Eternidad (42 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Eternidad
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No pudo deshacerse del control del jart. Mientras la impotencia y el horror dominaban a Olmy, en el jart se intensificaba una fascinación por Mirsky, fría y especulativa.

Mirsky ya no es de tu rango y orden. No es humano, aunque una vez lo fue; regresa con un mensaje pero no sabes cómo regresa. Nosotro
s esperábamos a Mirsky, pero se os aparece a vosotros; tal vez también se haya aparecido a nuestra especie, sin que vosotros lo sepáis.

Mirsky es mensajero/ejecutor de mando descendiente.

Olmy trató de dominar el pánico y relajarse. Todo había sido tan repentino que tardó un rato en comprender que los papeles se habían invertido. Ahora él era el prisionero, con su personalidad fragmentada y sometida al poder del jart. Lo poco que le quedaba disponible de su mente —inspeccionó sus memorias naturales y encontró la mayoría bloqueada por inhibidores jarts— apenas comprendía la última afirmación del jart.

La presencia de Mirsky era muy significativa para el jart.

Tu lucha es esclarecedora, me propago más rápidamente con cada búsqueda que realizas.

—Reconozco tu control —dijo Olmy.

Bien. Tienes miedo de lo que haré con tu especie. Tenía instrucciones de causar daño a tu especie, pero ahora han sido borradas. La noticia de la aparición de un mensajero de mando descendiente es mucho más importante que nuestros confli
ctos.

—¿Cómo venciste mis barreras?

Curiosidad inadecuada. ¿No estás fascinado por el mensajero Mirsky?

Olmy sepultó un fragmento de sí mismo que quería gritar.

—Sí, fascinado e intrigado. ¿Pero cómo venciste mis barreras?

Tu comprensión de ciertos algoritmos es incompleta. Un fallo en la evolución de tu especie, tal vez. Hace una cantidad indefinida pero significativa de períodos humanos que tengo el control.

—Has estado jugando conmigo.

¿Acaso un «aficionado» fracasado merece mayor consideración? No perteneces a un rango que merezca nuestro respeto. No obstante, te respetaré tanto como tú que me has respetado.

Si hubiera estado integrado, Olmy habría pasado el peor momento de su larga vida. Dadas las circunstancias, experimentaba una desdicha distante y flotante, se sentía como un alma desencarnada en un ultramundo espantoso, incapaz de cambiar ni de moverse.

Pronto será posible dar esta importante información a supervisión de mando, dijo el jart. Si ayudas, se permitirá la integración de los componentes de tu personalidad, y podrás presenciar este importante acontecimiento en plena posesión de todas tus facultades.

—No colaboraré si procuráis lastimar a mi gente.

No habrá daño para los anfitriones del mensajero. Habéis sido reconocidos y según establece nuestra ley no seréis almacenados. Ahora sois ejecutores de mando descendiente.

Olmy trató de pensar en ello. El riesgo era demasiado grande para atreverse a creer que el jart no tenía intenciones de perjudicar al Hexamon. Había admitido que su misión primaria era causar daño.

—¿Qué quieres hacer?

Debemos regresar a la Vía. Es preciso informar a supervisión de mando.

Olmy sabía que no tenía opción. Lo habían vencido irremediablemente. Sólo pudo preguntarse si, con el tiempo, los jarts habrían vencido de todos modos. ¿O era una egoísta subestimación de su fracaso personal?

52
Gaia eficiente

Rhita se sentía como un animal enjaulado. No quería conocer la verdad; Rhodos se aproximaba rápidamente, y se la revelaría. Estaba atrapada en la burbuja con un monstruo encorvado y deforme, un ruinoso simulacro de ser humano. Le oyó incorporarse a sus espaldas y no se atrevió a mirarlo. Aferrando la barandilla, cerró los ojos, los abrió de nuevo, diciéndose:
Esto es lo que querías. Verlo todo.

Pero sus reservas de fuerza se habían agotado hacía tiempo. Abrió la boca para hablar y la cerró para ahogar un grito. Sacudiendo la cabeza, se inclinó sobre la barandilla y se echó hacia atrás estirando los brazos y las manos, abrumada por una pena que aún no sentía del todo pero que pronto sentiría. Tan cierto como que estaba en Gaia, el mundo real, su hogar.

El puerto comercial de Rhodos estaba a la vista, al igual que el espigón que llegaba hasta la Fortaleza de Kambysés, sobre el viejo puerto militar, frente a la casa de Patrikia. La ciudad de Rhodos había desaparecido, remplazada por una extensión de tierra desnuda.

—¿Dónde está? —jadeó.

La isla estaba erizada de columnas de piedra coronadas de oro. Desde las montañas del interior hasta la costa, las columnas se elevaban como un sueño de Kroisos.

—¿Por qué? —exclamó Rhita—. ¿Qué son? Typhón habló con voz ahogada. Rhita no pudo entenderle y se negó a dar media vuelta para mirarlo.

