera podía imaginar qué los aguardaba del otro lado, si ogros o dioses.
Por muy sofisticada que pretendiera ser, aún era una hija de Rhodos. No tenía la formación de su abuela.
La clavícula le dio instrucciones a un nivel que Rhita no podía seguir con su mente consciente. Le cosquilleaban las manos, el efecto era casi doloroso. Los músculos le tironeaban, habituándose a nuevas directivas, nuevos canales de mando que se abrían en su sistema nervioso en cuestión de segundos. Por un momento Rhita sintió fatiga y náuseas, pero eso pasó y recobró la compostura.
Sorprendida, pestañeó para apartar unas gotas de agua. La lluvia había cesado sin que ella lo notara. ¿Se había desmayado? Se dio la vuelta y vio a Lugotorix a sus espaldas, los ojos fijos en algo. Todos miraban la puerta, Demetrios desde la cuesta, Atta, Oresias y los soldados desde el borde del barranco.
Rhita alzó los ojos.
La lente se había elevado y expandido, achatándose. Relucía extrañamente bajo los rayos de un Sol matinal que brillaba en un ángulo bajo entre las nubes. Rhita consultó la clavícula.
La puerta ha cambiado. ¿Qué está sucediendo?
La hemos expandido
, dijo la clavícula.
Tú lo has ordenado.
¿Puedo atravesarla?
No es aconsejable, dijo la clavícula.
¿Por qué?
No sabemos qué hay al otro lado.
Rhita pensó que eso tenía mucho sentido, pero contaban con un tiempo limitado.
¿No hay manera de averiguarlo?
No.
Pero ¿está abierta?
Sí.
¿Alguien puede pasar desde el otro lado?
Sí.
Cayó en la cuenta de la magnitud de lo que había hecho. Estaba debajo de la puerta, admirando su turbadora belleza: era como una gota de lluvia suspendida, o la córnea del ojo de un pez enorme.
El agua le llegaba a los tobillos. Formaba láminas vidriosas en la hierba doblada, y una espuma fangosa lamía la orilla. Rhita la miró con fastidio y decidió que sería aconsejable subir la cuesta, alejarse de toda posible inundación. Se quedó junto a Demetrios, sosteniendo la clavícula a la altura de las rodillas, respirando entrecortadamente.
—Está abierta —le dijo en voz baja. Él miró a Atta y Oresias.
—¿No quieres decírselo? —preguntó.
—Por supuesto. Está abierta. Yo la he abierto. La clavícula la ha abierto.
Atta asintió, frunciendo los labios, entornando los ojos especulativamente. Oresias le sonrió.
—¿Podemos pasar?
—Dice que podemos, pero que no deberíamos. No sabe qué hay al otro lado.
Oresias bajó la cuesta.
—Vinimos aquí para investigar —les recordó a todos—. Al margen de lo que haya sucedido en Alexandreia, ésta es nuestra misión. Tú eres demasiado valiosa para pasar —le dijo a Rhita—, y necesitamos a Atta para que se ponga al mando de los pilotos y soldados en caso de emergencia. Y ya estamos en una, parece. Demetrios...
—Me encantaría ir —dijo el mekhanikos; los ojos le brillaban.
—No. —Oresias alzó las manos y sacudió la cabeza—. Tú no te comprometiste a correr riesgos, yo sí.
Lugotorix los observaba atentamente, siguiendo a todos con los ojos.
—Trae el segundo Objeto —ordenó Oresias a un soldado. El hombre echó a correr para cumplir la orden.
—No sé cómo usarlo —dijo Rhita—. Mi abuela no me lo dijo.
—Qué descuidada —comentó Oresias, ansiando afrontar el desafío—. Veremos si todavía funciona, y si podemos hacerlo funcionar. Si funciona, cruzaré la puerta. Si no...
—Yo soy responsable de todos los Objetos.
—Y yo soy responsable de ti —dijo Oresias—. Si no funciona, al menos podremos meter uno de nuestros animales enjaulados. Si el animal sale vivo, seguiré yo. —Tocó levemente el brazo de Rhita—. No soy totalmente idiota, y no quiero morir. Seremos cautelosos.
El soldado bajó con la caja que contenía c! segundo Objeto. Rhita abrió la tapa y extrajo la caja de control y la caja de recirculación, ambas unidas a un cinturón negro.
—Es muy antiguo —dijo.
Oresias alzó los brazos y ella le ciñó el cinturón.
—¿Cómo lo harías funcionar?
Rhita reflexionó un instante, tocó la caja de control. El dispositivo no se comunicó con su mente. Al parecer era menos sofisticado que la clavícula. ¿Qué haría la abuela?, se preguntó.
Le hablaría.
—Por favor, enciéndete —dijo en helénico—. Por favor protege a este hombre. —No sucedió nada. Ella pensó un rato y al fin decidió usar el inglés de su abuela, un idioma difícil que no dominaba—. Por favor, enciéndete. Protege a este hombre.
Ninguna reacción.
Rhita se irritó con su propia ignorancia.
¿Por qué la abuela no me enseñó a usar todos los Objetos? Tal vez, hacia el final de su vida, Patnkia había dejado de ser brillante.
—No sé qué más intentar... A menos... Tal vez funcione si lo uso yo.
Oresias se negó con firmeza.
—Si Su Imperial Hypsélotés todavía ocupa el trono, hará rodar mi cabeza si te pongo en peligro. Primero probaremos con el animal.
Ordenó que le trajeran un conejo.
—Iré yo —le dijo Lugotorix a Rhita, susurrándoselo al oído.
Ella sacudió la cabeza. Todo era confusión. Eran unos aficionados, y ninguno de los otros —tal vez ni siquiera ella— tenía la menor idea de la trascendencia de esa ocasión, del peligro que entrañaba, y no sólo para ellos.
Llegó el conejo, una bola peluda de hocico rosado en una jaula de mimbre. La jaula colgaba del gancho de metal de una estaca de madera. El agua no había subido demasiado, así que Oresias cogió el extremo de la vara y se metió en el arroyo, caminando torpemente con la jaula delante.
—¿Dónde la pongo? —preguntó. Rhita sonrió a su pesar.
—En el centro.
Lugotorix también parecía divertirse con aquello; el kelta rara vez sonreía.
Oresias alzó la vara y acercó la caja al centro de la lente palpitante.
—¿Así? —preguntó. La jaula y el conejo desaparecieron como por arte de magia.
—Sí —murmuró Rhita, anonadada.
Trató de imaginar a Patrikia cayendo por una lente así, aterrizando en un canal de riego.
—La dejaré allí unos segundos —dijo Oresias, las manos trémulas.
Rhita oyó un profundo estampido al norte. Jamal Atta escrutó el horizonte y tembló.
—¡Tátaros... kirguiz! —gritó—. Cientos de ellos. Oresias palideció, pero siguió sosteniendo la vara.
—¿Dónde?
Eugotorix trepó al borde del barranco. Rhita no sabía si permanecer cerca de la puerta y de Oresias o si seguir al kelta para averiguar qué sucedía. Los soldados gritaban en torno de la nave-avispa. El estrépito iba en aumento.
—¡Jinetes e infantería! —anunció Eugotorix—. Están cerca... a un par de estadios.
—¿Qué insignia llevan? —preguntó Oresias, temblando bajo el peso de la jaula y la vara. La lente permanecía imperturbable, absorbiendo la jaula como un portal invisible tragando el extremo superior de la cuerda de un mago.
—No llevan —dijo Jamal Atta—. Son kirguiz. Debernos partir.
Oresias sacó la jaula de la puerta. Rhita vio un guiñapo rojo y gris en la jaula cuando Oresias acercó la vara a la orilla. Ambos miraron el conejo. Estaba muerto. Ni siquiera parecía un animal.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Rhita.
—Parece que ha estallado, o que algo lo ha desgarrado —dijo Oresias.
Tocó los barrotes de madera y estaban intactos; un líquido rojo se derramaba sobre la hierba y el suelo. Oresias desenganchó la jaula y la guardó precipitadamente en un saco de plástico. Lugotorix bajó la cuesta para agarrar a Rhita por el brazo.