El Sol se puso a sus espaldas mientras la burbuja detenía la marcha y se aproximaba al promontorio donde había estado la casa de Patrikia. Mejor dicho, donde todavía estaba, como Rhita pudo comprobar. Rodeada por una cerca metálica, impresionaba menos que antes.

—Tu templo también está cerca de aquí —dijo Typhón. Le oyó incorporarse a sus espaldas y sintió un hormigueo en la espalda; había cosas peores que la muerte, entre ellas estar al servicio de aquellos monstruos. Se enjugó la cara con el dorso de la mano, se volvió y se enfrentó al maltrecho escolta.

—¿Por que todavía existen estos lugares?

—Porque significaban algo para ti —dijo Typhón.

Alzó la mano y se recolocó la coronilla. Rhita tragó saliva para contener el impulso de vomitar. Debía aferrarse a una cosa: a la poca dignidad que le quedaba.

—Todo este mundo significa algo para mí —dijo—. Dejadlo tal como estaba.

Typhón hizo un ruido semejante al carraspeo de un perro, y su habla se volvió mucho más clara.

—No es posible. Ya estamos a punto de exceder el presupuesto. Tu mundo tendrá su utilidad. Se convertirá en su propio museo; quien desee estudiar Gaia en ciclos posteriores vendrá aquí para hacerlo. Entretanto, sirve como sitio para criar y educar a los jóvenes. Es lo que tú llamarías un lugar sagrado.

—¿Ninguno de los míos vive?

—Muy pocos han muerto —dijo Typhón, acomodándose un hombro.

Rhita recordó la inesperada blandura de aquel cuerpo y desvió los ojos de nuevo, los puños en la boca.

—De hecho habrían muerto más integrantes de tu especie si no hubiéramos venido aquí. En su mayoría están almacenados. No es desagradable; mis yoes han estado allí muchas veces. A diferencia de la muerte, el almacenamiento no es definitivo.

Rhita sacudió la cabeza, aturdida por aquel horror pero reacia a escuchar más palabras descabelladas.

—¿Dónde están mis compañeros? Tú dijiste que los traerías aquí.

—Están aquí.

La burbuja atravesó el jardín gris y marchito de Patrikia; los naranjos eran esqueletos polvorientos. Se aproximaron; de detrás de la casa surgieron otras burbujas, una con Demetrios, otra con Lugotorix, otra con Oresias. Cada cual iba acompañado por un escolta: Oresias por una mujer mayor, Lugotorix por un anciano pelirrojo, Demetrios por un joven esbelto con ropa de estudiante.

Lugotorix iba con los brazos cruzados y los ojos cerrados.
Ojos que no ven, corazón que no siente.

Typhón guardaba silencio. Las burbujas giraban lentamente en el jardín de Patrikia. Lugotorix pareció intuir la presencia de Rhita y abrió los ojos, mirándola con expresión de alegría desenfrenada; no había fracasado por completo. Demetrios la saludó con un gesto, evitando sus ojos. Oresias parecía incapaz de alzar la cabeza.

Derrota.
Definitiva y total. Sin marcha atrás.

¿Qué haría Patrikia? Si estuviera allí, habiendo perdido dos hogares, dos mundos... Rhita no lo dudaba: la vieja sophé simplemente se acostaría a morir. Semejante enormidad estaba fuera del alcance de una mente humana.

No había esperanza.

—Todo el mundo está muerto —dijo.

—No —corrigió Typhón.

—Cállate —rezongó Rhita—. Está muerto.

El escolta no volvió a contradecirla.

Rhita trató de hablar con los demás, pero no circulaba sonido entre ellos. Rhita se volvió hacia Typhón, que tenía una expresión inequívoca de triunfo en el rostro desfigurado. Había absorbido suficiente humanidad como para parodiar la euforia.

Al parecer la habían llevado allí para que los vencedores pudieran evaluar su triunfo. Un desfile de prisioneros.

Ella no desvió los ojos. No había sentido ninguna satisfacción al golpear al escolta. Era evidente que a Typhón no le molestaba que lo maltrataran. Y tampoco había satisfacción en el desafío. Ella era demasiado pequeña y limitada para buscar las debilidades. Aun así, Rhita necesitaba hacer algo, aferrarse a algo, o se acostaría a morir.

Pero no le permitirían morir. La almacenarían. Y un día la gente que había construido la Vía lucharía de nuevo contra los jarts, tal vez los destruyera, y tal vez la encontrara a ella y a sus compañeros —como grabaciones o en cajas o lo que fuere— y los resucitara. ¿Podía abrigar esa esperanza? Ni siquiera podía imaginar semejantes cosas.

Pero Patrikia se habría aferrado a cualquier posibilidad.

Rhita se aferró a ésta y observó con calma a Typhón, habiéndolo perdido todo, y sabiéndolo sin aceptarlo.

—Llévanos de vuelta —dijo.

—¿Esto no significa nada para ti? Ella sacudió la cabeza.

—¿No deseas visitar el templo?

—No.

—¿Deseas morir? —preguntó Typhón cortés pero cauto.

—¿Es un ofrecimiento?

—No. Claro que no.

—Sólo llévame de vuelta.

—Sí.

El interior de la burbuja parecía lleno de humo gelatinoso. Rhita sintió que perdía todo su peso.

Almacenadme, pensó. Guardadme.

Mi momento llegará.

La inconsciencia sería bienvenida, si pudiera saber que no la molestarían.

53
Tierra, Thistledown

Lanier había reanudado sus excursiones; escalaba el flanco de la montaña mirando el marrón otoñal de las praderas y los cada vez más numerosos rebaños de ovejas. A pesar de todo lo que había ocurrido, se consideraba un hombre satisfecho. No podía salvar a toda la humanidad de sus locuras; no podía detener el flujo de la historia.

Perder el sentido de la responsabilidad era una liberación necesaria; había pasado gran parte de su vida ayudando a los demás. Ahora era el momento de calmarse y calcular su próximo paso.

A pesar de la implantación forzada, y de su alivio por haberse salvado de la muerte, sabía que no escogería la inmortalidad. Cuando llegara el momento —al cabo de diez años, o de cincuenta— estaría preparado.

No pensaba que su personalidad fuera tan valiosa como para seguir incordiando a los demás más de un siglo. No era humildad ni agotamiento, sino el modo en que lo habían criado.

Aceptaba que Karen no estuviera de acuerdo. Aun así, no habían estado tan cerca en muchos años. Eso era suficiente.

Dos meses después de su recuperación, en una noche cristalina, caminaban bajo las estrellas. Thistledown no estaba a la vista.

—No sé si me importa lo que está sucediendo allá arriba o aquí abajo. —Karen señaló el lugar invisible donde podía estar Thistledown.

Lanier asintió. Siguieron caminando, alumbrando el sendero con el círculo de luz azul de la linterna.

—Allí nos conocimos —le dijo, y le pareció una tontería en cuanto lo hubo dicho, una tontería inoportuna; las palabras de un joven inseguro, no de un hombre mayor.

Karen sonrió.

—Hemos compartido muchos años felices, Garry —le dijo. Luego, con su franqueza habitual, preguntó—: Qué es más importante para nosotros en este momento, ¿nuestro pasado compartido, o nuestro futuro?

Él no pudo responder. En cierto sentido, lo obligaban a permanecer con vida. Eso implicaba que deseaba que su futuro fuera breve. Pero no deseaba morir. Simplemente quería igualdad y justicia, y en las actuales circunstancias la inmortalidad no parecía justa. Estaba dispuesto a morir por estas convicciones.

—Sólo nosotros, ahora —dijo.

Ella le cogió la mano con más firmeza.

—De acuerdo. Sólo ahora.

Lanier sabía que Karen no permanecería con él para siempre. En cuanto se revocara la orden de aislamiento —quizás al cabo de unos meses— ella reanudaría su actividad, y tal vez ese alejamiento los distanciara de nuevo. No quería eso, pero ya no estaban de acuerdo en todo. El podía aceptar la vejez, ella no.

Aun así, había muchas personas que deseaba ver de nuevo. Preguntas para las que buscaba respuesta.

¿Qué sucedió con Patricia?

¿Estaba en casa, o viva en un universo alternativo, o había muerto en el intento?

Desde la Secesión, Thistledown giraba en órbita alrededor de la Tierra cada cinco horas y cincuenta minutos. En algunas regiones de la Tierra, el asteroide brillante era adorado aun después de décadas de educación e ingeniería social.

No era fácil eliminar ciertos comportamientos psicológicos de la humanidad.

La noticia de que los salvadores de la Tierra podían irse pronto —así se había simplificado la historia— causaba pánico en algunos lugares, alivio en otros. Los que habían adorado Thistledown y a sus ocupantes creían que se marchaban disgustados por los pecados de la Tierra. Tenían razón en cierto sentido, pero si la Tierra no podía abandonar su pasado, tampoco podía el Hexamon.

Una vez lograda la reapertura, el Comité Especial del Nexo se disponía a sanar algunas de las peores heridas de sus relaciones con la Tierra.

No había mucho tiempo; tampoco le consagraron un tremendo esfuerzo. El Hexamon estaba entusiasmado; la histeria era algo imposible o muy improbable entre la población de los cuerpos orbitales, pero reinaba una euforia de esplendor. Estaban orgullosos de su poder y su inteligencia; les alegraba estar trabajando para resolver problemas de otra manera insolubles. Y pensaban que la Tierra se beneficiaría con el tiempo, que la Vía traería prosperidad para todos.

Las advertencias de Mirsky fueron olvidadas. ¿Acaso el avatar no había desaparecido sin dejar rastro? Si su poder era tan grande, ¿por qué no había detenido la votación para imponer sus decisiones al Hexamon? Hasta Korzenowski prestaba poca atención a Mirsky. Había mucho que hacer, demasiadas compulsiones externas e internas; y las compulsiones internas se fortalecían día a día.

El Ingeniero viajaba de un extremo del conducto al otro, envuelto en su túnica roja cerrada en forma de bolsa, como un niño grande.

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